En 2015, la escritora publicó una serie de crónicas en las que, con la mirada puesta en los pequeños detalles, redescubre el sur de nuestro país
EL HOTEL
Se llamaba Hostería Adquintué, que quiere decir "hasta donde alcanza la vista" en mapuche. Ahora se llama "Tierras gauchas" y ha cambiado de aspecto para peor y de precio, ya que es mucho más caro. La escalera tiene un cartel en la pared que dice "Escalera" por si alguien llega borracho a la noche y la confunde con un elefante. Ya en la habitación, a la que me condujo un muchacho bufando, le pedí que me explicara cómo funcionaba el control remoto de la tele: era un control pretencioso, con brillos dorados; no, aire acondicionado no había y me lo dijo con aire de "si no le gusta lo que hay vaya a otro lado". El bidet era color verde nilo, el inodoro blanco y la repisa del baño estaba en plano inclinado, como las pistas de esquí. ¿Quién habrá concebido esa repisa? Ese hotel me empuja a la calle, además es oscuro como el alma de sus encargados, que parecen serenos mal dormidos.
El centro de Bariloche es internacional y rural al mismo tiempo. Se escucha hablar en todos los idiomas: hebreo, portugués, alemán, se escucha el acento chileno, y en la avenida Mitre, que es la Florida de ellos, hay lujosos negocios y galerías, pero si uno come en un local con mesas afuera, junto a cada mesa hay un perro esperando pacientemente su ración. Todo en piedra y madera. No sé de dónde vino la piedra, se ve de dónde vino la madera: de los bosques cercanos. Y ese cielo azul intenso y el clima intenso, y los cerros que se ven desde cualquier bocacalle me dan una energía que me hace caminar sin parar; iría en todas direcciones para ver qué hay allá y más lejos, pero en el centro hay mucho para mirar. En el centro cívico están los motoqueros, que vienen de Ushuaia y van a llegar a La Quiaca. En Comodoro Rivadavia el viento les torcía la moto; uno de ellos se saca una foto con una pierna en avanzada: se cree un adelantado. En un puesto de la feria un muchacho brasileño (de Bahía) charla con toda naturalidad con un feriante rubio como si lo conociera desde hace diez años, el brasileño también tiene su puesto. ¿Que cuándo llegó? Hace una semana. Descanso en un banco de la plaza del centro cívico, todo está como lo dejé hace siete u ocho años, los enormes perros, los fotógrafos. Pero la gente se renueva y vienen a sentarse a mi lado varias personas. Primero, Alejandra; intuyo que está esperando que le diga algo y lo hago.
Los de Bariloche no compran en la avenida Mitre, donde todo es más caro con precio para turistas, compran en la calle Onelli
Es de Bariloche, vive "en los kilómetros", así dicen. Viene a la plaza a buscar tranquilidad, porque en su barrio hay mucho ruido. Presiento que son ruidos humanos y traduzco mentalmente por quilombo. Ella me dice que no encuentra palabras para describir esos ruidos, aproximo "violencia" con cautela y está contenta de que yo lo diga sin que tenga que hacerse cargo. Sólo dice "gritos sin motivo". No hay lugar para indagar. Se va y al rato se sientan dos chicas, Janina y Luciana. No es su propósito descansar, es una tregua en su vida aventurera. Janina es guardavidas, de Buenos Aires, pero por tres meses está contratada en Bariloche. En Buenos Aires trabaja de lo que venga: guardia de pileta, en una inmobiliaria, y estudia nutrición. "Me gusta aprender cosas nuevas", dice. Y es como la gente del Renacimiento, que debía saber muchas cosas. Por ejemplo, no era raro que un comerciante supiera latín, montar elegantemente, bailar, y además se interesara por las plantas y por los minerales. Luciana es oriunda de Bariloche y es guardabosque, fue a Córdoba a estudiar Psicología y le iba muy bien, pero en la ciudad no se hallaba porque ella nació en un bosque. Ella es guía de bosque en Cueva de las Manos, donde no hay luz. En el bosque de chica con un amiguito exploraban las plantas y se deslizaban en la nieve. Pero son aves viajeras y levantan vuelo pronto y me quedo pensando en cómo me gustaría haberme criado en un bosque. (...)
