Viaje a Berlín, veinte años después del nazismo
Por Sara Gallardo
Rumbo a Alemania. Sentado a mi lado en el avión que me lleva a Alemania va un estudiante chilenogermano que me habla sin cesar. Vuelve a Alemania a buscar a su mujer. De cuando en cuando dejo de escucharlo para pensar en mis cosas. Para pensar, por ejemplo, en este país al que voy a llegar dentro de pocas horas. En realidad pienso que es el más misterioso de los países. Más misterioso todavía que la India con su famoso misterio. Ninguna nación ha convivido más íntimamente con el genio. Ninguna ha llegado a tal excelsitud en el horror. No sé cuál será la experiencia de usted que está leyendo. Pero, según la mía, la gente se divide en dos clases de fanáticos: los pro-Alemania. Los anti-Alemania. Yo... voy a ver.
El abstemio enojado. El estudiante, mientras, sigue habla que te habla. Era pro y se ha vuelto anti. Mientras lo escucho bebo un vino del Rin que volvería germanófilo al más remiso. Pero él es abstemio... "Ya va a ver... –me dice–. Ni uno de nosotros, sudamericanos, puede vivir allí. ¡El dinero! ¡El dinero! Esa gente no sabe aceptar un favor: quieren pagarlo, de cualquier modo, con una cerveza, con un cigarrillo. ¡Y hablando de cigarrillos! ¿Qué le parece eso de convidar a alguien a fumar, que acepte y se guarde el cigarrillo para más tarde? No, no. ¡Y yo que fui tan ilusionado! Lo único que les importa es el dinero... No sueñe con que nunca le presten nada...". Y así por el estilo.
"¿Sin abrigo?". Llego a Fráncfort con lluvia y nevisca. ¡Magnífico! Vengo del verano argentino... y en los apurones de la partida me he olvidado el tapado... En el aeródromo me espera fräulein Ascheid, intérprete de Inter Nationes, alta y parecida a Claudia Cardinale. "¿Sin abrigo? –me dice–. ¡Y es sábado a mediodía!". Da una orden al chofer y zarpamos entre rutas perfectas. Vamos rumbo a su casa. Baja de un salto y vuelve: trae un tapado de ella, sin estrenar, de pelo de camello azul. Es el que uso hasta el lunes, en que puedo comprarme uno.
Influida por mi compañero de viaje me pregunto: "¿Será que fräulein Ascheid, tan culta, es un caso excepcional?". Días después, en Berlín, pierdo la llave de mi cartera, dentro de la cual está el boleto del avión en el que debo salir pocos minutos más tarde. La empleada de una valijería a la que entro baja sonriente una caja repleta de llavecitas, prueba durante un cuarto de hora, descubre una que sirve... y me la regala. Y días más tarde, en Stuttgart, mi dinero de bolsillo llega a su fin. Elisabeth Brandstetter, intérprete también de Inter Nationes, rubia y parecida a María Schell, se esconde de vez en cuando durante nuestros paseos y vuelve con regalos para mis hijos, que desliza con aire tímido en mi equipaje. ¡Y Adam, el famoso hotelero de Rothenburg, que me regala una botella de vino blanco y una torta de Navidad! No. Decididamente debo descartar ciertos datos del estudiante del avión. ¡Y cómo funciona! Alemania. Los vidrios de todas las casas y galpones brillan como diamantes. Las rutas fabulosas se abren en abanico, cruzan bosques de pinos, pueblos de casas en hilera, infinitas plantas industriales. La gente viste ropa nueva, demasiado nueva, y rebosa de las tiendas; compra, come. Gente gorda, señoras con sombreros inverosímiles que se amontonan en las confiterías, autos que relucen como recién salidos de la fábrica. Hace veinte años, todo esto era un solo montón de cenizas. Hoy parece una minuciosa máquina aceitada, que funciona sin ruido. ¡Y cómo funciona!
