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Braian Toledo: el ilusionista de la jabalina cuyo sueño infinito quedó trunco
"Sé que quiero llegar al infinito". La metáfora de la infinitud acompañó a Braian Toledo desde que tomó por primera vez una jabalina hasta su trágico final a los 26 años. Revés del destino: un lomo de burro provocó que su moto se descontrolara anteanoche en la ruta provincial 40, en Marcos Paz, y que su vida se cortara de cuajo. El deporte argentino lo llora no solo por sus cualidades deportivas, sino también por su calidad humana. Un pibe solidario que encarnó la esperanza del atletismo nacional y cuyos valores ya se convirtieron en un legado para los aspirantes al alto rendimiento.
Su fórmula era tan sencilla como él: mantener la esencia, ser el de siempre. De esa manera le ganó a un futuro que sólo le auguraba privaciones, porque se crió en una casilla de madera sin agua corriente. Pero se sobrepuso a las carencias y hasta llegó a participar dos veces en Juegos Olímpicos (Londres 2012 y Río de Janeiro 2016), y estaba en busca de clasificarse para Tokio 2020. Su camino deportivo le abría nuevos desafíos, con la convicción de que él empezaba a transitar la edad justa para brindar lo más brillante de su repertorio: "De los 26 a los 32 años es la mejor edad del lanzador. En los Juegos Olímpicos París 2024, con 30 años, estaría en el tope. Y después, a remarla con los pibes para que vuelvan a ganarme, como ahora, je. El círculo es así, todo vuelve", le contaba en 2017 a LA NACION.
El 22 de agosto de 2010 fue una fecha clave en la vida Braian: con una marca de 81,78 metros, superó ampliamente los 76,88 del estadounidense Devin Bogert y los 74,23m del letón Intars Isejevs y se consagró campeón de los primeros Juegos Olímpicos de la Juventud, en Singapur. Entonces tenía 16 años. Aquella medalla dorada fue un pasaje a la ilusión para el atletismo argentino, siempre lejano a la elite internacional. Empezaba a consolidarse un proyecto concreto, con bases sólidas. Una de esas joyas que aparecen de tanto en tanto en nuestro medio. Un milagro.
Distintas contingencias retrasaron su definitiva explosión internacional, dentro de un universo deportivo hipercompetitivo. En enero había regresado a las prácticas tras varias semanas con muletas y a siete meses de una operación por la rotura de cuatro ligamentos del tobillo derecho. Más allá de la adversidad, mostraba una actitud optimista: "Traté de ponerme positivo. Mi reflexión es que por algo pasó, algo tengo que aprender. Y por eso intento sacar el mayor aprendizaje para mañana ser una mejor persona y un mejor deportista".
Finlandia fue la tierra que eligió durante algunos lapsos de su carrera para pulir su técnica y actualizarse. "Me fui para allá porque me cansé de que me ganaran siempre. Es sentir que estás ahí, pero que faltan siempre cinco para el peso. La Argentina me dio muchísimo, mi ex entrenador Gustavo Osorio también, pero justamente la jabalina crece en Europa. Me pregunté qué pasaba si conseguía lo que necesitaba tener para ser mejor", decía, en referencia al pueblo nevado de Kuortane y a las enseñanzas que periódicamente le impartía allí su preparador finlandés, Kari Ihalainen.
Mientras se entrenaba para seguir apuntándole al infinito, profundizaba su fuerte rasgo solidario. Era embajador del proyecto de la empresa Weber Saint Gobain. Había empezado en su barrio ayudando a la ONG Arriba los Pibes –funciona un merendero que da de comer a 90 chicos y brinda talleres laborales y educativos–, luego siguió con Los Pepitos –un merendero para 120 niños– en Merlo y, sin dejar de ayudar a los otros dos, terminó el 2019 en una sociedad de fomento ubicada en la rotonda de La Plata, convocando a distintas empresas para mejorar la realidad de un club de barrio al que asisten 400 chicos.
Lejos de abandonar su causa, ya tenía otro proyecto de beneficencia, mucho más ambicioso: "Es un merendero que habría que levantar casi desde cero. Hoy dan de comer en una mesita, bajo un árbol. Tienen muy poco. Estamos viendo cómo llevarlo a cabo", se ilusionaba.
El hambre, pero el hambre como carencia desesperante y fundamental, marcó a fuego sus primeros años de vida: "Antes mis sueños eran comer un helado, una milanesa o una pizza. Qué loca es la vida, porque esos siguen siendo los sueños de muchos pibes. Cuando sos chico no tenés en claro qué es lo que te falta", le confesaba hace un tiempo Braian al sitio Enganche.com.
Su madre, Rosa, formoseña, representó su principal sostén. Toda una heroína, por cierto: se iba a limpiar casas por 20 pesos para poder comprar una bolsa de pan y leche. Lo hacía en verano, en invierno, lloviera, tronara y en cualquier otra condición. "La he visto llegar toda mojada a mi casa. Yo tomaba mate cocido y la miraba prepararse para ir a trabajar 10 o 12 horas. Volvía a las 10 de la noche. Lo que conseguía alcanzaba para comprar algo para el otro día y gracias. Comía poco y no nos decía nada, porque guardaba para nosotros", contó Braian con gratitud. A ella visitó en su última noche, pocos minutos antes de la fatalidad.
El Martín Fierro –tal como le dicen los propios vecinos al barrio de Marcos Paz– es un lugar apacible y tranquilo donde vivió durante su infancia y su adolescencia, acompañado por el ruido de los gallos durante todo el día. Los perros correteaban al ritmo de los chicos en el potrero situado ahí nomás, a unos metros de la humilde casilla. En aquella vivienda de techo de chapas y ladrillos de barro, todo se resumía en una mesa llena de cacharros, platos y un termo con el infaltable mate. Una cocina a garrafa y una heladera. Luego había un espacio para un pequeño baño y la habitación donde dormían cuatro personas, amontonadas. Ausente el padre de familia, Rosa solía descansar en una cama matrimonial con sus otros dos hijos, Débora e Ignacio. Y Braian se echaba en un colchón tirado en el suelo. "Me acostumbré al colchón en el piso y cuando voy afuera de gira me cuesta dormir", reconocía tiempo despúes el deportista.
Su primer gran formador, Gustavo Osorio, supo extraer de él lo mejor durante más de una década, hasta que decidieron separarse después de los Juegos Olímpicos Río de Janeiro 2016, en los que Braian fue finalista y concluyó 10º. "Éramos dos en uno. Teníamos una simbiosis muy grande. Fue un gran trabajador, muy disciplinado. Además, era un gran ejemplo y una figura motivadora para la comunidad", contó el profesor de educación física que puso los ojos en él y lo descubrió para llevarlo luego a un lugar importante en el atletismo mundial.
A diferencia del común de los deportistas, en cuyas disciplinas las marcas son religión, Braian no estaba obsesionado con los registros del vuelo de su jabalina. Su principal sueño era lanzar hasta los 40 años, porque estaba seguro de que luego iba a extrañar muchísimo la actividad. En ese sentido quería copiar al tenista Roger Federer. "Me gustaría dejar algo en la jabalina, para mi país y para los jóvenes. Que quede como una manera de hacer las cosas y que se irradie como un pulpo en más y más personas. Lo disfruto tanto ahora que quiero que cada día pase lento. Si mi entrenador dice que voy a tirar 90 metros, él sabe. Yo sólo tengo que entrenarme. No me obsesionan las marcas".
El mañana, las ilusiones, eran todas de él: "Voy a volver mejor, no tengo dudas". Tokio era el escenario como para avanzar hacia el infinito.
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