DAMAS BARILOCHENSES
La casa de Graciela queda a cuatro kilómetros del centro de Bariloche, en el barrio Melipal. Desde su cocina se ve el lago. Es un lujo. El barrio es hermoso, todo de casas con jardín; estuvimos dentro y fuera de la casa pero desde adentro se ve el afuera como a mí me gusta. Como allí es de día como hasta las diez de la noche, le pedí a Luisa que me dejara en el centro, para tomar un café en la calle. Yo soy de pueblo, y a las siete dábamos la vuelta al perro por la calle principal, y ahí quiero quedarme y fumar en una mesa de la vereda.
Allí en la calle Mitre es donde desfilan todos. Me llamó la atención una parejita de veintipocos años; se pusieron a tocar música de Bach y Mozart detrás de mí. Hippies no eran, pero chicos comunes tampoco. Él de pantalón negro y camisa blanca, ella, con una sobrefalda violeta oscuro, como un delantal completo. Él peladito, ella con su pelo atado, parecían dos pulcros gorriones. Estaban parados muy derechos pero tocaban no mirando a la gente: tocaban como cumpliendo un deber, como para los maniquíes de la vidriera y pedían contribución con suprema dignidad. Se sentaron a mi mesa. Eran uruguayos, estudiantes de la Escuela de Música de Montevideo; ella, gran lectora, conocía a Macedonio Fernández, a Felisberto Hernández, a Levrero. Se pagaban el viaje con la música a cuestas y en Montevideo estudiaban una especialización que consiste en armonizar el cuerpo con la mente. Podríamos haber seguido hablando horas.
EL MERCADO DE LA CALLE ONELLI
Los de Bariloche no compran en la avenida Mitre, donde todo es más caro con precio para turistas, compran en la calle Onelli, que está cuesta arriba, subiendo una larga escalinata. (Antes que se asfaltara la calle paralela, cuando había nieve, se tiraban en trineo.) Desde esa cuesta se ve el mejor paisaje de cerros del lugar. Me cruzo con un viejo poblador y se lo comento, y cómo el lago cambia de color. Él también lo ha mirado y me responde, entusiasta:
–Y cuando tormentea, se pone casi negro el lago.
Acá todo comienza a las diez, el mercado no había abierto todavía. Quise tomar un cafecito, pero no había cafés. Todo es cuestión de buena voluntad: la dueña de un kiosco me puso una mesita afuera y pude fumar, escribir y mirar. La silla se pone cuando el cliente llega. No me quiso cobrar el café y yo le regalé una flor artesanal chiquita que me vendió una artesana del centro de Bariloche. Me dijo que vendía para darle de comer a su hija. Tenía pinta de proceder de un barrio medio alto de Buenos Aires.
La calle está llena de grafitis: "Contra la desinformación, tiza y carbón", firma: Escuela Municipal de Artes, que es la misma que ha pintado murales varios. Hay unos cuantos negocios de ropa tradicional, de paisano, con sombreros, boinas, ponchos. Hay otro atavío como para gaucho rubio, con bombachas pinzadas, camisa a cuadros, faja y sombrerito redondo encasquetado. ¿Y quiénes estaban vendiendo en ese mercado? Cuatro morenos, todos de Senegal. Uno de ellos, Ibrahim, hace un año que está. Le gusta Bariloche, la tranquilidad; Buenos Aires le gusta poquito, porque dice que la gente grita mucho en público. Junto a él estaba Black Fal. Mi racismo inconsciente se puso de manifiesto cuando le pregunté si verdaderamente le habían puesto ese nombre, Black. Me dijo: "¿Acaso en castellano no existe el nombre Blanca?". Y tenía razón. En Senegal estudió Informática, Historia y Geografía. Estuvo un año en Brasil, habla bastante bien castellano y es el maestro de idioma de Modoro Batal, de veintidós años, que llegó hace dos meses, y está esperando marzo para empezar la escuela. Dice que va a aprender rápidamente porque sabe muy bien francés. Como me preguntaron por qué indagaba tanto, yo les mostré uno de mis libros de viajes que llevo encima para responder a esa pregunta. Entonces el muchachito dijo: "¡Yo quiero ese libro!". Y como Black dijo que era su maestro de castellano y las cosas son de los que las quieren, se lo di.
Le pregunté qué le gustaba de Bariloche y dijo: "La calle Mitre y los cerros". Me quise quedar un rato más en ese barrio que tenía un tránsito de gente más comprensible que en las calles del centro.
Estos fragmentos pertenecen a De la Patagonia a México, libro incluido en Crónicas completas, recientemente editado por Adriana Hidalgo
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