Con una exquisita pluma que logra transportar al pasado, el prócer comparte su mirada del mundo en las cartas que escribió durante la travesía, recopiladas en un libro
PARÍS
El español no tiene una palabra para indicar aquel farniente de los italianos, el flâner de los franceses, porque son uno y otro su estado normal. En París esta existencia, esta beatitud del alma se llama flâner. Flâner no es como flairer, ocupación del ujier que persigue a un deudor. El flâneur persigue también una cosa, que él mismo no sabe lo que es, busca, mira, examina, pasa adelante, va dulcemente, hace rodeos, marcha, y llega al fin... a veces a orillas del Sena al boulevard otras, al Palais con más frecuencia. Flanear es un arte que solo los parisienses poseen en todos sus detalles; y sin embargo, el extranjero principia el rudo aprendizaje de la encantada vida de París por ensayar sus dedos torpes en este instrumento de que solo aquellos insignes artistas arrancan inagotables armonías.
El pobre recién venido, habituado a la quietud de las calles de sus ciudades americanas, ¡anda aquí los primeros días con el Jesús! en la boca, corriendo a cada paso riesgo de ser aplastado por uno de los mil carruajes que pasan como exhalaciones, por delante, por detrás, por los costados. Oye un ruido en pos de sí, y echa a correr, seguro de echarse sobre un ómnibus que te sale al encuentro; escapa de éste y se estrellará contra un fiacre si el cochero no lograra apenas detener sus apestados caballos por temor de pagar dos mil francos que vale cada individuo reventado en París. El parisiense marcha impasible en medio de este hervidero de carruajes que hacen el ruido de una cascada; mide las distancias con el oído, y tan certero es su tino, que se para instantáneamente a una pulgada del vuelo de la rueda que va a pasar, y continúa su marcha sin mirar nunca de costado, sin perder un segundo de tiempo.
Ando como un espíritu, como un elemento, como un cuerpo sin alma en esta soledad de París. Ando lelo; paréceme que no camino, que no voy sino que me dejo ir
Por la primera vez de mi vida he gozado de aquella dicha inefable, de que solo se ven muestras en la radiante y franca fisonomía de los niños. Je flâne, yo ando como un espíritu, como un elemento, como un cuerpo sin alma en esta soledad de París. Ando lelo; paréceme que no camino, que no voy sino que me dejo ir, que floto sobre el asfalto de las aceras de los bulevares. Solo aquí puede un hombre ingenuo pararse y abrir un palmo de boca contemplando la Casa Dorada, los Baños Chinescos, o el Café Cardinal. Solo aquí puedo a mis anchas extasiarme ante las litografías, grabados, libros y monadas expuestas a la calle en un almacén; recorrerlas una a una, conocerlas desde lejos, irme, volver al otro día para saludar la otra estampita que acaba de aparecer. Conozco todos los talleres de artistas del boulevard; la casa de Aubert en la plaza de la Bolsa, donde hay exhibición permanente de caricaturas; todos los pasajes donde se venden esos petits riens que hacen la gloria de las artes parisienses. Y luego las estatuetas de Susse y los bronces por doquier, y los almacenes de nouveautés, entre ellos uno que acaba de abrirse en la Calle Vivienne con doscientos dependientes para el despacho, y 2000 picos de gas para la iluminación.
Por otra parte, es cosa tan santa y respetable en París el flâner, es una función tan privilegiada que nadie osa interrumpir a otro. El flâner tiene derecho de meter sus narices por todas partes. El propietario lo conoce en su mirar medio estúpido, en su sonrisa en la que se burla de él, y disculpa su propia temeridad al mismo tiempo. Si Ud. se para delante de una grieta de la muralla y la mira con atención, no falta un aficionado que se detiene a ver que está Ud. mirando; sobreviene un tercero, y si hay ocho reunidos, todos los presentes se detienen, hay obstrucción en la calle, atropamiento. ¿Este es, en efecto, el pueblo que ha hecho las revoluciones de 1789 y 1830? ¡Imposible! Y sin embargo, ello es real; hago todas las tardes sucesivamente dos, tres grupos para asegurarme de que esto es constante, invariable, característico, maquinal en el parisiense.
