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Un día con Manu Ginóbili en Buenos Aires: de su obsesión por los horarios a la ovación del teatro Maipo
Comenzó bien temprano su día. Necesitaba optimizar cada minuto. Es que cuando pisa Buenos Aires es para cumplir compromisos asumidos. Atender a las empresas que lo acompañan, responder las consultas necesarias, repasar su carrera… Esta es una ciudad a la que no conoce demasiado cómo respira. Los más de 16 años en los Estados Unidos, en San Antonio, y su raíz en Bahía Blanca le imponen un ritmo diferente. Por eso cuando calculó cada paso que iba a dar en este día junto a LA NACION no fue tan simple de aplicar. Si algo lo marca es que los horarios son sagrados y resultó todo un desafío para Manu Ginóbili poder calcular con la exactitud que le encanta cada instante: "Los minutos en Buenos Aires transcurren diferente que en Bahía", confió.
Está tranquilo, relajado y sabe bien cómo manejar cada situación. Después de responder a la requisitoria de la marca de ropa que lo viste desde hace muchos años, llegó a la redacción de LA NACION después de luchar con el tránsito de la ciudad, aunque en realidad el piloto encargado era Carlos Prunes, su representante. Y cuando irrumpió en el segundo piso del diario estaba dispuesto a charlar con la gente, a tomarse algunas fotos, a firmar autógrafos y a mostrarse muy interesado en conocer cómo evoluciona un medio de comunicación.
Nada de estridencias en su andar, nada de brillos en su forma de vestir, simplemente Manu Ginóbili. Unos pantalones de jeans, una remera rosada, una gorra color gris y unos lentes negros de sol con el número 20 en una patilla y las iniciales MG en la otra. Una vestimenta repetida, porque el bahiense no se siente cómodo con los lujos.
Algunos empleados de LA NACION se sorprendieron cuando se bajó del vehículo con el que llegó al diario. Con paso tranquilo se dirigió directamente al personal de seguridad del estacionamiento para saludarlo con un apretón de manos. Así es Ginóbili siempre, un simple mortal, aun cuando la mirada externa lo considera un ícono, un emblema, un extraterrestre que durante 16 años cautivó a la NBA y ganó 4 anillos con los Spurs.
En la charla con LA NACION contó intimidades de sus nuevas actividades en San Antonio con sus paseos en bicicleta con Many, su esposa, que se alejó completamente del básquetbol, que siente que en esta etapa de su vida prefiere escuchar a los demás y que le pregunten menos por su vida, que quiere aprender, viajar, disfrutar… "Parece que todos me quieren conseguir trabajo, pero después de tantos años y tras el retiro, sólo quiero seguir con esta vida de no tener exigencias y no tener que responder a órdenes".
Necesitó un descanso antes del "Encuentro en primera persona" en el teatro Maipo, por eso se fue a tomar una merienda al hotel en el que se hospedó con su esposa y sus hijos: Dante, Nicola y Luca. Recuperó energías y en el teatro Maipo se tomó unos minutos para mandar algunos mensajes, firmar algunas camisetas y no mucho más. No tomó café, una de las bebidas que suele elegir en esos momentos de distracción. Tanto, que hasta tenía una máquina en el vestuario de los Spurs, regalo que le dejó el francés Boris Diaw cuando dejó San Antonio.
Julián Weich calentó los motores con la gente que esperaba ansiosa por ver a Manu. Una trivia que premió a un fanático con una camiseta de Ginóbili de los Spurs, que Manu firmó en los camarines… Y al estilo Ginóbili pidió cambiar en más de una oportunidad el fibrón con el que iba a firmar la camiseta porque no quería que se borrase o se moviese la estampa: "¿Alguien tiene un Sharpie? (por una marca de fibrones americanos)", fue la consulta del bahiense. Es que siempre en el AT&T Center tenía unos cuantos y de varios colores para poder firmar las camisetas, las fotos y las banderas de los hinchas de los Spurs.
Explotó el teatro Maipo cuando Manu apareció en escena. El público se puso de pie para recibirlo y algunos se animaron a ensayar un "¡Olé, olé, olé, Manu, Manu!". La reacción de Ginóbili fue agradecer el gesto y hacer un ademán con una gran sonrisa para que no continuaran con ese intento de aliento de cancha. Se divirtió con esa acción y su moderador, Juan Pablo Varsky, soltó una carcajada porque entendió que el bahiense no quería demostraciones de afecto desmedidas. No porque lo fastidien, todo lo contrario, sino que lo incomodan y le dan un poco de vergüenza.
Recorrió su carrera con sus columnas en el diario LA NACION, con los 4 títulos con los Spurs, la medalla de oro en Atenas, la famosa palomita ante Serbia, su relación con Gregg Popovich, el retiro, en cómo cuidarse con el sueño, cómo cambió su alimentación… Pero se lo advirtió muy cómodo, por eso contó algunas intimidades, por ejemplo, cómo Pop utilizaba emojis para medir su intención de seguir jugando un año más, cómo uno de sus hijos desconocía cuando era chico cuán famoso era su padre y hasta que no se involucra directamente en la política, pero que sí se mantiene al tanto de qué sucede a su alrededor. Contó que sigue escuchando Los Piojos, que se pega cada tanto a Rolling Stones o U2 y que de la mano de los melli llegó a Imagine Dragons.
Fue una jornada especial, volvió a explotar el Maipo cuando se despidió. Volvió a agradecer a la gente por el afecto y por la entrega de un libro con sus 215 columnas. La gente ya no se detuvo en su impulso por gritar "¡Manu, Manu!". El deber estaba cumplido. Recibió en su camarín a Diego Schwartzman y charlaron unos minutos, habló con algunos de sus allegados, se calzó nuevamente su gorra gris, ahora sí se permitió tomar un café, se sacó algunas fotos más y se fue al hotel a buscar a Many, Luca, Dante y Nicola. Ya retomó la vida que más le gusta, la de familia.
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