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Reutemann íntimo: su debut asombroso, el afecto por Villeneuve y lo que pensaba de Niki Lauda y Alan Jones
La pole que marcó en 1972 con Brabham y enloqueció al público y su relación con otros pilotos
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Una pieza del inolvidable Alfredo Parga, periodista de LA NACION especializado en automovilismo que siguió la campaña de muchos pilotos, entre ellos, Carlos Reutemann. Aquí, una nota evocativa a 30 años de su debut y que publicó este diario en 2002. Con frases muy sustanciosas sobre lo que era la categoría, los pilotos “honestos”, y los que no consideraba como tales. Un Lole directo y sin anestesia
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Carlos Reutemann sabía unas cuantas cosas la tarde del sábado 22 de enero de 1972, en el Autódromo Municipal de Buenos Aires, cuando movía el BT 34. Una jornada que, ahora, a 30 años de aquella incursión en la Fórmula 1, merece hacer un repaso del debut del piloto argentino en la máxima categoría.
Reutemann sabía que para hacer el 1 tenía que ser más rápido con su auto que otros que eran más rápidos que el suyo. Sabía que la cuestión era dar una vuelta perfecta. Sabía que aquel circuito tenía muy poco que ver con el que había dejado un año antes.
“Modificaban la horquilla corta. Nunca entendí qué cosa se proponían hacer. Si buscaban otra seguridad. O si se trataba de un ingreso más desahogado... No sé... La cuestión era que con las modificaciones, el dibujo era otro y los cálculos viejos no servían. Lo único que a mí me servía era las anotaciones de cuando había corrido el Brabham que el sueco Bonnier le alquilaba al Automóvil Club. ¡Mire qué tiempo diferente! ¡Coches de Fórmula 1 en alquiler!”
Reutemann se aproximaba a un punto rojo que lo convocaba para una brevísima amistad. Para tirar juntos unos metros. Reutemann aproximaba su máquina; se soldaba a la Ferrari de Jackie Ickx, un exquisito en ese asunto de tratar la caja. Un muchacho de buena cuna. Un piloto señalado por el “viejo” Ferrari.
El blanco Brabham parecía ser la sombra del coche rojo al encarar el desahogo de la última curva. Allí, como un relámpago, acunado por el desplazamiento de la onda del viento que hace maravillas con los coches de carrera, sentía que el Brabham penetraba la inmensidad de la recta principal. Como un proyectil.
Un toque al volante para apartarse, separándose de la joya de Maranello. Como catapultado, el Brabham se alejaba camino del curvón que esperaba allá abajo, al fondo.
Echaba una mirada al cuentavueltas. La fina aguja negra se encaramaba a la derecha. Sorteaba el ángulo superior y se acostaba trepándose mientras se inclinaba. 10.200, 10.300, 10.400 vueltas...
“Cuando la aguja marcó 10.400 vueltas, empecé a buscar el viraje hacia la derecha, apuntándole a Ascari. Supe que había hecho el tiempo. Para lo que faltaba recorrer necesitaba tener la suerte de encontrar un rezagado. Eso. Y no hacer macanas...”
Estallaría el tremendo bochinche de una muchedumbre enloquecida por la buena nueva. ¿No se fragmentaba entonces la pureza de un asombrado cielo azul que techaba una tarde de gloria?
¡Reutemann, el novato, primero! ¡Adelante de todos!
Siempre habrá retos que los auténticamente grandes les suelten a la teoría arrinconándola contra la pared para someterla. Aquel fue uno de esos momentos. La teoría quedaba con los cachetes colorados de vergüenza porque un muchacho estudioso que perseguía un lugar al sol ganaba la primera clasificación que disputaba en Fórmula 1. Postergando al campeón, nada menos.
En la continuidad del fin de semana, otros pedazos de una historia especial. El campeón alarmado que le pedía al viejo Tyrrell le cediera al motor y la caja de la máquina de su compañero Cevert. Extraño porque el francés quedaba a casi 1s de Reutemann...
Después aquel momento sublime. La salida. El Brabham adelante en la primera jugada del GP. El Tyrrell de Stewart moviéndose torpemente hasta colocar la segunda marcha. Después...
Al curvón entraba primero el Tyrrell. A las 7 vueltas, las cubiertas traseras del coche de Reutemann dejaban de agarrarse al piso. Cevert abandonaría por rotura de caja, a 36 vueltas del final. Con el cambio de caucho, Reutemann caía al 14º puesto para remontar hasta el final al 7º lugar.
¿Servía? Sí. Sería la primera página de una historia que en diez años, nunca iba a saber de excusas, lamentos o protestas. Por eso, cuando en 1982 Reutemann dejaba de correr, la categoría perdía un caballero. Un tipo chapado a la antigua, apenas. ¿Importaba?
Recuerdos sin reproches
Un ejercicio de imaginación. Pregunto.
–Si no fallaban las cubiertas, ¿podía ganar?
–Los “pudo”, los “hubiera”, los “tal vez” no sirven. Yo terminé 7º. esa es la realidad. Y nada puede cambiarla.
–El sábado por la noche, ¿pensaba que la cosa no sería tan difícil?
–Eso sí que habría sido suicida. No hay nada más difícil que la Fórmula 1. La de antes, la de ahora. En una de ésas, la de mañana... No soy adivino.
–¿Manejaba tan bien Stewart como se decía?
–En las siete vueltas que el BT 34 estuvo atrás, presencié desde la mejor platea un brillante curso de conducción deportiva. El hombre y la máquina en una masa armónicamente soldada.
–El lunes de la carrera, repasándola, ¿se reprochó algo?
–No. Para llorar hay que ir al cementerio. Las cosas tenían que salir como salieron. Sería un tonto si me reprochara alguna cosa de esa carrera. De todos modos, ¿qué historia habría podido cambiar?
–¿Algún compañero de equipo honesto?
–Gilles Villeneuve.
–¿Lo contrario?
–Niki Lauda y Alan Jones.
–¿Todavía le interesan las carreras?
–Sí. Pero la vida hoy me plantea otros problemas; el país tiene otras necesidades. Otras angustias. Ahí tenemos que ubicar todos nuestros sentidos. Nadie tiene que hacerse el desentendido.
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