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Una cita histórica del ajedrez en Buenos Aires
Bobby Fischer y Tigran Petrosian, convirtieron a la ciudad en la capital mundial de la disciplina
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Octubre de 1971. Hace 50 años Buenos Aires se convertía en la capital mundial del ajedrez. En el match semifinal por el título del mundo chocaban dos colosos del tablero, el norteamericano Bobby Fischer, y el armenio, y soviético por entonces, Tigran Petrosian. El encuentro estaba pactado al mejor de doce partidas. La atención que concitó fue extraordinaria. Varios motivos coadyuvaron para ello. La tensión política, en plena guerra fría, entre USA y la URSS era uno de ellos.
El ajedrez era una de las banderas del comunismo; un deporte económico, masivo, intelectual, en el que los soviéticos ostentaban una supremacía absoluta y abrumadora desde la postguerra. Pero por vez primera esa supremacía se veía amenazada por un individuo representante de la máxima expresión del capitalismo. Además, la naturaleza independiente, incluso caprichosa, de Fischer (así lo hacía notar la prensa soviética), lo ponía en sintonía con ese capitalismo.
El momento deportivo de ambos jugadores era otro ingrediente atractivo del match. Bobby Fischer venía con una racha impresionante de 19 triunfos seguidos frente a grandes maestros de primer nivel. Algo impensable en la actualidad. Su desglose era así: las últimas siete partidas del torneo Interzonal de Palma de Mallorca de 1970, que ganara el propio Fischer, y que lo calificara para el ciclo de candidatos, y los dos matches frente a los candidatos Taimanov y Larsen, a los que despachara con un seis a cero a cada uno.
Fischer era tan favorito que, cuando en la previa, el presidente de la FIDE y excampeón mundial, el holandés Max Euwe, visitó la Unión Soviética, y fue consultado acerca del match, respondió con una cita latina: “Hannibal ante portas”.
Petrosian, por su parte, era el adversario más resiliente que la URSS podía oponerle a Fischer en ese momento. Era el tercer jugador del mundo detrás del campeón Boris Spassky y del propio Fischer. Pero por su inimitable estilo de juego y su maestría defensiva, su fuerza crecía en la modalidad de enfrentamientos uno contra uno. Ya había sido campeón del mundo, destronando al patriarca Botvinnik y atesoraba una gran experiencia en el más alto nivel.
La edad, 28 Fischer; 42 Petrosian, era una ventaja para el primero. Los rusos temían a Fischer. La delegación completa que mandaron a Buenos Aires estaba integrada por diez personas, entre jefe de delegación, analistas, e incluso un cocinero. Fischer vino solo. Toda su energía estaba acumulada en sí mismo.
La sala Martín Coronado del teatro San Martín donde se disputó el encuentro estuvo siempre llena. Entre los asistentes a la sala misma, a los pasillos inmediatos, a los tableros murales donde reconocidos maestros comentaban las partidas, se reunía un promedio diario de 3500 personas, una cifra insólita para el ajedrez, tanto entonces como ahora. El match no defraudó las expectativas.
La partida inicial fue trepidante. Bobby conducía las blancas lo que le daba la ventaja de salida. Se esperaba que embistiera en pos del triunfo y así fue. Pero el equipo de analistas rusos le había preparado una sorpresa en la forma de una celada en la apertura. Habiendo estudiado detenidamente las partidas de Fischer encontraron una sutil emboscada que lo puso al estadounidense al borde del abismo. En la instancia crítica Petrosian disponía de una jugada sencilla que le brindaba ventaja decisiva. Pero el espíritu conservador traicionó a Petrosian, este eligió una jugada cauta, y Fischer conjuró el peligro.
Se llegó a un final parejo y pareció que la partida iba a terminar en salomónicas tablas. Pero esa presunción era conocer mal a Fischer. Otros maestros hubiesen aceptado con alivio un empate luego de zafar de una situación comprometida, pero para Bobby la partida recién empezaba; encontró un camino, sacrificando peones, para incomodar a Petrosian. Tomó la iniciativa, y contra el curso natural de la partida, se alzó con la victoria.
Fue un tremendo golpazo para Petrosian y toda la delegación soviética. Habían gastado una de sus armas secretas en la apertura y se habían llevado una derrota. Las perspectivas eran peor que malas. Para Fischer era su vigésimo triunfo consecutivo. Parecía invencible. El match amenazaba ser una formalidad para él. Pero no. Petrosian era un gran jugador, y en ese momento ominoso, afloró la estirpe del gran campeón que había sido. Jugó la segunda partida como una de las mejores de su vida y logró un brillante triunfo.
Tiempo después recordaría: “La mayor ovación de mi carrera ajedrecística la recibí, no cuando obtuve el Campeonato Mundial, si no en Buenos Aires, cuando le gané a Fischer la segunda partida del match.” Y sí, había vencido al monstruo. Y el público porteño se lo reconoció con un aplauso digno de una obra de teatro.
El nivel de juego se emparejó. Siguieron tres empates en los que un renacido Petrosian eludía los intentos de Fischer una y otra vez. El artista de la defensa controlaba la situación y mantenía el match empatado. Parecía que Bobby había encontrado la horma de su zapato.
La partida decisiva fue la sexta. Se llegó a una posición equilibrada, pero con una ligera ventaja para Fischer. Contra otro jugador Petrosian habría conseguido fácilmente tablas, pero Bobby cuando detectaba un ápice de debilidad en el rival, mordía y mordía, no soltaba la presa. El mismo Petrosian reconoció después: “Una cualidad notable en el estilo de Fischer es que cuando advierte la más mínima debilidad en el rival, su juego se vuelve más fuerte jugada tras jugada”.
Pese a ofrecer tenaz resistencia, Petrosian tuvo que rendir su rey. Fischer había quebrado la voluntad de su adversario. Siguieron tres partidas más, todas ganadas por Fischer, que jugó como el genio que era, ante un Petrosian ya desanimado. El resultado final de 6 y medio a 2 y medio puede parecer exagerado, pero es que cuando Fischer embalaba, era imparable; y así lo habría de experimentar Boris Spassky un año después en Reikiavik. Pero esa es otra historia que ya evocaremos y que merece un capítulo por sí misma.
En Buenos Aires, los que fueron testigos de este encuentro sintieron que Bobby sería el próximo campeón mundial de ajedrez. Y no se equivocaron.
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