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La humillación de la derrota: por qué solo ganar un torneo compensa el perder una partida
En los deportes individuales, como el ajedrez, a diferencia de los grupales, es uno mismo quien debe cargar con todo el peso de la derrota. Para el deportista profesional, que no puede tomarse la derrota como si fuera una simple alternativa de resultados, es una sensación abrumadora. El perder ocupa todo el espectro del ánimo, y sólo muy de a poco, esa opresión ominosa se puede abandonar. En el caso del ajedrez, y se me ocurre el símil del tenis, como algo parecido, el jugador va preparando y pensando la partida desde bastante antes del momento de jugarla; luego, la partida misma dura tres o cuatro horas, en que la procesión va por dentro, el jugador experimenta por dentro todos los sentimientos atinentes a la situación: expectativa por ganar, tensión, miedo de perder, agonía, hasta que la cosa se resuelve en el hundimiento de la derrota.
En ese momento es imposible considerar el hecho con perspectiva, haciendo un balance según la carrera del jugador, y hacer una valoración en consecuencia que mitigue el dolor. En contraste, el beneplácito que genera ganar es efímero y no puede compararse en magnitud con perder. En mi valoración, sólo ganar un torneo compensa el perder una partida.
Una vez el gran maestro sueco Ulf Andersson me dijo que prefería, en un torneo de nueve partidas, ganar dos y empatar siete, que ganar siete y perder dos, pese a que esta segunda opción implica un punto y medio más. Tal es el horror de los maestros ante la derrota. También el gran maestro Nigel Short, con un humor muy británico, expresó: “Perder una partida de ajedrez no es la muerte de nadie... ¡Es algo mucho peor!”
La sensación de fracaso inunda el ánimo, y uno siente que ese fracaso es global, que los demás lo ven a uno como alguien que eligió un juego de ganar y perder, y perdiendo, esa elección no puede ser buena, que habría hecho mejor en dedicarse a otra cosa. Porque además, el juego, el deporte tiene algo de simplista y egocéntrico: uno busca ganar y ganar, no se trata de actividades que la sociedad demanda como útiles, necesarias, o indispensables. No somos un médico que cura, una enfermera que cuida, un arquitecto que diseña, una abogada que litiga. Somos sólo jugadores queriendo egoístamente ganar.
Claro que la cosa tiene muchos matices; el factor lúdico es necesario para la vida social; todo el que trabaja, espera con ansia el rato de ocio para ocuparse de su juego predilecto, y es ahí cuando los jugadores se erigen en actores sociales importantes, e incluso cuando obtienen grandes logros, son los representantes de los deseos y las esperanzas de los demás. Por otra parte, la derrota y el fracaso activan una cualidad del espíritu inestimable: ya lo dice Francis Bacon citando a Séneca: “Las cosas buenas que pertenecen a la prosperidad han de desearse, pero las cosas buenas que pertenecen a la adversidad, han de admirarse”. La posibilidad de ser mejores, de aprender de los errores, se activa a partir de la derrota. Ese aprendizaje que requiere rigor del espíritu, meticulosidad en detectar aquéllo sutil que hace las diferencias, el predisponer el alma con la tensión adecuada para afrontar el combate, son cualidades que enseña la derrota. Las mismas no se consiguen con la alegría y el ánimo festivo del triunfo, sino a partir del sufrimiento y el agobio de la derrota.
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