Voces de migrantes, aquí, allá, en todas partes
Más de una vez se escucha, en tono de queja, cuando alguien asiste a una guardia hospitalaria: “Por supuesto, me atendió un hermano latinoamericano”. Se refiere, con pretendida ironía, a que el profesional que lo atiende es venezolano, o colombiano, o de algún otro país de la región que, en general, vino a estudiar a la Argentina y está haciendo sus primeras prácticas. Se da en la salud, pero también en variados locales gastronómicos.
En otro ámbito, los bolivianos coparon las verdulerías de una vasta zona metropolitana. Afincados en los cordones suburbanos de Buenos Aires (y de otras ciudades del interior), trabajan la tierra con sus familias y se trasladan diariamente a los barrios centrales a abrir sus locales.
En no pocos casos pagan un espacio en supermercados chinos en una convivencia que, al menos en apariencia, es amable.
Señales que indicarían que la Argentina fue, es y probablemente seguirá siendo un país de acogida donde todos son bienvenidos.
“Mi casa siempre estará abierta para quien la necesite”, decía mi tía Fefu, hermana de mi madre y asturiana como ella. Tenía sus razones para tamaño gesto.
Ellas, toda su familia, sufrieron el dolor del exilio, en este caso en su propio país. El dictador Francisco Franco no dio respiro, ni aun vencidos, a los partidarios de la República.
"“Mi casa siempre estará abierta para quien la necesite”, decía mi tía Fefu, hermana de mi madre y asturiana como ella. Tenía sus razones para tamaño gesto."
Tras la caída de Málaga a manos de las llamadas fuerzas nacionales, el gobernador civil (mi abuelo) y su familia (su esposa, mi madre y mis tías y tíos) tuvieron que salir de la ciudad en un recorrido que los llevó por varias ciudades españolas y el sur de Francia (de ese lado del país vasco). Desde allí, mi abuelo regresaba frecuentemente a España para seguir su actividad política, hasta que una patrulla de la Gestapo lo encontró, del lado francés, y lo entregó a las fuerzas franquistas. Después de dos años en prisión, fue fusilado, y su cuerpo, arrojado en una fosa común del cementerio civil de San Rafael (Málaga), junto con miles de prisioneros muertos.
Era mayo de 1942. Joaquina, mi madre, tenía 18 años y era la mayor de seis hermanos. Le seguían mis tíos Maru (16), Fefu (15), José Antonio (12), Félix (9) y Maite (6).
Tras la detención de mi abuelo, mi abuela y toda su prole se refugiaron en la casa de la madre de ella en Ponteareas, un pueblo gallego que hoy es prácticamente un suburbio de Vigo. Allí recibieron la fatal noticia.
Joaquina y Maru se casaron en 1949. Dos años más tarde, mi abuela Maruja partió a Buenos Aires con sus otros hijos. Fefu ya estaba de novia y se casó por poder, ella en Buenos Aires, él en Vigo. Volvió a su país al poco tiempo.
Mis padres siguieron el camino inverso: ya con cinco hijos (entre 5 años y 8 meses), llegaron a la Argentina con uno de los últimos contingentes de la diáspora. Los primeros años vivieron en el PH que mi abuela había logrado comprar en el barrio de Flores. Allí nací yo (el último de la fila). Éramos diez personas en un tres ambientes. Mi abuela dormía en el living porque había cedido su dormitorio a mis padres, que dormían con mi hermana y conmigo.
Fefu y su familia siempre alojaron en su casa de Vigo a familiares y amigos que necesitaran un lugar de base para empezar de nuevo. Igual que el resto de nuestra familia, las puertas, siempre abiertas.
Samuel y Elena atienden la verdulería de mi barrio. Es una tarde fresca de verano que se presta a la conversación y él me pregunta si vi “cosas raras”. Recuerda que en las cercanías de Potosí, en una noche cerrada, iba con su padre en un camión y vio cómo el perfil de los montes se “dibujaba” con unas luces rojas. Una mezcla de terror y excitación los paralizó por un instante. Están felices de estar acá, donde nacieron sus tres hijos. Pueden trabajar y ganarse el pan.
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