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Eulalio “Coco” Muñoz, en Tokio 2020: el viaje del maratonista rumbo a Oriente desde lo más profundo de la Patagonia
La historia de vida de un atleta que se inició el pueblo chubutense en Gualjaina, se afincó en Esquel y redobló esfuerzos para llegar a la máxima cita, su sueño desde chico
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Un camino perdido en la Patagonia, tres hermanos que lo recorren desde el campo donde viven hasta el pueblito más cercano. Son 13 kilómetros de ida. Para ir a la escuela, para comprar pan, para mandar una carta, 13 kilómetros. El más chico tiene 5 años, un tranco corto y lo apodan Coco. Los grandes se le adelantan, Coco grita para que lo esperen, grita con fuerza, llora. No le hacen caso, su única alternativa es correr.
Once mil kilómetros de distancia y dos décadas más tarde aparece un puente futurista, distinguido, apabullante, sobre las aguas de la Ciudad de las Ciencias, un orgullo de España. Son los últimos metros de la maratón de Valencia 2019, el moderno arco de llegada marca 2 horas 11 minutos 13 segundos, 14 segundos, 15… Cuando llegue a 30, quienes no hayan cruzado bajo su sombra no podrán acceder al mayor sueño de un atleta: los Juegos Olímpicos. Como una sentencia grabada en líneas de led, avanzan implacables, 16, 17, 18. Coco ve el reloj, el tiempo se escapa, 19, 20, 21, su única alternativa es correr, más rápido.
“Cuando hice la marca en Valencia llegué con malas palabras”, admite Eulalio “Coco” Muñoz, “no está bien, no soy de decirlas. Pero me salió eso”. Ese día le ganó al reloj por 7 segundos, detuvo la sentencia del led en 2h11m23s y se metió en el bolsillo el pasaje a Tokio 2020. Entonces toda la furia explotó en gritos. Fue el tercer intento por conseguir la marca olímpica, el segundo viaje a Europa y muchísimos kilómetros corriendo con un solo objetivo. Sin embargo, antes de esa foto victoriosa hubo un club de pueblo que desapareció, un nene que no quería ser gordito y vivía en una casa sin televisión: “Iba hasta lo de mi vecina para poder ver los Juegos Olímpicos”.
Sin televisión, ni ducha, ni colchón. “Vivíamos en una casita de mi abuela. Para mí era normal bañarme en un fuentón o dormir sobre el cuero de un chivo, no nos dábamos cuenta que faltaban esas cosas”, recuerda Coco sin lamentarse, “obvio, cuando las tenés notás la diferencia”.
En el campo le llegó el llamado a la escuela primaria, aunque no lo escuchaba muy seguido; la verdad, iba poco. “Mis papás me intentaron mandar”, reconoce Coco, “pero prefería quedarme ayudando con los animales. Teníamos chivas, ovejas, caballos; juntaba los huevos de las gallinas, arreaba las ovejas, desenterraba las papas de la quinta, marcábamos con pintura las chivas”.
Fue entonces que a sus 8 años dejaron el campo y se fueron a la gran ciudad. Bueno, no una ciudad tan grande, solo era un radio de diez cuadras de largo por dos de ancho; el pueblo de Gualjaina, en Chubut, es una lonjita de casas recostadas sobre el río Leca. Ya sin animales ni huerta se acabaron las excusas para faltar. “El primer día en la escuela no entendía nada, por suerte una compañera me copió todo lo que había en el pizarrón”, recuerda Coco, que al poco tiempo empezó a hacer solo la tarea y también a sumarse en cuanto picado de fútbol aparecía. “Mi hermano, Albino, me incentivaba a que jugara, a que practicara deportes”, cuenta Coco que así empezó a correr, detrás de una pelota. “Coco era muy habilidoso, incluso con 8 años ya jugaba con los grandes, tiraba caños, chilenas, se corría todo”, relata Albino, su hermano cuatro años mayor, “Coco era gordito y el flaco era yo, ahora es al revés”, larga la carcajada.
“Pero ya en esa época le gustaba mucho correr, él no quería ser gordito”, continua Albino. “Quería tener los cuadraditos marcados en la panza. Bueno, ahora lo logró, tiene cuadraditos y todo”, vuelve a reírse con mezcla de orgullo. Pero al joven futbolista, que soñaba con ser como Maradona, el destino le cortó las piernas. Jugaba en el Club Social, Deportivo y Cultural Gualjaina cuando la entidad cerró y se acabó el futbol. Otra vez, su única alternativa fue correr.
