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Germán Chiaraviglio nunca se rinde: de aquel campeón mundial juvenil al luchador que afronta un nuevo desafío en las alturas
Con 35 años, y luego de varios golpazos por lesiones y hasta por el Covid que lo marginó de Tokio 2020, el garrochista compite hoy en el Mundial de Eugene, en Oregon
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El mejor saltador con garrocha argentino de todos los tiempos, Germán Chiaraviglio, está a punto de enfrentarse a 5,75 metros de altura. Si tuviese un edificio delante, caería en el segundo piso. Enfrente, en cambio, tiene una vara horizontal que superar y en sus manos esgrime una garrocha de 5 metros de largo. Se posiciona en el pasillo de salto a 41 metros de distancia de la colchoneta que lo va a recibir. Ni uno más ni uno menos. Sabe que hará 18 zancadas para llegar hasta el momento en que despegue de la tierra y se catapulte al cielo.
Todas las miradas del estadio están puestas en él cuando, de repente, se lanza a correr. “Vamos, rompo la inercia, voy liviano”, se dice a sí mismo. Uno, dos, tres, ya van seis pasos de la carrera. “Levantá las rodillas, eso, arriba, amplio, suelto”. Se acerca a la colchoneta ganando velocidad, es el último tramo, “¡Ahora aumentá la frecuencia! No gana el que llega antes, sino el que llega más acelerado”. Clava la garrocha en el cajón que hay en el piso, el último de sus 18 pasos lo hace con el pie derecho y despega hacía las nubes: “Ahí es donde más duele”.
Los músculos de la espalda, de los hombros, son los más castigados mientras el cuerpo se pone vertical cabeza abajo. “Tengo que ser una sola línea rígida empujando hacia adelante y hacía arriba”. Se flexiona la garrocha que parece a punto de quebrase. “Ahora levanto las piernas y dejo caer la cabeza, soy como un látigo, me quedo duro esperando que la garrocha me devuelva toda su la energía”. Siente lo que pasa en su elemento de cinco metros, si se dobla bien o mal, cómo trabajan la fibra de vidrio y el carbono, que de golpe se aceleran. “Ahí tengo que estar en la posición justa para que me eleve”. Su cuerpo de 1,95 m de altura se contornea sobre la vara horizontal, “y empujo con la mano izquierda hasta el último instante”.
Esa larga escena duró en realidad siete segundos. Ahora ya cae del segundo piso hacia una colchoneta de 80 cm de espesor y mientras flota en el aire, Germán Chiaraviglio festeja el mejor salto de su vida. Con el que luego de casi una década supera al pibe campeón del mundo que el mismo fue. Germán mira al cielo del cual acaba de caer, estira los brazos y celebra su resurrección.
Pekín, China, año 2006. El Mundial de Atletismo Sub 20 recibe las mayores promesas mundiales del deporte. En el salto con garrocha, el llamado a dominar la disciplina la próxima década proviene de un país extraño, muy lejos de las potencias de este deporte. Desde el sur del hemisferio sur, pisa fuerte un apellido: Chiaraviglio. Primero fue campeón del mundo Sub 18. Luego, con dos años menos que el resto, asustó a todos los Sub 20 en Grosseto, Italia, al ganar la medalla plateada. Ahora llega a Pekín en la plenitud de su edad para la categoría. Y es implacable.
En la capital de gigante asiático, 5,71 metros lo elevan por encima del resto. Germán Chiaraviglio se consagra campeón del mundo Sub 20 y el planeta del atletismo se rinde a sus pies. Lo saturan de entrevistas, lo declaran el mejor de todos los deportistas, le otorgan el Olimpia de Oro. Ahora sólo tiene que cumplir con su destino: ganar siempre, saltar cada vez más alto, ser campeón olímpico.
-¿Si pudieras viajar al pasado y decirle algo a ese pibe, qué le dirías Germán?
-Que disfrute un poco más todo lo que está sucediendo. Que se frene y se permita vivir esas experiencias tan lindas porque se van a terminar muy rápido.
Llega a su primer Juego Olímpico, es el año 2008 y nuevamente lo recibe Pekín. Germán tiene 24 años y es el momento de cumplir con las expectativas de todos. Pero no pasa de la ronda clasificatoria, en tres intentos no supera los 5,30 m una marca que hacía en cualquier entrenamiento sin transpirar demasiado. Así lo sentía el santafesino: “Fue un mal resultado. Llegaba a Pekín con incertidumbre, con un desgarro dos meses antes y con falta de confianza”.
