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El ajedrez y los límites de la mente: fobias, conductas y mundos ilusorios
Las diferentes conductas y formas que formaron parte de los grandes maestros que tuvo el mundo de esta actividad
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La idea de que el ajedrez pueda derivar en la locura tuvo algún arraigo a partir del ejemplo de grandes jugadores de fines del siglo XIX y principios del XX, a los que se tuvo por locos. Paul Morphy (1837-1884) de Nueva Orleans, fue considerado el mejor jugador del mundo a mediados del siglo XIX. Tenía una comprensión del ajedrez más profunda que sus contemporáneos. Realizó una gira por Europa en la que derrotó a todos los mejores jugadores de la época. Pero cuando regresó a Nueva Orleans, extrañamente nunca más volvió a jugar al ajedrez, y vivió el resto de su vida solitario y encerrado. Cuando recibía alguna visita, exigía que no se hablara de ajedrez. Se consideró que tenía alterada su salud mental.
El primer campeón mundial oficial fue el alemán Wilhelm Steinitz (1836-1900), quien terminó sus días en un hospital psiquiátrico. Un argumento que se esgrimió para afirmar su presunta locura fue que dijo que él podía darle peón de ventaja a Dios y ganarle. Casi de más está decir que comentarios vanidosos como este, de parte de los campeones, son moneda corriente en el ajedrez y no pueden tomarse en serio a la hora de evaluar la salud mental de un ajedrecista.
Otro caso notorio fue el del gran jugador polaco Akiba Rubinstein (1880-1961) que también pasó los últimos años de su vida en un manicomio. Rubinstein fue tal vez el mejor jugador del mundo en la época de la primera guerra mundial, pero el surgimiento de Capablanca y Alekhine frustró sus posibilidades. Era muy tímido, y sentía fobia ante la gente. Después de hacer su jugada, se levantaba de la mesa, y se iba a un rincón de la sala de juego, y desde allí espiaba a su rival hasta que este hacía su movida, y entonces retornaba al tablero. Pero conductas de este tipo no son tan raras como pudiera parecer. David Bronstein, en su match por el campeonato del mundo de 1951 ante Botvinnik, también lo hacía, aunque en este caso se trataba de una estrategia psicológica para incomodar al oponente.
Está claro que el ajedrecista, que insume mucho tiempo en cálculos e imaginerías mentales, podría encontrar en ese mundo ilusorio un refugio para apartarse de la realidad. Pero eso no necesariamente es locura. Hay muchas actividades humanas que exigen abstracción por parte del individuo. El ajedrez tiene sus torneos y competencias, que son eventos sociales que facilitan al jugador estar integrado con los demás y llevar una vida normal. Otra cosa es que el ajedrez sirva de agente para explorar los límites de la mente. En el siglo XVIII el notable ajedrecista y compositor de ópera Philidor, asombraba a sus amigos al jugar tres partidas simultáneas a ciegas. El enciclopedista Diderot, que era uno de esos amigos, le reprochaba esta costumbre diciendo que lo llevaría a la locura. Bastante tiempo después, el argentino Miguel Najdorf logró el récord mundial de partidas simultáneas a ciegas al enfrentarse a 45 rivales en San Pablo 1947. Su resultado fue de 39 ganadas, 4 empatadas, y dos perdidas. Recuerdo que él decía que después de semejante esfuerzo mental, durante bastante tiempo no pudo dormir, y recién lo consiguió cuando entró a un cine a ver una película. Claro, la mente estaba como un motor funcionando al límite y no podía desacelerarse fácilmente. Como el insomne, que a altas horas de la noche, cuando más debería estar durmiendo, más despierto y lúcido se encuentra.
Lo cierto es que del conocimiento que tenemos de la vida de la mayoría de los campeones, hay poco sustento para decir que los ajedrecistas son proclives a la locura. Pero sí hay un caso que no tiene una fácil defensa: es Bobby Fischer, que tenía una marcada personalidad paranoide. Recuerdo que afirmaba que las partidas jugadas entre Karpov y Kasparov estaban arregladas de antemano, e intentaba probarlo examinando dichas partidas. También denunciaba conspiraciones en su contra.
La infancia de Fischer fue problemática. Cuando tenía 16 años y ya era un famoso gran maestro, lo invitaron a jugar un torneo en Chile. Tuvieron la deferencia de invitar también a la madre. Cuando ambos llegaron al aeropuerto de Santiago, los fueron a recibir los organizadores. Bobby les pidió un mapa y un compás. Pidió que le indicaran el hotel en el mapa, luego trazó un círculo alrededor, y les dijo refiriéndose a la madre: “esta mujer no debe ingresar en este círculo durante toda la duración del torneo”. Creo que mientras Fischer jugaba, ese principio de locura, aunque latente, se encauzaba y se diluía en la vorágine de las partidas y los torneos. Una vez campeón, dejó de jugar y su paranoia se disparó. Una característica de Fischer era su intransigencia. Cuando creía en algo, llevaba esa convicción hasta el fondo, sin importar las consecuencias. Es algo que también vemos en la política y en la vida misma, y de lo que se podría extraer una moraleja. Cuando llevamos una prédica demasiado lejos, en algún momento conviene detenerse. Por el bien de uno mismo, y el de los demás.
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