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Sebastián Armenault. La historia del ultramatonista solidario que corrió un rally de 3000 kilómetros en el Sahara para construir un merendero
El atleta ya hizo más de 25.000 kms. a pie a beneficio y lleva donados más de 55 millones de pesos; “Nunca gané una carrera, pero me siento un campeón del mundo”, resume
- 15 minutos de lectura'
Sebastián Armenault lleva corridos más de 25.000 kilómetros y donados más de 55 millones de pesos. No tiene casa propia, ni ganó jamás ninguna carrera de las cientas de las que formó parte. Sin embargo, se siente un campeón del mundo.
Es una persona común y corriente. Con un pasado como gerente de marketing en diversas empresas y siempre muy ligado al deporte, más específicamente al rugby.
Pero desde hace más de 10 años su vida cambió. Y entonces, cada vez que puede, se calza una bandana que le cubre la cabeza y lentes de sol que le protegen la vista de los rayos UV. Entonces, se convierte en un superhéroe que se traza objetivos y no se detiene hasta concretarlos. Es El Ultramaratonista Solidario. Así lo bautizó LA NACIÓN en 2012, y así se presenta con orgullo en cada una de sus charlas motivacionales.
Consciente de que el hecho de correr tiene “fecha de vencimiento”, y que la recuperación de cada carrera le cuesta cada año un poco más, Armenault siempre va por más. Y entonces, encontró modalidades alternativas para seguir propagando su mensaje: “Superarse es ganar”.
Lo que en 2017 fue una charla informal con Nicolás, su hermano menor, cinco años más tarde se concretó. Juntos corrieron el Panda Raid, un desafío similar al tradicional Rally Dakar, pero con Fiat Panda, el auto más precario y económico que se fabricó para uso civil, y a la vez el primer 4x4 urbano.
Después de los 3000 kilómetros que duró la travesía, dividida en siete días y seis noches por el desiero del Sahara, y con otro objetivo concretado, Sebastián Armenault comparte con LA NACION sus vivencias y su lema: “Todo se puede hacer”.
— ¿Cómo y cuándo comienza esta locura?
— Lo del Panda Raid arrancó en 2017. Somos 4 hermanos. Y Nico, el menor, me lo planteó. Él vive en Andorra y tiene como segundo auto uno de esos. Porque si bien es chiquito, es 4x4. Súper económico. Lo usan para llevar las bicis, para ir a esquiar. Es el coche de batalla.
— ¿Cómo llegan a la carrera?
— Un día me llama y me dice: “Está el Panda Raid. Un rally solo de Fiat Panda”. Se pone a investigar y durante dos años él se inscribió, pero no conseguía el cupo. La cuestión es que en 2019 yo presento el libro mío en la embajada argentina en Madrid, y se me ocurre invitar a los organizadores de esa carrera. Fueron, escucharon todo, y después se acercaron y me felicitaron. Y ahí les pedí ayuda para inscribirnos. Y a la semana me llega el mail con los dos cupos liberados.
— ¿Cuál fue el primer paso?
— Teníamos un auto (el de mi hermano), y compramos otro. Sin ruedas (se ríe). Lo preparamos y en marzo de 2020 fuimos a la carrera. Hicimos Andorra-Almería, que son 1200 kilómetros. Llegamos a Almería para cruzar a Marruecos y se cerró la frontera por la pandemia de Coronavirus. Entonces, volvimos los 1200 kilómetros con algo de decepción. Para colmo, en mi auto no entraba la quinta. Así que en la autopista íbamos a dos por hora. El auto quedó varado en un mecánico de Barcelona llamado Daniel, que es un capo, y por suerte pude volver a Buenos Aires antes de que cierren todo en la Argentina.
— Hasta que volviste a España y pudieron correr…
— En octubre de este año, cinco años después, logramos hacerlo. Y eso es parte del mensaje: Superarse es ganar. Porque, ¿cuántas veces en tu vida vos abandonás un proyecto ante el primer obstáculo? Porque a todo esto nosotros seguimos pagando la patente del auto, el seguro. Y todo en euros. Y ahora en octubre lo hicimos. Me fui al taller mecánico de este hombre llamado Daniel, dormí cinco días en el taller. Lo terminamos de armar como pudimos y allá fuimos para Almería. Mi hermano corrió con su esposa, Sonia, y yo con un íntimo amigo llamado Enrique Pochat, conocido como el Mago.
— ¿Cuántos autos compiten?
— En esta edición fueron 320 Fiat Panda. Lo loco, y algo importante: el Panda es el auto más precario y económico que se fabricó para uso civil, pero 4x4. Es el primer 4x4 urbano. Una mezcla entre un 147 y la primera versión que conocimos del Fiat Uno. Algo muy básico.
