Zoom de arte: mirar a Rembrandt a los ojos, un imperdible para contemplar en la cuarentena
Es posible ver los poros del capitán de la milicia, la mirada comprensiva de su lugarteniente, descubrir hasta el más mínimo detalle de su rictus. Para apreciar las pinceladas y hasta las pequeñas resquebrajaduras en el óleo de La ronda nocturna, la famosa pintura de Rembrandt van Rijn (Leiden, 1606-Ámsterdam, 1669), solo hay que ampliar con el zoom las figuras hasta superar la escala humana. La experiencia es tan potente –y tan singular la empatía que se logra con los personajes– que, en la cuarentena por el coronavirus, es como mirar a Rembrandt a los ojos.
El Museo Nacional de Ámsterdam y el más importante de los Países Bajos, el Rijksmuseum propone un recorrido virtual en 3D musicalizado por su maravillosa colección. El resultado es una visita inmersiva y gratificante por las salas de este deslumbrante museo que posee la mayor colección de obras de Rembrandt del mundo, con La novia judía, El árbol de Jesé, Los síndicos de los pañeros y Marten y Oopjen, entre 22 pinturas del artista. Hay autorretratos, grabados y dibujos. Tiene, además, la más famosa colección de pinturas del Siglo de Oro neerlandés.
El Rijksmuseum combina elementos góticos y renancentistas: en la visita virtual se pueden ver en detalle pisos de mármol, vitraux, frescos, techos abovedados, columnas corintias. Fundado en 1800, la primera sede del museo fue el Palacio de Frederik Hendrik en Huis ten Bosch, cerca de La Haya. En 1808 fue trasladado a Ámsterdam.
La ronda nocturna, una obra maestra
Como testigos privilegiados desde casa se puede ver La ronda nocturna, cuyo título original es La compañía militar del capitán Frans Banning Cocq y el teniente Willem van Ruytenburg. Retrata a una guardia civil a punto de empezar su patrullaje en las calles de Amsterdam. No se trata de una escena nocturna: el barniz, el paso del tiempo y la suciedad oscurecieron el lienzo y, entonces, tomó ese nombre, que no es el que le dio el artista cuando le encargaron la obra. Como no cabía en la sala que habían dispuesto para exponerla, quienes la compraron recortaron un trozo del lienzo, que nunca se recuperó. La pieza –que sufrió actos de vandalismo en 1911 y 1975 con un cuchillo, y en 1990 con ácido– tiene 3,79 metros de largo; 4,54 de alto y pesa unos 170 kilos.
Con un trabajo de claroscuros impactante, este es su mayor retrato colectivo y su obra más ambiciosa. Con una composición viva, en movimiento, Rembrandt despliega toda su contundencia pictórica en los reflejos de los metales de las armas y los cascos, las texturas de la vestimenta y el vínculo silencioso entre los personajes. Sin embargo, cuando la presentó no fue bien recibida. La de Rembrandt es una historia de ascensión y caída: su vida terminó en la miseria.
Es posible acercar el zoom y descubrir, por dar un ejemplo, que la extraña mujer al lado del capitán —una especie de espectro centelleante— tiene un gallo muerto atado en la cintura , colgado de las patas. Para algunos críticos, este personaje es un retrato de Saskia van Uylenburgh, su primera esposa que había incluido en varias obras y que murió por la epidemia de tuberculosis el año en que hizo esta pintura. En Europa, la tuberculosis del siglo XVII continuó durante 200 años. Tres de sus cuatro hijos murieron por distintas razones. Vio morir Saskia; luego a su segunda mujer y a su hijo. En la pintura, con un gesto con la mano, el capitán de la compañía le transmite las órdenes al teniente y, al tiempo, alarga la mano hacia el espectador, incluyéndolo en la escena. Atrás, con florines y mosquetes, están los soldados (cada uno le había pagado al artista para ser retratado en la pintura).
En la Galería de Honor, están Marten y Oopjen, los únicos retratos de cuerpo entero que Rembrandt pintó en su vida, y que los Países Bajos y Francia compraron en conjunto por 80 millones de euros cada pieza. Los Soolmans, un joven matrimonio de nuevos ricos de Ámsterdam, le encargaron este retrato al artista para presentarse en sociedad: le pidieron que los pinte de cuerpo entero, como lo hacía la nobleza. La vestimenta es opulenta: seda negra, puños y cuellos de encaje. Con una pose que transmite seguridad, él hombre mira de frente al espectador; lleva unos zapatos de taco con enormes rosetones.
Otra joya que puede apreciarse de cerca es La novia judía, una de las últimas obras de Rembrandt, que no tituló y que en el siglo XIX empezó a nombrarse de este modo. Algunos consideraron que la pintura –tiene simbolismos alusivos al cuidado del hombre a la mujer– representaba a un padre y una hija que se preparaban para una boda judía. Luego las interpretaciones se inclinaron por la idea de un retrato de pareja: los personajes están unidos con gestos de cariño con sus manos y al tiempo abstraídos en sus pensamientos. Aún hoy continúa el misterio: no se sabe quiénes son. Probablemente sean contemporáneos de Rembrandt que le encargaron un retrato con la apariencia de la pareja bíblica de Isaac y Rebeca. Su vestimenta no es contemporánea: se ajusta al tipo de atuendo que Rembrandt imaginó que usaban los personajes bíblicos.
La novia judía pasó por un proceso de limpieza con análisis con rayos X y con espectroscopio infrarrojo: los restauradores descubrieron que el artista originalmente había pintado una escena diferente, donde la mujer estaba sentada sobre las piernas del hombre. Esta última composición es tan intimista que uno tiene la impresión de comprender el vínculo de amor y compañerismo que une a la pareja. Rembrandt llega al núcleo de los retratados. Echa luz sobre expresiones que desnudan el alma. En sus obras no hay concesiones: es como mirarlo a los ojos.
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