Victoria y la serie Envidiosa
Cualquiera podría contar con los dedos de las manos, uno, dos, tres, cuatro, cada vez que siente envidia a lo largo de una semana. O de un día. Tal vez no alcanzarían porque la cuñada se va de viaje al Caribe y una no tiene vacaciones ni soñadas, envidia; una amiga consiguió el trabajo que quería desde que se anotó en la facultad y acá la rutina ya no ahoga sino que aplasta, envidia; la prima maneja sola para todos lados aunque hace poco que sacó el registro y por casa un desastre, sin el novio de copiloto no avanza, envidia. Y hay más porque la lista sigue con algún que otro compañero de trabajo que tal cosa y hasta con la gente que pasa por la calle con aquello que se quisiera tener porque la envidia es algo tan natural. El aire, el agua, el sol, los árboles, los pájaros que cantan por la mañana y la envidia.
Hoy es tema de conversación en una serie protagonizada por Griselda Siciliani que se llama así, Envidiosa, para marcar el carácter de Victoria, el personaje principal, una decoradora de 40 años que se viste espléndidamente –el look algo deportivo y oversize con estiletos– que recién se separó y está harta de nunca anunciar nada (que se casa, que está embarazada) mientras el resto, más que nada sus amigas y su hermana, no paran con las noticias y brindemos, qué alegría, chin chin. Ella, todo el tiempo en toda la serie, y la angustia por lo que tienen los demás.
Eso es la envidia. La tristeza por el bien ajeno, desear algo que no se tiene pero que otro sí. Y es tan natural. Viene en el cuerpo, no se elige, está, como los pulmones o la columna vertebral.
Un niño de tres años siente envidia cuando ve a otro con un muñeco que él no tiene y entonces, libre, no domesticado como los adultos, se lo quita y lo hace llorar. Malo el niño. Pero eso es otra cosa. Y una confusión que hace que la envidia funcione como un sentimiento a tener tapado. Qué insoportables esos comentarios que se escuchan tanto cuando una se pone a escuchar y que dicen “ayyy cómo vas a sentir envidia, yo no siento envidia nunca, estoy feliz con lo que tengo”.
Todo el tiempo se pueden sentir microenvidias. Cositas chiquitas que aparecen porque un otro las trae a escena y entonces eso me gustaría tener, eso, eso, qué lindo. Pero si la envidia lleva a criticar con maldad a alguien, a desear que pierda lo envidiado, a buscar venganza o a lastimar nada tiene que ver con la pobre envidia, que es solo una tristeza o más poético aún, una especie de saudade.
Hay mucho de bueno en la envidia. Ayuda a conocerse. A entenderse. Ver lo que tiene el otro, quererlo, aporta conocimiento. Una amiga se casa, cuenta lo que va a hacer para la fiesta, el salón con los autos de exhibición, la banda en vivo, entonces otra amiga envidia y se pone a pensar en su casamiento y se mete en un pogo ajeno e imagina cómo quisiera que fuera su vestido hasta que de pronto, quizá varias semanas después, se da cuenta de que no. No le interesa el matrimonio. Punto para la envidia, que enseña. La envidia, que también es un aviso: hola, te falta esto, salí a buscarlo. Gracias envidia. Para qué negarla.
Victoria no la esconde, es una mujer de esas que parecen estar hechas de adentro hacia afuera porque muestra con la cara lo que le pasa o deja de pestañear o le cuesta tragar. Ella es el niño de tres años y eso se siente como un vaso lleno de agua fría luego de la clase de tenis con 30 grados de térmica. Al fin. Bravo por Victoria la envidiosa. Lo que pasa es que además es egocéntrica, competitiva, dramática, prejuiciosa, agresiva, capaz de arruinar la boda de una amiga, superficial, rencorosa, una mujer que se va de su cumpleaños para verse con un tipo y completamente monotemática: se quiere casar, se quiere casar. Eso la hace la antiheroína, no la envidia. Habría que cambiarle el título a la serie.
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