— ¿Cómo fue la experiencia?
— Tengo el honor de ser el primer argentino en participar de esa competencia, sumado a la satisfacción de que los 3000 kilómetros logrados se van a transformar en materiales para la construcción del tercer merendero que apadrino. Llegabas allá, todo el mundo sabía de mi historia y el recibimiento era espectacular.
— ¿Se puede anotar cualquiera?
— Sucede lo mismo que en las carreras. Yo voy a correr 250 kilómetros al Sahara y hay 1000 inscriptos. De esos, hay 50 o 100 que se dedican a eso y viven de eso. Se preparan y van a ganar. Y hay 900 que vamos a superarnos. Y cada uno corre por algo. Ahí está lo lindo de las historias que conocés en los campamentos.
— ¿En dónde notabas la diferencia con los que, en este caso, “van a ganar”?
— Ahí te encontrás con la realidad: el equipo Red Bull, que tenía tres Panda. Pero solo la carcaza. Adentro eran Fórmula 1, naves espaciales. El equipo Martini, lo mismo. Conocimos un padre/hijo españoles. Compraron el Panda y le pusieron arriba 22.000 euros. ¡Tenían caja secuencial! Una locura. De 320, ese salió en el puesto 50, como para tener una idea lo que había en conducción y equipamiento.
— ¿Qué diferencias sentiste en comparación con las carreras de a pie?
— La diferencia está en que cuando yo corro, si me sale una ampolla tengo que revisarla y tratar de curarla para seguir corriendo de la mejor manera posible. Acá, si se rompe el auto, hay que saber de mecánica para resolver esos problemas técnicos. De los cuatro que fuimos ninguno sabía de mecánica. Entonces teníamos que correr y cuidar el auto. A la noche, los mecánicos estaban sin dormir toda la noche en los talleres móviles. Ahí te cambian en dos horas el motor entero o en 45 minutos la caja de cambio. Tenés que pagarlo, claro. Pero es mejor cuidar el auto porque sino gastás mucho dinero.
— ¿En algún momento temiste abandonar?
— Debo haber esquivado 1000 piedras. Pero la más fácil de esquivar la calculé mal y la agarré al medio y rompí el caño de escape. Pero llegás al campamento, y en media hora, meten soldador y todo reparado. Al ser un auto muy básico, para el que sabe es muy fácil armarlo. En un tramo estaban cambiando un amortiguador en el medio de la ruta. Y a lo mejor te preguntan por una pinza determinada y respondíamos: “Esa no la trajimos”. ¡Y nosotros ni idea de qué pinza me estaba hablando! Pero sí le ofrecimos que use alguna de nuestras herramientas.
— ¿Cómo es el recorrido del Panda Raid?
— En la carrera no se puede usar GPS. Es con navegación, como se hacía antes. El primer día te dan el Road Book (libro de ruta) y tenés que saber que a 500 metros hay una curva a 320 grados hacia la izquierda. Y con la brújula tenés que ir calculando. Porque en el desierto había lugares en los que tenías tres caminos diferentes para tomar. Y había que saber para donde ir para no perderse. De hecho, nos perdimos varias veces. En un momento parecíamos Los Autos Locos, porque nosotros íbamos para un lado y otro auto volvía a contramano nuestro. ¡Y ninguno de los dos sabía quién estaba haciendo el camino correcto! Cinco Panda para un lado y cinco para el otro. ¿Quien tiene razón? Entonces nos juntábamos todos y definíamos: “Es para allá”. La solidaridad entre cada piloto es espectacular.
— ¿De qué nacionalidades eran los pilotos?
— Había muchos españoles, italianos, holandeses, alemanes, ingleses, portugueses. Había peruanos. Todos que vivían en Europa. Nosotros fuimos los únicos que viajamos desde la Argentina para correr esa carrera.
— ¿Cómo fue la llegada?
— Piel de gallina. Es algo que no podés creer y se hace difícil explicar con palabras. Súper emotivo. Con mi hermano fuimos toda la carrera juntos. Como él fue el que propuso, yo dejé que llegue primero. Y el abrazo posterior fue emocionante. Porque lo logramos, porque teníamos la bandera argentina, porque fue después de la pandemia, porque el hecho de haber llegado significaba el objetivo cumplido de lograr los 3000 kilómetros que se iban a traducir en materiales para construir el merendero. Muchas emociones juntas. Pasaron cinco años para estar ahí…
— ¿Y el regreso?
