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Argentina campeón. El corazón albiceleste rugió con fuerza en un Maracaná más mudo que nunca
Los algo más de 2000 hinchas argentinos desataron en el estadio una fiesta con el plantel, ante el desconsuelo de los locales
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RIO DE JANEIRO.– De un lado, el hambre voraz de los argentinos tras un ayuno forzado de 28 años. Del otro, el orgullo de los brasileños, jugando como locales y considerados como el mejor equipo del continente y, a priori, principal candidato a quedarse con un nuevo título en la Copa América en casa. La final prometía mucho desde dos aspectos. En lo futbolístico, se esperaba una definición de alto vuelo, con Lionel Messi de un lado y Neymar del otro. Aún más claro estaba el duelo de los “dientes apretados”, el de no regalar ni un lateral, ni un centímetro, ni un respiro. En eso, los de Scaloni y los de Tite no podían quedar en deuda. No se les perdonaría.
Antes de la gran final y fuera del estadio, el clima lo pusieron desde la madrugada de sábado los hinchas argentinos, residentes acreditados que tuvieron el privilegio de presenciar una final digna de la rica historia del fútbol sudamericano, pero que por figuras y expectativas estuvo muy por encima del resto del improvisado torneo que, desde la sensatez, nunca debería haberse disputado.
Ubicados en el sector Sur del Maracaná, los 2200 argentinos le rindieron largos homenajes a Messi y Emiliano Martínez cuando ambos salieron a realizar los movimientos precompetitivos. Los brasileños, por su parte, fueron llegando de a poco, un tanto más fríos. Sin embargo, promediando el primer tiempo entró una banda musical, con bombos y trompetas, que encendió a los anfitriones.
Casi que podía escucharse a los jugadores de Scaloni cantar el himno nacional a grito pelado. Cuando llegó el turno de la música patria brasileña, Messi no conseguía quedarse quieto. Se inclinaba hacia la punta de los pies, saltaba, se daba vuelta para mirar las pantallas gigantes del Maracaná. Parecía una fiera enjaulada, no aguantaba más un segundo protocolo.
El partido arrancó como se esperaba. Nacía el juego de los roces, de los empujones, de las miradas perforadoras, los gestos y las presiones hacia el árbitro uruguayo Esteban Ostojich, que llegaba más que cuestionado por los argentinos al duelo. Como prólogo de lo que se vendría, Fred, volante brasileño, fue amonestado a los dos minutos tras una dura entrada contra Gonzalo Montiel.
Cuando alguien le puso “mudo” al altísimo sonido ambiente que la organización reproducía en el estadio, comenzaron a escucharse los reclamos hacia el árbitro y hasta algunos choques entre los protagonistas. Antes de que pueda ejecutar un tiro libre, Richarlison le corre la pelota al rosarino Giovani Lo Celso, que reacciona empujando al delantero brasileño. Otra vez Lo Celso en una discusión cara a cara, esta vez con Lucas Paquetá. “¡Cobrás al grito de ellos!”, le reprocha Leandro Paredes a Ostojich, tras un lateral.
Cada vez que Messi controla la pelota, los brasileños del sector Norte lo abuchean; cuando Neymar tiene el balón, los argentinos silban incesantemente. El propio Paredes tampoco duda en atropellar al 10 de la Canarinha, su compañero en París Saint-Germain, de Francia, que termina con el pantalón rasgado. Y se lo enseña al árbitro, claro.
Otra vez en el juego de tribunas, los locales cuentan en voz alta, uno por uno, los años sin títulos de la Argentina. No consiguen llegar ni a los 15 cuando Ángel Di María levanta la pelota por encima de la cabeza de Ederson. Entonces, desde el otro lado y como no se escuchaba desde hace un buen tiempo, baja un “¡Fideeeo, Fideeeo!”, que parece nacer de la garganta de 50.000 argentinos, y no de los poco más de 2.000 que vivieron una jornada angustiante en busca de sus credenciales para alentar a los dirigidos por Lionel Scaloni.
Durante el segundo tiempo, con un seleccionado argentino en apuros y contra las cuerdas, los hinchas albicelestes apelaron a sus gritos de guerra, los clásicos y no tanto. Los locales se desesperan, al menos en las tribunas. Pasan los minutos y los de Tite no empatan, a pesar de contar con varias situaciones de peligro contra el arco de Martínez. Está al caer, pero no cae.
Cuando restan 10 minutos, Otamendi lo hace volar por los aires a Neymar. El gol perdido por Messi, que podría haber definido el encuentro, lleva a todos los argentinos presentes en el estadio a agarrarse los pelos, a golpear butacas. Enseguida, el silencio. ¿Por fin se acabará la sequía? El delantero Adriano, el de Perú en 2004, se les viene a la mente a todos, a los brasileños por la esperanza y a los argentinos, por no querer revivir una pesadilla.
Pero esta vez, no hubo Adrianos, ni penales pateados a las nubes, tampoco los “era por abajo”. Esta vez, la suerte pareció ponerse, por fin, del lado del seleccionado argentino. El festejo de los jugadores con los hinchas, más privilegiados que nunca al final de la noche carioca, quedará para el recuerdo y, seguro, lo volveremos a ver una y otra vez, hasta el hartazgo. La noche, para aficionados y jugadores, promete ser larga. En la “batalla campal” de Río de Janeiro, Argentina dejó la sangre para detener, de una vez, ese maldito reloj.
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