En los Juegos de Londres 2012 el apellido Chiaraviglio ya no sonaba por ningún lado. Quizás algún memorioso aportaba que fue un chico que prometía, que no logró ni un salto en Pekín, y que parece que anda lesionado.
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“Como madre te puedo dar una lista innumerable de virtudes”, reconoce Miriam: “Pero la verdad es que Germán tiene una gran contracción al trabajo”. Dos intervenciones quirúrgicas en el pie izquierdo de su hijo, largas y agotadoras recuperaciones que nunca terminaban de dar el resultado deseado. Años y años intentando volver al nivel que tuvo, o al menos saltar sin dolor. “Por lo exigente que soy, nunca me hubiese perdonado abandonar sin haberlo intentado hasta el final”, admite el medallista de plata panamericano: “Sí me sentí muy mal, y por épocas no tenía ni ganas de entrenar, pero ese era mi límite: no abandonar”.
El tiempo de la recuperación pasa lento, como aguas de arroyo santafesino. Germán va trotando suave por la costanera, observa el ancho Paraná. Lleva los auriculares puestos. “Es que ella tiene un bombón asesino… Se sabe un bombón bien latino… Es que es un bombón suculento… Con ese bombón casamiento”, suenan fuerte los Palmeras.
“Es una falta de respeto si me comparás con Caro [Lozano, atleta argentina y concertista de piano]”, se ríe Germán: “Lo mío con el teclado es acompañamiento, más que nada con la cumbia santafesina”.
Un escenario en su ciudad, con Los Palmeras haciendo bailar la multitud. Abajo Chiaraviglio se destaca por su cabeza a casi dos metros del suelo. Desde arriba lo ve Marcos Camino, el líder de la banda, y lo hace subir al escenario. “No, no”, se sonroja. “La verdad que nunca me animé a cantar con ellos”. Mientras el “Bombón” retumba las paredes.
Germán continúa su trote de recuperación bordeando el río. Piensa en la pesca, espera tirar la caña ese fin de semana con sus amigos de la primaria, los de siempre. “Bueno en sí no soy un gran pescador” reconoce: “Pero cuando vamos a la isla yo me encargo de todo: prendo el fuego, cebo mate… y mi especialidad, armar la picada”.
El Paraná continuó bajando en su barrosa profundidad, las lesiones fueron curando, la confianza creció remontando el río. “En el 2015 hice un clic y volví a disfrutar de la garrocha”, recuerda el año en que, primero se convirtió en campeón sudamericano: “Me saqué mochilas de expectativas externas que había cargado y dejé de luchar contra mi pasado”. Y luego en subcampeón panamericano, con el salto que se despliega al comienzo de esta historia. “En sí no llegó de un momento para otro, fue una transición a partir del 2014, me ayudó mi familia, mi psicólogo, Marcelo Márquez (con el cual aún continúa trabajando). Empecé a disfrutar los entrenamientos, los campeonatos argentinos (que antes parecía estar obligado a ganar). Ese fue el clic: asumir mis defectos, que no soy el atleta perfecto”.
El 2015 terminaría con Chiaraviglio accediendo a la final del Mundial de Atletismo. ¿Dónde? en Pekín, ciudad en la cual ha tocado el cielo y el fondo. “La confianza fue el factor principal, es un intangible, muy difícil de cuantificar”, explica Germán: “Se logra acercándote a elementos que te dan tranquilidad, haciendo un laburo con tu equipo, en el entrenamiento mental. Es el motorcito interno”.
Año 2016. El mundo del deporte mira a Río de Janeiro, los Juegos encienden su llama en la ciudad maravillosa y Germán prende fuego la garrocha para elevarse hasta la final olímpica. 5,70 metros, casi el mejor salto de su vida lo deja, en su segundo Juego Olímpico, en el 11º puesto. Chiaraviglio estaba de regreso y se había elevado por arriba de toda la presión.
Pudo festejar con su familia en la tribuna, su mamá Miriam, su papá Guillermo. Fue él quien le apoyaba entre dos sillas una varilla para que la saltara con un palo de escoba. El padre de Germán incentivó a sus tres hijos (Valeria y Guillermo Jr. los otros) a que volaran hacia arriba garrocha en mano. No sólo fue atleta y entrenador nacional: también fue el primero en preparar a Germán: “Hacer esos movimientos tan raros en el aire con el cuerpo” recuerda su hijo, “para caer de grandes alturas, con un palo que se dobla. Eso, de chico, me parecía una acrobacia”.