La cooperadora de la escuela organizó una carrera y en la lista de inscriptos asomaba un nombre: Eulalio Muñoz, Coco para los amigos. Ahí estaba, pantalón de fútbol, zapatillas Topper con más remiendos que suela y remera de algodón. También estaba Albino, que si bien su tarea era encargarse del sonido del evento, no se aguantó, pidió prestada la bicicleta de un vecino, “en esa época todavía no tenía una mía”, y se alistó para seguir a su hermano en el debut; le fuera como le fuera.
Y le fue bien: “Como le sacó mucha ventaja al segundo pensamos: tiene que ser corredor”, recuerda Albino y agrega: “El siempre soñaba con salir de Gualjaina haciendo deporte, conocer otros pueblos, incluso otras provincias”. En efecto, el primer viaje fue a Esquel, eso sí era “la gran ciudad”. Pasar de mil habitantes a 30 mil, de participar en la carrera a beneficio de su escuela a largar la Media Maratón al Paraíso, una de las más importantes de la Patagonia. En esa carrera formaron parte 3000 corredores, tres veces la población de Gualjaina.
Se impuso en la categoría y principalmente ganó confianza, pero quería seguir mejorando. Sin embargo, para crecer debía irse a vivir a Esquel a entrenarse con los mejores. “Mi mamá no quería que Coco se fuera de casa, porque con 17 años era muy chiquito”, relata Albino. “Yo tuve que convencerla. Los primeros meses le enviaba mi sueldo, no era mucho, pero para algo le iba a servir”.
Instalado en Esquel, Coco empezaba el día 5.30, se entrenaba, luego iba a la escuela y después unas horas al trabajo, donde también le otorgaron una beca. Sumaba mil pesos, 400 para pagar la pensión, con el resto podía comer bien y listo. Comenzó a entrenarse con Rodrigo Peláez. “Yo lo admiraba, él entrenaba a Karina Neipán, a Darío “Lalo” Ríos”, reconoce Coco. Y el mismo Peláez le consiguió su primer sponsor, con lo que comenzaba su camino hacia el profesionalismo.
Lo presentó en la verdulería y frutería “Los Mendocinos” como un atleta con proyección. Diego Aldaz, dueño del establecimiento, apostó por el futuro de Muñoz y cerró el convenio. “Me daba cuatro frutas por día”, detalla Coco. “Podía elegir las que quería y me servían para el entrenamiento de la tarde, al que solía llegar bastante cansado y con hambre”. Hoy puede vivir del atletismo: “pero nunca lo olvido, Diego fue el primero y todavía seguimos en contacto”.
A los tres meses de estar en Esquel internaron a su papá, de quien había heredado no solo el apellido, también el nombre. Coco estaba convocado para su primer Campeonato Nacional de Pista. “Además iba a ser mi primer viaje en avión, porque la carrera era en Buenos Aires”. Eulalio padre le dice “que vaya m’hijo, que si se comprometió tiene que correr”.
“Por suerte gané la carrera, eso fue lindo, pero también feo porque papá había quedado internado”. Regresó siendo campeón nacional, faltaban dos días para cumplir 18 años… “pero papá falleció. Fue el día más triste de mi vida”, se lamenta.
A partir de ahí, no importa en qué puesto finalice una carrera o en qué ciudad esté el arco de llegada, siempre cruzará la línea y elevará la mirada tirando un beso al cielo. “Van todas dedicadas a él”.
* * *
“Creo que las limitaciones y obstáculos que se presentan en la vida, si uno los sabe atesorar, pueden influenciar a favor en la práctica de un deportista”. Quien habla es Rodrigo Peláez, entrenador de Coco desde hace 8 años. “Más en la maratón, donde durante muchos minutos hay que soportar el cansancio. Coco es resiliente, aguerrido, siempre está en positivo. Nunca se da por vencido, siempre va a perseverar”. Juntos formaron una dupla que suma tantos kilómetros y victorias como anécdotas.
Viajaron 16 horas en un camión Bedford modelo ’68 para correr en Comodoro Rivadavia. “Ahí conocí el mar”, recuerda Coco. Perdieron un avión pensando que con llegar media hora antes era suficiente. Los enviaron en otro avión, pero en vez de aterrizar en Aeroparque lo hicieron en Ezeiza y en el taxi a Buenos Aires se gastaron toda la plata del hospedaje. Fueron a Ámsterdam de paseo pero no tenían un peso, lo único gratis que encontraron fue caminar por el Barrio Rojo. A Rodrigo le pareció buena idea sacarse una foto de recuerdo. “¡Cómo corrimos! ¿Qué iba a saber que no se podía? Nos perseguían unos tipos de seguridad enormes”, recuerda Coco: “Yo venía de hacer la maratón de Rotterdam hacía tres días, pero creo que ahí fui todavía más rápido”.
