Vigencia de un misántropo
El próximo viernes, la nueva Biblioteca La Nación presentará Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift
La imagen de Jonathan Swift arrojando a la puerta de su editor el manuscrito de Los viajes de Gulliver desde un coche de alquiler tal vez no sea verídica pero resulta deliciosamente emblemática. El gesto condensa la contradictoria actitud del escritor ante su obra y, sobre todo, ante los demás: una mezcla de condescendencia y necesidad, una suerte de interesado desprecio de quien había llegado a impugnar las bases mismas de la sociedad de los hombres pero pareció conservar hasta último momento la esperanza de que ésta fuese alguna vez menos injusta y más solidaria.
Víctima de una vida desgraciada -servicios mal recompensados por la corona británica, una salud precaria y la muerte prematura de la mujer amada-, Swift fue, como todo escritor satírico, un moralista; y, como todo moralista, un desengañado. Pero lo que distingue la relación de los maravillosos viajes de Lemuel Gulliver de los escritos satíricos publicados con anterioridad es la capacidad de su autor para construir una narración puntillosamente verosímil, fascinante por la originalidad de su anécdota y, por lo tanto, muy atractiva de leer más allá de su afán moralizante.
Publicados en 1726, cuando Swift tenía 59 años y había regresado a Irlanda para comprobar el sometimiento de este país a Gran Bretaña, Los viajes de Gulliver están plagados de alusiones ferozmente paródicas. En primer lugar, la obra ridiculiza el género del relato de viaje, llevado a una saturación descabellada y banal por innumerables autores de esos años. En segundo lugar, en la mirada de Gulliver, un arquetipo del marino inglés de la época, Swift hace la caricatura de una cosmovisión soberbia y etnocéntrica. Por otro lado, a través de los viajes de Gulliver a Liliput, Brobdingnag, Laputa y Balnibarbi, satiriza los usos y costumbres de la corte británica con sus conspiraciones e injusticias, y los monstruos engendrados por una razón científica que, obnubilada por su lucidez, era capaz de llegar al disparate. Pero el broche de oro es el viaje final al país de los houyhnhnms, donde los caballos son los amos sabios y epicúreos y los monstruosos yahoos, una variante apenas degradada de los hombres.
Hijo de una época que hizo de la astronomía un modelo de conocimiento científico y lector de la filosofía de Berkeley, Swift convierte a su personaje en un instrumento de percepción. Más que un voyageur (viajero), Gulliver es un voyeur : el testigo ocular de mundos tan diferentes como para llevarlo a reflexionar sobre el propio. A diferencia de Robinson Crusoe, emblema del nuevo hombre europeo victorioso en su lucha contra la soledad y la intemperie, Gulliver se encuentra en cada viaje con un mundo demasiado poblado y que todo el tiempo le muestra el costado más miserable de la sociedad a la que él pertenece.
Formidable en su invención y lapidaria en sus sentencias sobre el género humano, la obra de Swift mantiene, en su descarnada misantropía, una vigencia admirablemente perturbadora.
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