— Lo loco es eso. La carrera tiene 3000 kms. Y desde que salimos de Andorra, sumando la carrera y volvimos, hicimos 6200 kilómetros totales. Lo mejor fue volver con el coche todo roto. Pero lo más lindo es mostrar el proceso. Del auto comprado sin ruedas a completar 3000 kilómetros de competencia en el desierto.
— ¿Qué te moviliza a afrontar estos desafíos?
— Yo llevo corridos más de 25.000 kilómetros y donados más de 55 millones de pesos. Y cuando terminás estas carreras, pensás en lo que vas a construir. Entonces, ¡qué lindo queda saber que nadie te pregunta cómo saliste! Porque está claro que yo junto kilómetros. Los que me preguntaron cómo salí, mi respuesta fue: “Terminé”. Y yo me siento el campeón del mundo, porque al poder hacer todos los kilómetros fue juntar la mayor cantidad de donaciones que se podían en esa carrera. Más no se podían hacer. Las empresas que apoyaron esto, que hicieron un esfuerzo inmenso, también estaban felices. Y ahora también armé otra movida: por cada persona nueva que me siga en Instagram, una empresa dona 10 ladrillos.
— ¿Esto es algo aislado o a partir de ahora también harás carreras en auto?
— La realidad es que el correr tiene un vencimiento. Cada año que pasa me cuesta más la recuperación de una carrera. A fines de febrero vuelvo a correr 250 kilómetros en el desierto de Perú. Otra vez corriendo. Pero vengo de dos años de parate por la pandemia. Si bien me entrené, para este tipo de carreras eso es una eternidad. Por eso es que estoy pensando qué modalidades alternativas puedo utilizar para seguir propagando el mensaje de Superarse es ganar.
— ¿Sabés en qué puesto terminaron?
— ¡No tengo idea! Me tengo que fijar. Lo que sé es que el mejor día, que fue un récord para nosotros, de 320 autos llegamos en el puesto 155, después de hacer la de Pierre Nodoyuna (compañero del perro Patán en el dibujito animado “Los Autos Locos”) y perdernos por el camino. Pero es parte del aprendizaje y de lo anecdótico de armar un proyecto emotivo, y de ser el primer argentino en hacerlo. La organización estaba feliz porque nunca en la historia de la carrera había habido un proyecto solidario tan grande como el que emprendimos en esta edición.
— ¿Qué aprendiste en este nuevo desafío?
— Ratifiqué lo que pienso desde el primer día: se puede hacer cualquier cosa que te propongas. De hecho, este proyecto comenzó en 2017. ¡Pasaron cinco años! Y lo concretamos. Muchas veces uno arma un proyecto y a los dos meses larga todo. Acá pasamos falta de cupo, gestiones, pandemia, problemas, soluciones. Es el famoso: “Disfrutar el camino”. Se fueron abriendo puertas y se convirtió en una experiencia increíble.
— Y además, con tu hermano…
— Ni hablar. De hecho, apenas volvimos de la experiencia ya nos prometimos hacer algo similar los cuatro hermanos juntos. Los autos ya los tenemos. Yo soy el más grande, después viene Esteban, Fede y Nico, que es el menor.
— ¿Para cuándo la planifican?
— A lo mejor para 2025. El entusiasmo crece día a día. Mi viejo trabajó en Ford, con lo cual tenemos un vínculo con los autos desde que éramos chiquitos. Somos fierreros. Y esto, sinceramente es una experiencia de vivir un Dakar económico. Hemos subido montañas que con mi camioneta 4x4 ni me animo. ¿Sabés lo que son esas montañas del Sahara con esa bolita? ¡No nos quedamos nunca encajados! Sí hemos parado a ayudar a otros, que es la parte más linda porque después te encontrás en el campamento y te abrazan, te agradecen. Esa cofradía es espectacular.
— ¿Qué otra historia te sorprendió?
— Uno había ido porque le fallecieron los padres en un accidente de auto, y fue para enfrentar ese accidente encarando este desafío. O la historia de ese padre e hijo que te contaba, que compartieron esa vivencia codo a codo. O, entre tanto hombre, dos mujeres haciendo equipo como piloto y copiloto, que no es tan habitual.
— ¿Qué otra anécdota destacás?