Una "metida de pata". ¡Qué orgullo! En verdad, ¿cómo no estar orgullosísimos? Los alemanes lo están. ¡Pero no vaya usted "a meter la pata" como lo hice yo! –Me imagino qué orgullosos están –digo más de una vez–. Realmente, el nacionalismo alem... –No existe. –Bueno… digo… el sentimiento nacio... –¡No existe! Es un complejo. En Alemania se puede hablar de "milagro alemán", de esfuerzo alemán, de heroísmo alemán. Pero no de nacionalismo alemán. Hay respuestas irónicas: "¿Qué somos como nación? Ni nosotros lo sabemos ya. Divididos en tres partes...". O ingenuamente sinceras: "Eso desapareció. Hemos conocido otros pueblos en todos los frentes de batalla, hemos viajado". O utópicamente juveniles: "La juventud ya no cree en naciones. Creemos en una Europa unida, desmilitarizada...". Como un chico al que le han dado un bofetón en la boca, los alemanes ya no pronuncian esa palabra. Nacionalismo. Llamémoslo patriotismo. O no lo llamemos nada. Pero todos los alemanes me hubieran respondido igual que esos estudiantes de Hamburgo con los que discutí en la universidad: –¿Debo entender que ustedes ya no saben qué significa ser alemán? –¿Alemán? Lo que no sabemos es qué es hoy Alemania, pero todos sabemos lo que es ser un alemán. Por supuesto. Es el único secreto que permitió la realización del "milagro alemán".
Alambrados, soldados y perros. Este milagro hace que algunos olviden la herida constantemente abierta de Alemania. No la olvidan los alemanes, por cierto. Estoy en Lübeck, una ciudad exquisita, señorial, que mira al Báltico. Es la cuna del verdadero mazapán. Tiene una maravillosa catedral gótica. Un breve paseo, y llegamos a la frontera que divide a "las dos Alemanias". Hace frío. Los dedos se endurecen sobre los catalejos. ¿Qué catalejos? Los que sirven para mirar al otro lado. Hay una "tierra de nadie" que pertenece a los orientales, después vienen los altos alambrados. Detrás, de dos en dos, pasean soldados (también alemanes) con uniformes grises de corte soviético. Y grandes perros negros. Los alemanes miran en silencio a los otros alemanes. Nadie dice nada. Un hombre me alarga el catalejo que ha usado y señala hacia el otro lado con la mano temblando. "Allí quedaba mi casa. Allí criamos a nuestros hijos. Allí han quedado mis padres... No creo que vuelva a verlos…". (...)
Berlín: aquí está la guerra. Una noche salgo para Berlín. Vuelo por sobre el territorio oscuro de Alemania Oriental. También se ve oscura la parte oriental de Berlín. Avenidas de luces escasas, diseminadas. Después la parte occidental llena de luces. Y aterrizamos. Berlín... Aquí está la guerra. Es la primera vez que palpo así la guerra en Europa. Una ciudad trágica, con una grandeza fantasmal de vieja capital en las amplias avenidas (vacías). Hay, por supuesto, el enorme sector de la abundancia, de las luces, de la gente que compra y compra. Pero si usted toma un coche y se dirige hacia donde estaba el antiguo centro, empieza a ver manzanas y manzanas de desierto. "Aquí, el 3 de febrero de 1945, en media hora quedaron 15 mil muertos y 53 mil personas sin casa", dice la guía. Y después, en ese susurro con que la gente se habla en Europa y que hace palidecer de vergüenza a la gritonería argentina, pide al chofer: "Vamos a la frontera". El auto sigue andando. "Todo esto era el centro comercial, No se sabe quiénes eran los dueños de estos terrenos. Como muchos eran judíos... Nadie quedó para reclamarlos". Los pastizales se mueven en la brisa, allí donde antes iban y venían los elegantes. Potsdam, centro del tráfico y el comercio en el pasado, hoy es un círculo vacío y polvoriento detrás de una empalizada. Aquí es la frontera. Los carteles en inglés, francés y ruso avisan a los caminantes. Y aquí está el Muro. El Muro de Berlín.
Una visión terrible. Es una visión terrible. Bloques sobre bloques de un hormigón gris sucio coronado por alambres de púa. En algunos trozos son casas abandonadas las que sirven de muro; los bloques grises ciegan las ventanas como tierra en los ojos de un cadáver. De trecho en trecho hay alguna plataforma con escalones de madera. Los berlineses suben y miran hacia el otro lado. Es la mañana de un domingo. Solitaria sobre una de esas plataformas, veo a una mujer que saluda con un pañuelito y después se lo lleva a los ojos. Coronas de hojas marchitas, cruces, señalan los sitios en que algún desconocido quiso huir y fue baleado. Y, siendo la humanidad como es, no faltan tiendas que venden postales y recuerdos de "el Muro".
