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Ajedrez. Ganar y perder: cómo influye el resultado en el amor por el juego
La pandemia ha obligado a cambiar de especialidad a los ajedrecistas. Los jugadores, que organizaban su vida en base a los torneos, han tenido que dedicarse a dar clases por internet. No es lo mismo jugar que enseñar. En nuestro ambiente circula un dicho: "En ajedrez, el que sabe juega, y el que no sabe enseña". Es que para enseñar alcanza con llegar a un dominio básico del juego, y luego uno puede ayudarse con los libros.
Jugar, si uno quiere jugar bien, exige hallar las excepciones a los cánones habituales. Por dar un ejemplo, Karpov ganó muchas partidas jugando con el "alfil malo", una debilidad estratégica que se enseña a los aprendices como un mal que hay que evitar, pero de la que el excampeón mundial supo hacer un empleo favorable.
Ganar hace la diferencia y es el alma de los juegos. Es el deseo de lograr esa plenitud lo que imbuye al jugador de una energía superior. Ya lo dice el Quijote: "¿Qué mayor contento puede haber en el mundo o qué gusto puede igualarse al de vencer una batalla y al de triunfar de su enemigo?" Pero ganar no podría ser tan bueno e importante, si no tuviera el contraste de perder. Así como ganar es la mayor alegría, perder es la mayor desgracia y humillación.
Sharp dressed man #Thailandpic.twitter.com/lhrrQpRNtt&— Nigel Short (@nigelshortchess) December 9, 2020
El gran maestro inglés Nigel Short dijo una vez: "Perder una partida de ajedrez no es la muerte de nadie, es algo mucho peor!", y recuerdo que el gran maestro sueco Ulf Andersson me comentó que él, en un torneo de nueve partidas, prefería ganar dos y empatar siete, que ganar siete y perder dos, aunque esto último implicara hacer un punto y medio más en el torneo. Tan determinante es el temor a la derrota. Es que perder es el gran educador del jugador.
Cuando se gana, uno está contento, satisfecho consigo mismo, y no hay lugar para elucubraciones profundas acerca de sí mismo. En cambio cuando se pierde, ese disgusto omnipresente invita al jugador a una mirada interior, a cuestionar lo que estuvo mal, y, si planea seguir en la brega, las cosas que tendrá que mejorar para no volver a perder.
El rey de las paradojas, Gilbert Chesterton, dice en un ensayo, que el verdadero amante del juego, aquel que juega por gusto, es el que pierde, no el que gana. Que el que gana es un mero profesional, en tanto el que pierde sigue jugando porque le gusta, que la palabra "amateur" en francés quiere decir amador, etc. Claro que, como suele ocurrir con las paradojas, hay equívocos en su construcción. Por un lado, el amateur suele restar importancia al resultado deportivo, lo que disminuye la intensidad de lo que hace. También es difícil, aún para un amateur, sobrellevar con ánimo una serie de derrotas; alternar las mismas con algunos triunfos permite mantener el amor al juego. De otro modo, lo más seguro es que la afición al mismo se vaya diluyendo.
Entonces tenemos en ganar y perder, una dicotomía que impera en casi todos los órdenes de la sociedad. En la política, en la economía, y por supuesto, y sobre todo, en los deportes. En buena medida rige nuestras vidas, determina nuestro ánimo, y nos proporciona un objetivo hacia el cual dirigir nuestro interés.
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