El viaje a Rotterdam no había sido para tomar fotos, sino para debutar en maratón. “Le había pedido a Rodrigo correr la distancia ya en 2016, pero él me dijo que aún faltaba mucho”, explica el atleta. El momento indicado llegó recién en abril de 2019 y paró el reloj en 2h15m48s, el segundo mejor debut argentino de la historia (solo por detrás de Miguel Barzola) y récord de Chubut. En septiembre de ese año correría la Maratón de Buenos Aires, con 2h12m23s y quedaría a menos de un minuto de la marca olímpica. También veía cómo Joaquín Arbe, su vecino de Esquel, llegaba 400 metros más adelante y marcaba 2h11m02s, clasificándose para Tokio y bajando su récord provincial. En diciembre se fueron a Valencia para sellar las 2h11m23s que abren esta historia y consiguió el pasaje para los Juegos Olímpicos. Pero a este cuento le faltaba su capítulo más sorprendente.
“El récord argentino de maratón está a punto de caer”, el que habla es Antonio Silio y algo sabe del tema, ya que desde 1995 es el dueño de ese récord: 2h09m57s. “Y ojalá caiga en manos de Coco, porque es un atleta que se lo merece”, agrega el mito viviente de las largas distancias, también poseedor de los récords de 5000 y 10.000 metros en pista, 5, 10, 15, 21, 25 y 30 kilómetros en ruta. Transcurre 2020 y Valencia, la tercera ciudad más poblada de España, bañada por las aguas del Mediterráneo, vuelve a recibir a Eulalio Muñoz de Gualjaina, “el campeón del pueblo”.
Largó la maratón que hacía un año le había dado la clasificación a los Juegos, pero ahora todo resultó distinto. Corrió más rápido que nunca, más que cuando sus hermanos los dejaban atrás camino al campo, más rápido que cuando cerraron el club y ganó la carrera de su escuela, más veloz incluso que el año pasado en ese mismo circuito. Y casi, casi más rápido que ningún argentino lo hizo jamás en la historia del atletismo: dos segundos.
El tiempo que lleva leer esta oración, dos segundos. A esa distancia quedó Coco de batir el récord del mito, del gran Antonio Silio. El gordito gambeteador le pegó un amague a la historia del atletismo argentino al marcar 2h09m59s. Cruzó la meta y miró hacia el cielo. Más tarde diría: “Me hubiese gustado compartir este momento con papá”.
* * *
“Cada cual tiene su rol y lo cumple, estamos en la misma sintonía, creo que por eso se lograron los resultados”, explica Rodrigo, su entrenador. Y así lo entiende Coco: “Yo tengo en mi cabeza que tengo que entrenarme y es así, no queda otra, no importa si hace frío o se largó a nevar. Trato de ser profesional, al entrenamiento y al trabajo no puedo faltar. Si yo no me entreno hay otro que se entrena, y acá lo veo pasar por la calle corriendo. Eso le digo a Ariela, mi novia, cuando veo a otro corriendo y yo tengo descanso”.
“Nunca nos imaginamos que podía llegar a unos Juegos Olímpicos”, se sincera Albino, “pero él siempre soñó con llegar a ser alguien en la vida”. Su familia está esperando el momento de la maratón en Tokio; ya es un ritual de los Muñoz: “vienen mis dos hermanos, todos los sobrinos, no falta nadie… y la tele a todo volumen. Ni bien termina lo llamamos, siempre es un llanterío bárbaro”, detalla su hermano. “Cuando corre nos ponemos nerviosos, incluso ahora hablando de él… la verdad me emociono”. El 8 de agosto está la familia citada, nadie se puede perder la maratón olímpica, todos tiene lugar en la casa de la mamá de Coco, Clotilde Barrera.
“Yo sé que mamá no comprende de qué se trata estar en un Juegos Olímpicos”, confiesa Coco “ella no tuvo la suerte de ir a la escuela, pero a medida que ve como todos le dan importancia, entiende que es algo grande”.
Eso grande, que de chico tenía que ir a ver a la casa de la vecina, ahora va a ser parte de su historia. Llega a Japón desde lo más profundo de la Patagonia, desde el frío y el viento, pero nada de eso se le nota en la sonrisa. “Nada es fácil en la vida, pero tiene un sabor más lindo si hay muchos obstáculos y podemos pasarlos”. Por delante aparecen 42 kilómetros, Coco sabe lo que tiene que hacer: su única alternativa es correr.
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