Vida dañada
Lejos de sus relatos policiales, Claudia Piñeiro narra en Una pequeña suerte una historia de memoria y reflexión obsesiva
En una zona del Gran Buenos Aires, tres autos están detenidos frente a la barrera baja de un paso a nivel, mientras se escucha la alarma. Pasa un largo rato sin que nada justifique el sonido, por lo que el conductor de uno de los vehículos decide cruzar. Una mujer, frente al volante del auto en cuyo asiento trasero van su hijo Federico, de seis años, y Juan, un compañerito de escuela, empieza a hacer lo mismo, pero el coche deja de funcionar sobre las vías. Intenta volver a ponerlo en marcha, no lo consigue y en ese momento ve que aparece el tren. Desesperada, baja y saca a su hijo. Trata de hacer lo mismo con el otro niño, pero éste no obedece cuando le grita que levante la traba de seguridad y ríe, como creyendo que se trata de un juego. La secuencia trágica se produce en segundos; en la mujer, sus efectos se prolongan durante muchos años.
Claudia Piñeiro aborda en Una pequeña suerte una temática muy distinta a la de sus relatos policiales. En éste no prevalece la acción sino casi su opuesto: el extendido pensamiento de la protagonista, vertido en primera persona y exponente -merced al meditado sondeo de la autora- de lo que puede alojar el alma femenina. La memoria y la reflexión obsesiva acosan a quien se llamará sucesivamente María Pujol, María Pujol de Lauría y también Mary Lohan o, para otros, "la mujer que manejaba el auto" y, en versión de más crudeza, "la irresponsable causante de la muerte de Juancito". Porque el terrible episodio tiene luego como secuela la tenaz actitud condenatoria de la madre del niño que ha muerto, del vecindario y de los padres de compañeros de aula de Federico, hasta el punto de que éstos instigan a sus hijos a ignorarlo o tratarlo mal. La situación termina afectando al grupo familiar, por lo que María le propone a su marido irse a vivir los tres a otro lado, donde nadie la conozca, aunque él lo rechaza de plano. La mujer descarta el suicidio por su hijo, aunque -queriendo optar por lo menos perjudicial para el niño- concluye que la única alternativa que le queda es un solitario alejamiento. Con sólo un dinero ahorrado, aborda un avión rumbo a los Estados Unidos, sin tener definido un destino preciso donde establecerse.
Lo que seguirá ocurre a partir del pedido (María lo juzga tiempo después como una pequeña suerte) que una anciana que viaja a su lado le hace a un hombre de otro asiento para, como le explica, estar más cómoda: cambiar de lugar, a lo cual él accede. El hombre se llama Robert Lohan, es director de un prestigioso colegio de Boston, invita a María a ocupar una pieza vacía de su casa y se muestra muy contenedor cuando ella le cuenta su historia. La sólida formación de Lohan da pie a buenas charlas literarias, por ejemplo sobre La mujer rota, de Simone de Beauvoir. Le dice que ella no puede ser calificada así, sino como dañada. "Lo roto no tiene arreglo; lo dañado, sí", la alienta.Un año después se casan, lo que es como un volver a vivir para María. Dos décadas más tarde, Lohan logra que su colegio se asocie con otro de Temperley, la localidad bonaerense en la que había residido ella y a la que vuelve, por el convenio alcanzado, con una fisonomía muy cambiada. En la institución, donde impartirá clases de inglés, Federico Lauría se desempeña también como docente. Ambos tienen una entrevista profesional. Ella sabe que él es su hijo, pero él ignora que ella es su madre, aunque al despedirse atrae su atención un lunar que ve en la muñeca izquierda de Mrs. Lohan. Uno idéntico -y la historia seguirá de ahí en más su curso- tenía su madre.
María parecería ser no sólo un personaje de ficción sino una representación del universo femenino, idea que parece reforzar el recurso técnico de incluir, en el pensamiento-monólogo del personaje, los títulos de los capítulos del libro, como si ella formara parte de algo que excede la propia historia.
Una pequeña suerte
Claudia Piñeiro
Alfaguara
233 páginas
$ 199