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¿Alguien agarrará el fierro caliente?
Treinta años atrás, exactamente el 29 de mayo de 1985, el fútbol europeo vivía una de sus últimas grandes tragedias. Ese día, momentos antes de la final de la Champions League, entonces Copa de Europa, entre Juventus y Liverpool, 39 personas, en su mayoría italianas, murieron aplastadas durante una avalancha generada por hinchas del club inglés en el estadio belga de Heysel.
Eran tiempos en los cuales lo que más sobresalía del fútbol británico era la violencia de sus hinchas, los tristemente célebres hooligans.
No fue, como se dijo, la mayor tragedia del fútbol europeo, pero sí la que sacudió de tal forma a una persona como para que se ingresara en una etapa de cambios que desembocó en lo que hoy se observa en casi todos los estadios de Europa, paradójicamente de manera principal en los del Reino Unido, y que no es otra cosa que el fútbol como un espectáculo para toda la familia.
Esa persona se llamaba Margaret Thatcher y aún era primera ministra cuando, poco después de lo de Heysel, decidió prohibir que los clubes ingleses participaran en competencias europeas durante cinco años. Primero, Thatcher no dudó en aplaudir la resolución de la FIFA que impuso a Liverpool una sanción que le impedía competir internacionalmente durante diez años, pero no conforme con ello fue aún más lejos y ella misma impuso penas al resto de los clubes ingleses.
Sus detractores dijeron que usó al fútbol para potenciar su famosa "revolución conservadora", que, entre otras cosas, prometía la represión del delito para imponer orden en cada rincón del reino. Quizás así haya sido, pero lo cierto fue que impuso un castigo ejemplar que en el caso de Liverpool amplió cuando se limitó a mirar mientras el club de los Beatles afrontaba una quiebra que lo puso al borde la desaparición. Y tampoco se inmutaba cuando en muchas canchas los hinchas cantaban una canción que decía, básicamente, que "cuando Thatcher muera, haremos una fiesta"; ni cuando la criticaban por ordenar que se metiera presos a hinchas que provocaban desmanes camino a los estadios, fuera en las calles o en los transportes públicos.
Fue el principio del fin para los hooligans y para dirigentes deportivos y políticos que por temor o complicidad dejaban hacer a los violentos. Y el resto de Europa también tomó nota de que se podía.
El fútbol local no sufrió una tragedia como la de Heysel sólo porque la Argentina es un país bendecido por la fortuna.
Lo de anteanoche en la Bombonera y lo que se vive periódicamente en la mayoría de los estadios y cuando los hinchas van y vuelven, es barbarie pura, agravada y potenciada por la idea de dirigentes, políticos y muchos periodistas de que el show debe continuar. Aunque el show constituya el anuncio reiterado de una tragedia que está ahí, a la vuelta de la esquina.
Thatcher entendió que la violencia en el fútbol era un asunto gravísimo que excedía largamente lo deportivo y se hizo cargo del problema sin que le temblara el pulso, sin temor a pagar costos políticos, escuchando cómo en las canchas se rogaba por su muerte.
¿Alguien agarrará el fierro caliente? Difícil imaginarse a Cristina, Macri, Scioli, Massa, Stolbizer o quien fuera haciendo una milésima parte de lo que hizo Thatcher, ¿ no??
adeturris@lanacion.com.ar
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