Volver a las raíces para crear otros mundos
La reivindicación de la identidad originaria es una tendencia artística global, como demuestra la Bienal de Venecia
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Semanas atrás, hubo brindis en el Partido Comunista de Venecia. Allí estaban entre otros Cecilia Alemani, curadora de la 59ª edición de la bienal, Eduardo Costantini, fundador del Malba, y el artista tucumano Gabriel Chaile, una de las jóvenes revelaciones de esa cita global. Si bien ya había sorprendido a los coleccionistas hace tres años en Art Basel, la feria más importante del mundo, al vender todas sus ollas populares intervenidas antes de la inauguración, esta vez llegó más lejos.
Y para hacerlo, apeló a sus raíces. Inspirado en obras de la historia del arte como el Retrato de Giovanni Arnolfini y su esposa, de Jan van Eyck, o el Díptico del duque de Urbino, de Piero della Francesca, se propuso retratar a sus antepasados. Pero no con pintura sobre tela, sino de una manera que tuviera que ver con su propia historia: sus abuelos y sus padres fueron personificados en cinco esculturas de barro, recreaciones del horno usado por su familia para alimentarse.
Parecidos a Patricia, la monumental instalación exhibida en 2017 en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, que se llamó como su hermana. O a Diego –pieza dedicada a Diego Núñez, víctima del gatillo fácil–, donde cocinó al año siguiente para los vecinos de La Boca durante la semana de Art Basel Cities: Buenos Aires, en un circuito curado también por Alemani. O a los que usó para calentar el pan ofrecido a los invitados del Faena Festival en 2019, en el lujoso Faena Hotel de Miami. O al que compró el coleccionista Andrés Buhar, presidente de ArtHaus Central, que se usará para elaborar platos en el restaurante de la flamante fundación. O al que está haciendo en estos días en los Alpes italianos para la bienal de Val Gardena, que se inaugurará el viernes próximo.
“Chaile está llevando su práctica a otro nivel, y creo que los temas y las narrativas que evoca su trabajo son muy importantes para la muestra, así que también decidí darle un espacio bastante amplio. Un punto muy importante en la exposición”, había dicho a LA NACION en febrero Alemani, cuando anunció que sus esculturas monumentales se ubicarían en la Corderie, dentro de los Arsenales.
Es decir, en el antiguo centro de producción donde se construían las flotas de la ciudad-Estado, símbolo de su poder económico, político y militar.
Una merecida conquista
¿Cómo logran las humildes piezas de barro inspiradas en los hornos del norte argentino conquistar el corazón de la escena global del arte? Costantini da algunas pistas: “Lo que me conmueve de esta obra es la reivindicación de la identidad originaria, algo a lo que se le está dando énfasis en los últimos años en el mundo” confesó el mes pasado a LA NACION el coleccionista, al anticipar que exhibirá el grupo escultórico en el Malba y luego lo instalará en un espacio público de Buenos Aires.
El empresario que convirtió a Frida Kahlo en récord para el arte latinoamericano, al comprar su pintura Diego y yo por 34,8 millones de dólares en noviembre último, comparó entonces el trabajo de Chaile con el de Cecilia Vicuña, primera artista chilena premiada en la bienal con el prestigioso León de Oro. Sus creaciones inspiradas en los quipus, nudos que conformaron el sistema contable de la antigua civilización Inca, no solo están representadas en la colección de Costantini; Quipu Womb (2017), obra presentada en la Documenta 14 en Kassel, fue adquirida por la Fundación Tate Americas.
“Es un reconocimiento al compromiso y la visión de una artista pionera que durante más de cincuenta años ha trabajo en múltiples soportes –dijo el fundador del Malba–, para abordar en forma crítica y poética temas actuales como la ecología, los derechos humanos y el reconocimiento de las tradiciones indígenas”.
Igual que Chaile, Vicuña también rindió homenaje a su madre en las obras exhibidas en Venecia: Bendígame mamita se titula el retrato que le dedicó en 1977 a Norma Ramírez. Pero también hay otras pinturas como Leoparda de Ojitos (1977) y La Comegente (1971), inspiradas en otras realizadas en el siglo XVI por artistas incas que “se vieron obligados a convertirse al catolicismo y pintar y adorar íconos religiosos españoles”, según recuerda la curadora Madeline Weisburg.
“Siento que este premio no es solamente para mí, sino para el mundo indígena y mestizo de América del que vengo, cuya potencia creativa está aún por desplegarse para ser todo lo que puede llegar a ser –declaró Vicuña–. En un sentido profundo mi obra es el cuerpo fructífero del hongo subterráneo invisible que es el mundo nativo de esta Tierra. El León de Oro confirma la potencia de las obras y memorias negadas, que al ser reconocidas pueden fertilizar la creación de otros mundos posibles”.
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