Mediados de marzo del 2020. En Argentina el coronavirus aún era algo inentendible y nadie dudaba de que los Juegos de Tokio se realizarían con normalidad, con Germán llegando en forma plena; en ese momento, Guillermo padre, con 63 años, fallece de un paro cardiorespiratorio.
“Se dio vuelta todo, fue muy duro”, recuerda su hijo: “Sentí mucha tristeza pero también la esperanza de quedarme con los momentos lindos compartidos”. El misterio de la muerte es un enigma que cada persona intenta resolver a su manera: “Yo no soy muy creyente, no le tengo miedo a la muerte. Y la verdad que tampoco soy muy espiritual”.
Llegaría en el 2021 el Campeonato Sudamericano y Germán, para convertirse en campeón, saltaría una vara a 5,55 metros de altura. Al pasarla la rozó con su cuerpo, la vara se movió, se movió, se movió… y no se cayó. “Sí, esa vez miré a la tribuna y nos dimos cuenta… esa vez el viejo la sostuvo”.
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Llegarían los Juego de Tokio 2020 más un año, y allí estaría Germán esperando su gran oportunidad. Sin embargo, el virus que pospuso (por primera vez en la historia) un Juego Olímpico también postergó el sueño de Chiaraviglio de elevarse a lo más alto. Dio positivo de Covid y quedó fuera de competencia sin haber llegado a doblar una garrocha.
Ahora sí, está a punto de competir en el Mundial de Atletismo de Oregon. El cuatro veces campeón iberoamericano es todo un señor deportista. “Bueno, para mí sigue siendo un nene”, aclara Miriam: “Cuando puede se da su permitido y se toma la leche con alfajores como a la salida de la escuela o se tira en el piso con sus sobrinos a armar casitas”. Y aclara: “Todo lo que Germán visualiza y se propone lo logra. Por ejemplo, si algún día quisiera ser músico, seguro lo va a conseguir”, ya entre risas. “Además, estaría en su salsa, al teclado de la cumbia santafesina”.
Su hijo, junto con Pía, su pareja, le sumaron una nieta más a Miriam. Hace un año y medio nació Ámbar y si bien Germán asegura que no sería entrenador como su padre, también reconoce que si su hija algún día se lo pide, “bueno, ahí lo tendríamos que charlar”. Mientras, al padre olímpico lo entrena desde finales del año pasado Javier Benítez, adversario en las pistas y amigo de siempre. “Me sorprendió la llamada de Germán, pero no dude en decirle que sí”, admite Benítez: “Si bien lo conozco de toda la vida, ahora en el día a día descubro su profesionalismo, su dedicación plena detrás de un objetivo”.
“Tiene una madurez y una seriedad para entrenar que nunca le vi a nadie, y conozco a muchos”, agrega Javier: “Desde el entrenamiento invisible hasta su vida emocional. Aunque esté grande deportivamente, siempre quiere superarse”.
“Le tengo que agradecer a Javier que aceptó acompañar a un viejo mañoso”, sonríe Germán. Llegan juntos al tercer Juego Olímpico de Chiaraviglio. El nene que saltaba sillas con un palo de escoba está ahora mucho más liviano. Ya no le pesan tanto del cuello sus medallas de campeón del mundo: las pudo guardar en un cajón, para saltar sin equipaje.
“Que me haya ido bien de chico, que me haya acostumbrado a ganar, me hizo entrar en una realidad que no es la habitual”, analiza Germán: “En el deporte se pierde más de lo que se gana. Y cuando me llegó el golpe de no ganar, de entender que no era siempre así, me costó mucho”.
“Pero soy una persona que prefiere ver siempre el vaso medio lleno”, y explica: “Si no ganaba de chico y también me lesionaba, no hubiese tenido ese pasado como motivación. Lo que al principio fue un ancla lo pude convertir en una escalera. Como pensar: si yo logré todo eso, lo puedo repetir”.
Germán volverá a realizar, en siete segundos, esas acrobacias que lo sorprendían de chico. Buscará llegar este viernes, desde las 21.05 de la Argentina, lo más cerca posible del cielo de Oregon. Y si acaso en su mejor salto, su cuerpo tocase la vara, no importa cuando tambalee: confía en que desde algún lugar harán fuerza para que no caiga.
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