Cruzo al otro lado. Una tarde cruzo al "otro lado". Es un trámite largo. Los coches hacen cola frente a una barrera blanca y roja que se levanta. Después hay que esperar en galponcitos de madera, donde alemanes con esos mismos uniformes sovietizados revisan pasaportes, hacen vaciar canastas donde hay verduras o ropa, miran atentamente la foto del pasaporte y la comparan con la cara de uno, etcétera. Después uno pasa. La verdad es que no sé qué hacer de este lado de Berlín. La gente tiene ropa más pobre, e infinitas colas de niños caminan por las calles. Son jardines de infantes y escuelas que van a visitar museos. Buena idea. Los sigo. Gracias a eso veo maravillas que anhelaba ver desde mi infancia y no sabía que estaban aquí: el altar de Pérgamo, por ejemplo. Y la puerta de Ishtar de Babilonia. Un día antes he estado frente a Nefertiti, la reina egipcia, en el museo de Dalhem.
El extraño Vater Frost. Son los días previos a la Navidad. Algunos muñecos feos e ignotos, gigantescos, "adornan" una plaza. Resultan ser Vater Frost (Papá Helado) y otros compañeros laicos inventados por algún funcionario de Ullbrich para suplir en el corazón rabiosamente navideño de los alemanes el amor por un personaje religioso como Santa Claus. Me gustaría hablar largamente con algún habitante de este lado, pero no sé si puedo comprometerlos. Así que me limito a dar una vuelta por las calles. Pronto es hora de volver al lado occidental. Nueva cola. Los soldados abren el capó y el baúl del auto y pasean por debajo de él un espejo con largo mango y dos ruedas. Siento un escalofrío. ¡Con tal de que nadie se haya escondido allí! Nada. Menos mal... Trágica Berlín, donde está a la vista el dolor escondido de toda Alemania.
"No es fácil ser alemán" . Curt Peters tiene un viejo departamento arreglado con refinamiento en un barrio de Hamburgo. Hay un sofá con muchos almohadones, una luz baja, y Curt Peters y su mujer que se dicen frases de amor. Los dos son morenos y no parecen alemanes. Para las vacaciones se fueron a una isla griega. Y él trabaja como gerente de relaciones públicas del puerto de Hamburgo. Este puerto, que es el tercero de Europa, y donde 20.000 buques fondean por año. Un puerto de padre y señor mío. Pero no hablamos del puerto. Comemos kuchen, que son masitas, y tomamos café. "No es fácil ser alemán", dice Curt. Según él, ser alemán hoy, veinte años después del nazismo, resulta un problema. "Uno viaja, llega a Oriente, por ejemplo, y los árabes te abrazan diciendo: ‘¡Bien venido, alemán amigo! ¡Mataron a todos los judíos! ¡Alemán amigo!’. Uno llega a Israel y dicen: ‘¡Ah, alemán! Pase no más...’. Y uno se siente... Bah, no es fácil". Ideas de Curt Peters, quizá. Quizá no. Sea como fuere, Alemania es una máquina que funciona a todo vapor. Tanto funciona, que los trabajadores emigran hacia allí desde otros países de Europa. (...)
Hasta la vista. Alemania marcha viento en popa. Y yo me vuelvo a mi país. Digo adiós a las multitudes gordas que compran y compran y toman cerveza, y se ríen de verdad haciendo "jo, jo, jo". Digo adiós a Múnich, esa ciudad de refinamiento con sus cuatrocientas boites en el barrio de Schwabig. Digo adiós a los obreros que tienen nueve años de estudio como mínimo obligatorio. Digo adiós al sufrimiento oculto de un país brillante. Misteriosa Alemania, que sigue siendo un misterio para mí, hasta la vista.
Atlántida, año 49, abril de 1966. Publicada en 2018 en Los oficios, Ed. Excursiones, compilación de Lucía De Leone.
Sara Gallardo
Escritora y periodista argentina. Autora de novelas como Los galgos, los galgos o La rosa en el viento, publicó crónicas, entrevistas y columnas en el diario La Nación, los semanarios Confirmado y Atlántida, y la revista femenina Claudia.
¿Por qué la elegimos?
Marcada por la modernización cultural que atravesó la Argentina durante los años sesenta, Sara Gallardo plasmó en su obra periodística una mirada aguda, frecuentemente matizada por la ironía. Fue, además, testigo y protagonista de una época de fuertes cambios en la política, la sociedad y la vida de las mujeres
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