ÁFRICA
Por fin, la tercera noche entrarnos en la bahía de Argel, demasiado tarde para desembarcar, pero a tiempo que el temporal se desataba. El viento agudísimo, los saltos que el laut daba en torno de su anclote, la lluvia y el granizo, todo se esmeró para hacerme adorables al día siguiente los primeros albores de la mañana, y encantado el singular aspecto de la ciudad que se presenta a la vista como un manto blanco extendido, a guisa de albornoz árabe, de alto abajo en la rápida pendiente de una colina.
Estaba, pues, en Argel, que desde Chile formaba parte muy notable de mi programa de viaje, y a medida que ascendía los escalones que forman las calles, la variedad de trajes, la multiplicidad de los idiomas, y la mezcla de pueblos y de razas humanas excitando la curiosidad, me hacían olvidar todas las tribulaciones que hasta entonces tenía experimentadas.
***
Los moros en Argel, los árabes, los turcos y los17 judíos, cada uno de estos pueblos conserva aun su tipo original, y la mezcla de franceses, españoles o italianos, sirve, lejos de confundirlos, para hacer más notables sus diferencias de raza y vestiduras. Las mujeres judías, por ejemplo, visten un gabán, exactamente como el de nuestros clérigos, con mangas de telas diáfanas como las del sobrepelliz, y un magnífico pectoral recamado de oro, acaso análogo al del gran sacerdote hebreo. Las moriscas atraviesan las calles envueltas de pies a cabeza, en una nube de velos blancos y trasparentes, lo bastante para dejarse ver unos a otros, sin que nada de humano revelaran estos fantasmas ambulantes si una estrecha abertura horizontal en la frente no permitiese ver dos ojos negros, brillantes, grandes y hermosos, para probar que no sin razón los poetas orientales han comparado los ojos de sus mujeres con los de la gacela del desierto.
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Pasadas estas primeras impresiones, la ilusión empieza a desvanecerse, empero, y en lugar de las numerosas mezquitas y minaretes, que el viajero espera encontrar entre los compatriotas del Profeta, al subir a la plaza de Orleans, cuyo artificial pavimento sostienen dos órdenes de bóvedas superpuestas, la Europa se presenta de golpe en el plantel del futuro París africano, con sus magníficos hoteles, perfumerías y restaurantes, sus calles flanqueadas de galerías cubiertas como las que avecinan al Jardín de las Tullerías, las murallas por todas partes tapizadas de carteles, que en letrones monstruos y con todo el charlatanismo del affiche, anuncian los objetos de moda, los libros nuevos, las funciones teatrales, y los decretos del gobernador general. Centenares de carretelas y doscientos ómnibus cambian sin cesar su depósito de transeúntes, sin que las diligencias de seis caballos escaseen, llevando o trayendo colonias de viajeros para los distintos puntos de la Argelia, con visible pavor de los tímidos camellos, a quienes sorprende y detiene en el camino su enorme mole.
Solo remontando a los barrios mas oscuros de la ciudad, puede observarse la vida y construcción árabes, en las hileras de tiendas en que sus inquilinos hilan sentados en el suelo, o fuman en silencio su larga pipa a lo largo de los pasadizos sombríos y húmedos que forman tortuosas calles de una vara de ancho. Por todas partes en el litoral se observa la misma transformación y movimiento; y al paso que van las cosas, dentro de poco podrá sin impropiedad llamarse este país la Francia africana.
Las bellísimas colinas que forman las costas extendiéndose al interior como onduloso mar de verdura, se cubren de villas construidas por el ejército francés a golpe de tambor; muchas de ellas están como cuerpo sin alma esperando los moradores que han de darles amación y vida.
Fragmentos del libro Viajes por Europa, África y América: 1845-1847, adecuados a las reglas ortográficas actuales
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