— Una vez llegamos con el caño de escape roto. En el medio del desierto, levanto el asiento mío y abajo había una percha, de esas de alambre. Con esa percha enrosqué el caño de escape a la parte baja del auto para no perderlo, y así llegamos al campamento. ¡Y la percha no tengo idea de dónde apareció! Cuando llegamos, los mecánicos nos decían: “Esto lo hizo alguien que sabe”. Y nosotros no teníamos ni idea. Agarramos la percha, la estiramos toda y enganchamos el caño como si fuera un matambre. Y el hombre nos decía que estaba perfecto lo que habíamos hecho. Y pasa por ahí: en el momento, en el medio del desierto, hay que solucionar. Hay que superarse y ganar. Y eso es todos los días. Dormir tirado en una bolsa de dormir, levantarte y hacer 10 horas de corrido en el Pandita ese. Si se rompe algo, repararlo. Si se pincha una rueda, cambiarla. Y seguís, seguís, seguís.
— ¿De dónde sale la energía cuando ya no daban más?
— De ese entusiasmo adicional, que mucha gente no entiende y que es mi combustible, que es saber que cada kilómetro superado se transforma en una donación. El auto no se puede quedar porque estás en el desierto. Pero, además, cada kilómetro que pasa en el cuentakilómetros, vos soñás con un merendero más grande. O con que le vamos a llevar leche y galletitas a los chicos durante seis meses. O zapatillas para un colegio. Que tiene mucho más valor que donar dinero.
— ¿Qué te impulsa a hacer esto?
— Que llevo un mensaje. Hasta aquí he logrado reunir para donar más de 55 millones de pesos y no tengo casa propia. Entonces, si alguien dice que algo no se puede, yo le pregunto: ¿Qué es lo que no se puede? A tu medida, hacé lo que sientas y puedas hacer. Si yo quiero correr un Dakar, no voy a poder. No tengo 300.000 dólares para subirme a un auto de Dakar. Ahora, ¿mirá lo que encontré? Yo siento que corrí mi Dakar. A mi medida. Y terminé los 3000 kilómetros y me volví hasta Andorra con el auto. Lo dejé en Barcelona el auto y me siento el campeón del mundo de mi proyecto. La misión nunca fue ganar la carrera. Pero mi misión se cumplió.
— Para eso hay que tener bien claro el propósito…
— Por supuesto. Porque cuando vos tenés claro tu propósito no te confundís. Nosotros íbamos con nuestro Pandita, y nos pasaban como si nada. Pero yo no podía acelerar y correr a la par de ellos, porque no podía romper el Panda. Cada noche, en el campamento, había 10 autos que estaban cambiando el motor entero de sus autos. Pero eso salía, a lo mejor, 1500 euros. Y no podía gastar ese dinero, porque lo perdía de las donaciones. Mi propósito era otro. Eso es lo difícil que nos pasa en la vida. ¿Cuál es el primer problema de una maratón? La largada. Porque ahí todos largan a los piques. Y si tenés un ritmo lento, te prendés a un ritmo que no es el tuyo y a los dos kilómetros estás ahogado. Y la pasás mal. Lo difícil es saber largar al ritmo propio y respetarlo, ni más ni menos. Con el auto pasaba exactamente lo mismo. Todos los días les daba una charla a mis compañeros de ruta y les decía que había que ser conscientes de que para nosotros ganar la carrera era llegar. Y es complicado porque te agarra el amor propio y te pasaba cada Pandita que estaba peor que el nuestro. Ahí es cuando hay que entender: ¿cuál es tu carrera? Corré tu carrera. Y ganala.
— ¿Cuántos merenderos apadrinás?
— Hasta ahora son cuatro. Y este es el tercero que construyo. Van apareciendo, voy colaborando y luego hay que construirlo porque hasta que esa obra no se hace dan la merienda a la intemperie.
— ¿Nunca te tentaron desde la política?
— Aparecen. No digo que nunca haré política, porque te pica esto de poder cambiar algo. Pero mientras pueda, ayudaré desde afuera de la política. Si alguien me ayuda, se agradece. Porque trabajar en equipo está buenísimo. Pero así me siento más libre. No le debo nada a nadie.
— ¿Qué otras cosas hacés para ayudar?
— El sábado que pasó hicimos “Un kilómetro, una sonrisa”, que es el nombre de la ONG. Es un proyecto que tengo con varios colegios. Los chicos mandan a hacer las remeras, las venden y con lo que recaudan ayudamos a un merendero, a una escuelita. Esta escuela ahora va a mejorar una plaza. Entonces ahí no dependemos de nadie. Lo hace el mismo colegio, los padres, se genera conciencia y toman valor de lo logrado. Y es un proyecto de ellos: ellos hacen las remeras, las venden y eligen a quién ayudar con ese dinero. Que es totalmente diferente a cuando uno quizás va y pide: “Me das una mano para ayudar a tal”. Está bueno eso, Pero si a vos te nace, armemos el proyecto. Todo se puede hacer.
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