Voces que resuenan
En Tierra en el aire, su último libro de poemas, Osvaldo Aguirre busca que, sin estridencias y por medio del ritmo, la memoria habite en las palabras
Tierra en el aire
Hay en Tierra en el aire, de Osvaldo Aguirre (Colón, 1964), una continuidad natural con los libros anteriores del autor, con la salvedad de que en este último el procedimiento que viene desarrollando desde Las vueltas del camino (1992) se concentra en su mínima expresión. Aguirre ha tomado como escenario donde se hacen visibles sus poemas lo que llamamos "el campo", aunque es en realidad el oído el instrumento predilecto de su atención. Vale decir, mientras que el ojo es una máquina de visión, un orificio por el que entran y salen las imágenes, el oído es el artefacto privilegiado que permite evocar la resonancia de las voces escuchadas o imaginadas, las voces de una región que, si bien existe, se ensancha gracias a la acción del trabajo poético. Tierra en el aire se sumerge en la misma materia de la obra anterior, pero los poemas aquí se libran a la incandescencia de la concisión, de la anécdota y de las descripciones. Cada poema del libro es un depurado mecanismo en el que el peso de cada palabra se impone a la atención del lector, le marca el ritmo, lo advierte: "Rompe/ las palabras,/ dice,/ no rompas/ el silencio".
Cuando en esta poesía se habla de procedimiento, habría que remarcar que su mayor hallazgo acaso sea el elemento prosódico. Los versos de Aguirre persisten en tallar, como el golpe seco sobre el parche de un tambor, una respiración irregular, de acentos variables, que aproximan el poema a la ilusión de la lengua oral. Ilusión que sólo puede ser sostenida por la honestidad y la lucidez del poeta, que conoce de antemano el carácter ilusorio de toda invención, el mismo que rige cualquier instancia donde interviene la lengua humana. ¿O en una conversación que se escucha al pasar no se cumple a rajatabla con una serie de convenciones aprendidas en el seno de la "cultura"?
Tierra en el aire es el intento y la puesta a prueba de hacer entrar la memoria en las palabras. Del libro surge una figura emblemática, la de un viajero del tiempo que busca en los versos lo que aconteció en alguna lejanía de su existencia. Los poemas se van sucediendo como instancias de esa búsqueda, trayectos sin progreso, un tanto a tientas, otro tanto paladeando una epifanía aquietada. En todos los casos, no hay estridencia en la expresión; sí la cautela de quien sabe que la línea que separa el recuerdo y lo olvidado es tan frágil que incluso las palabras no alcanzan a veces para dar con el pasado.
"Vamos a guardar,/ dice, las palabras/ del hogar,// allá,/ las que vienen/ y van,// las de llamar/ a los perros de caza/ y de vigilia, dice,// las que dan/ mejor abrigo." El poeta, que ha ido recorriendo a través del libro un paisaje, que es menos un paisaje que un campo de fuerzas para la memoria, va encontrando el lugar de las palabras, el sitio en el que lo nombrado adquiere la potencia de la evocación. Un árbol, un pájaro, o una frase engarzada en el habla popular, van emergiendo como tesoros de la lengua que el tiempo ha guardado a la espera del viajero que tenga la llave. Aguirre acepta el reto: "Había una vez,/ dice,/ pero como no sabe/ si cuenta el cuento// empieza por atrás/ y vuelve al principio:/ no se olvida del calor/ de hogar ni del rocío/ dorado en la copa/ del hongo./ El bolso preparado/ quema,/ pero es igual/ que una pluma, carga/ cosas del aire,/ el aire del campo,/ el campo de la memoria".
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