Vivir o envejecer, esa es la cuestión
Hace poco conversaba con una querida amiga, y como de costumbre, cuando uno ha pasado los 50, salió el tema de la edad. Ya saben, vivimos en un mundo que descarta a los viejos. Los maltrata, los excluye, los desprecia. Digo mal. No vivimos en un mundo así. Hemos construido un mundo así.
Cierto, cada uno de nosotros ama a sus padres, a sus abuelos, a sus bisabuelos. Pero el mundo usa la palabra viejo como un agravio. Venimos ocupándonos (y me parece bien) de evitar algunos adjetivos en tono peyorativo. Nos abstenemos de hablar del cuerpo del otro. De las luces del otro. O más bien de la falta de ellas. Pero, nos guste o no, tenemos un sesgo así de grande contra la edad. No porque sí De Senectute. No porque sí Fausto. No porque sí Dorian Gray. Miren, hemos caído tan bajo con esta obsesión por la lozanía que como ni escuchamos a Cicerón ni nos funcionó labrar un acta sulfúrica con el Malo, entonces probamos con el vampirismo, que ahora hasta parece sexy. La sangre se dona, gente. No al revés. Todo, en nombre de la eterna juventud.
O sea, nunca salimos de la pubertad. Pero no me detendré en esto, porque sabemos de sobra cómo es. Eso sí, cuando tenemos un problema bien feo, corremos a hablar con el viejo, que acá ya no se pronuncia en tono ofensivo, sino con respeto y afecto; o nos amparamos en los abrazos de la vieja, que hay una sola. Con la vieja, no. El viejo es lo más. Etcétera. Pero solo cuando nuestro mundo se desmorona. Después, el viejismo vuelve a teñirlo todo con su betún espantoso, porque el paso del tiempo es inexorable. El término fue inventado por el gerontólogo estadounidense Robert Butler en 1968. No es algo nuevo, digamos.
Tampoco me detendré aquí, porque no hay mejor abono para los prejuicios que refutarlos. Pero me viene pareciendo dramático desde hace bastante tiempo, desde que traspasé los 40 y empecé a advertir entre mis pares cierta suave, casi imperceptible aprensión, que, alcanzada cierta edad, adoptamos nosotros también ese sesgo despiadado. La crisis de los 40 no parece ser otra cosa que acusar recibo del certificado de madurez. Que es la etapa previa a volverse viejo.
Así que esto es para los que ya tienen más de 50. Y si pasaron los 60, ni hablar. Impriman el último párrafo y péguenlo donde les quede bien visible.
Vuelvo a la charla con mi amiga. Hablamos de la edad. De cómo éramos a los 18. Que ahora ya no es así, pero que al mismo tiempo las canas inspiran respeto. “Tiene sus ventajas ser silver”, observó. Y esas cosas que dos personas grandes se dicen mientras merodean la llaga de la vejez, para no tocarla.
Pero ya me conocen. Las llagas se curan. Si para eso hay que meter mano y desinfectante, ahí vamos. Aunque duela. Sin miedo.
Le pregunté qué era envejecer. Es una comparación caprichosa. Técnicamente, empezamos a envejecer a los 20 años, según el Instituto Max Planck. Cierto, no hablábamos de eso. Hablábamos de cuando, más adelante, lleguen las limitaciones, primero, y luego los achaques. Le seguirá quizás un ocaso más o menos largo. Y por supuesto que todos nos vamos a morir. Los que hoy son jóvenes también, dicho sea de paso; es solo cuestión de tiempo. La pregunta que le hice a mi amiga en ese punto fue: ¿qué hacés mientras tanto? Hasta que llegue el último día, ¿qué hacés? ¿Vivís o envejecés?
Personalmente, elijo vivir. He visto suficientes personas que disfrutaban de las mejores riquezas que puede uno cosechar en esta vida –una familia que los amaba, un propósito, una cultura que les permitía los deleites más elevados, una salud envidiable–, pero, pasado cierto cumpleaños, decidían empezar a envejecer. Habían incorporado el dogma viejista, porque es cierto que las rodillas a veces duelen un poco o que ya no podés pasarte dos días sin dormir, como a los 20. Pero la vida es mucho más que eso, y el viejismo es no solo un sesgo execrable, sino también una decisión. Sentirse vivo o sentirse viejo. Esa la cuestión. Vivan y amen. Que no he visto un solo atardecer que no valga la pena.
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