Vidas de muertos
Esta semana murió Milan Kundera. Un momento: ¿Kundera estaba vivo? ¿Por qué hay escritores que uno daba por muertos hace años? Una explicación posible sería que, a diferencia de otros artistas, el lugar que ocupa un escritor en el imaginario social no depende de su presencia física sino de la vigencia de su obra. Es por eso que resulta fútil la insistencia de agentes, editores y publicistas que, cuando a un autor le va bien, lo obligan a pasar semanas arriba de un avión. “Hoy viajan los escritores, pero no los libros”, se quejaba Ricardo Piglia en una entrevista en 2014 y tenía razón. Lo que debería procurarse es que esos libros se editen en otros países y traduzcan a otras lenguas y, en todo caso, que más tarde el autor apoye la difusión de esa obra con su imagen en tres dimensiones.
Pero las cosas, en el mundo de la cultura, no siempre tienen lógica. O la literatura no suele seguir, por fortuna, la lógica que el mercado busca imponerle. Un escritor vivo, en perfecta forma intelectual, puede estar más muerto que uno efectivamente muerto muchos años antes. La existencia pública de un autor depende de ese ente un poco vaporoso, siempre esquivo, que se llama lector. Solo cuando sus textos conectan con los lectores (y no hace falta que sean muchos, alcanza con un ferviente puñado) ese autor estará efectivamente vivo. Es un acto muy sencillo de comprobar para cualquiera que posea una biblioteca: cada vez que uno agarra uno de esos volúmenes mudos que hasta entonces permanecían en estado latente, ese libro vuelve a hablar, a decirnos algo.
Así, los escritores tienen múltiples vidas. O ninguna. Incluso son capaces de experimentar resurrecciones, décadas o siglos después de desaparecer. Lo que en el mercado editorial se llama “rescate” es precisamente eso: traer de nuevo a la vida una obra y una figura de autor. Ha sucedido, por diversas razones, con múltiples escritoras en los últimos años. Sara Gallardo sería un perfecto ejemplo. Agota Kristof, otro.
¿Y qué pasa con el chileno Roberto Bolaño, de cuya muerte se cumplen mañana dos décadas? Bolaño comenzaba a disfrutar del reconocimiento de los lectores cuando murió, a los 50 años, de una enfermedad hepática. Había terminado de escribir 2666, su último libro, en una carrera contra la muerte. El suyo fue un extraño caso de consagración post mortem: en los diez años que siguieron a su partida, de 2003 a 2013, su nombre no dejó de crecer, al igual que el número de traducciones de sus libros. Quizá por eso cuando ya se había leído lo central de su obra (los cuentos de Llamadas telefónicas y Putas asesinas, incluso de El secreto del mal; novelas como Estrella distante, Nocturno de Chile, Los detectives salvajes), sus herederos y su nuevo agente literario decidieron publicar hasta el último papel inédito de su biblioteca.
Y luego, poco a poco, en la última década, su figura e influencia parecen haber menguado. Hay pocas dudas de que Bolaño fue el último gran escritor latinoamericano del siglo pasado. ¿Pero hoy? Tal vez aquel empacho al que fueron sometidos sus lectores haya contribuido a que el interés se diluyera. ¿O tendrá que ver con que su literatura no sopla con los vientos de la época? Los cuentos y novelas de Bolaño están poblados de aspirantes a escritores, delincuentes menores, buscavidas y perdedores. Es una literatura romántica y masculina, que retrata aspectos viles de la existencia humana. Hay un amor desbordado por la literatura y una presencia nula de complejos de Edipo y neurosis no resueltas, de crisis de identidad y preocupación por la ecología y la salud. Poco y nada de lo que dicta la actual agenda de la corrección política. Mejor. Cuando las modas se transformen en polvo sus libros estarán ahí esperando, en la biblioteca, al alcance de la mano, dispuestos a emitir su grito oscuro una vez más.
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