Viajar para contarlo
En el camino. Los libros de viajes constituyen un género cautivante desde tiempos remotos. Grandes cronistas, animados por su ansia de conocimiento y espíritu de aventura, dejaron constancia de sus travesías por mundos desconocidos y de las maravillas que encontraron en geografías sorprendentes. De Martín Caparrós a Hernán Iglesias Illa y de María Sonia Cristoff a Carolina Reymúndez, varios autores reavivan el interés por ese fenómeno literario
De los relatos míticos que refieren al viaje (como el de Ulises a Ítaca en la Odisea) a los cuadernos de bitácora de remotos exploradores, de los diarios de los naturalistas del siglo XIX a la travesía de Beatriz Sarlo entre la Amazonia y las Malvinas, del Viaje con Heródoto de Ryszard Kapuscinski a las crónicas patagónicas de Roberto Arlt y el retrato de la Argentina de Martín Caparrós.Desde el fondo de los tiempos, los cronistas de viajes suelen llevarnos por caminos desconocidos.Periodistas y escritores han dejado a un lado la visión inocente y a menudo superficial que tantas veces guía al turista para apropiarse de la mirada (y la vivencia) del viajero, que procura capturar la espesura de esa experiencia e intenta comprender el mundo más que registrar apenas íconos de postal turística. Los cronistas viajan para entender: trazan itinerarios atípicos, exploran atajos, desempolvan caminos y dibujan mapas de aldeas y ciudades desconocidas.
Para María Sonia Cristoff, que en Falsa calma retrata los pueblos fantasmas de la Patagonia argentina, el encuentro con la crónica fue casual y crucial. No bien terminó su carrera de Letras, aceptó un trabajo como traductora del diario personal de un viajero inglés, que la obligó a recluirse durante dos meses en una estancia remota de Tierra del Fuego. Ahí encontró un archivo muy rico de relatos de viajeros y, en ellos, una clave: la posibilidad de hacer confluir en una misma trama elementos de la historia, la ciencia, la religión y la geopolítica. Esa confluencia la llevó, dice, a una zona narrativa híbrida que aún sigue explorando y en la que hay, aquí y allá, huellas propias. "Hasta el viajero que pretende ser más objetivo termina por recurrir a la ficción y también al trazo personal", dice. "Porque toda crónica de viaje puede leerse como parte de una autobiografía."
El género tiene numerosos antecedentes en todas las épocas; su genealogía es inabarcable. Desde El libro de las maravillas que reúne las observaciones de Marco Polo durante su viaje a Oriente Medio, grandes autores dejaron registro de sus peripecias alrededor del mundo: entre tantos otros, Goethe publica su Viaje a Italia (1786), Stendhal la crónica de sus Paseos por Roma (1829), Flaubert la de su Viaje a los Pirineos y Córcega; la Guía para viajeros inocentes (1869) reúne las crónicas de Mark Twain durante la travesía que lo llevó desde Nueva York a Egipto y Grecia, entre otros destinos. Los ejemplos abundan en el siglo XX.
Rubén Darío quiso entender desde cómo vivían los lazaretos en la isla Martín García hasta las múltiples manifestaciones de la cultura parisina. Fondo de Cultura Económica publicó hace algo más de un año Viajes de un cosmopolita extremo, volumen que reúne una selección de textos que el poeta nicaragüense escribió entre 1888 y 1918 durante su paso por América y Europa. El libro integra la colección Tierra Firme/Serie Viajeros, dirigida por Alejandra Laera, y tiene un estudio crítico preliminar de Graciela Montaldo. "Lo que define su mirada de viajero es el interés en descubrir las nuevas experiencias de la vida moderna", ha dicho acerca de los intereses del poeta modernista. "Algunos viajeros de la época ven solamente lo exótico, otros solamente lo igual, él coloca su mirada en la mitad; ve un mundo (específicamente el europeo) cruzado por nuevas prácticas y, especialmente, por las nuevas experiencias de la cultura masiva. Le interesan los nuevos bailes, los espectáculos, los cambios urbanos, la vida en el espacio público, la moda. Cualquier novedad le pareció digna de la escritura, desde la ópera hasta los espectáculos de circo." Casi una antropología de aquel presente.
La colección incluye títulos de autores latinoamericanos, entre ellos, los de César Vallejo (Camino hacia la tierra socialista), Victoria Ocampo (La viajera y sus sombras) y Manuel Mujica Lainez (El arte de viajar).
Colecciones como ésta, junto a las de otras editoriales, vienen a corroborar que la crónica de viaje es un género vivo y que la experiencia de su lectura nos ayuda a entender mejor el pasado o el mundo que nos rodea y, por consiguiente, nos ayuda a comprendernos un poco más a nosotros mismos. Quizás ese solo mérito, entre tantos otros, haga que el género merezca un lugar más visible en las librerías, donde a veces los libros quedan recluidos entre las guías para viajeros.
Galerna lanzó el año pasado Buenos Aires-Tijuana, que registra el viaje que hizo en ómnibus el periodista Daniel Riera. Brutas Editoras, dirigida por la periodista y escritora chilena Lina Meruane, tiene Destinos Cruzados, colección compuesta por obras en las que un autor y una autora relatan sus experiencias en un mismo lugar. De esa idea derivaron títulos a cargo de Juan Villoro y Matilde Sánchez (Berlín dividido) o Sylvia Molloy y Enrique Vila-Matas (Escribir París).
Cielos vacíos, de la periodista y escritora chilena Cynthia Rimsky, es la evocación, tres décadas más tarde, del viaje que la autora hizo a Nicaragua cuando tenía veintidós años.
Para Rimsky los viajes fueron al comienzo apenas una búsqueda de lo exótico, hasta que viajando por las tierras de sus antepasados comprendió que lo exótico era Chile. Rimsky cita a César Aira y su texto Exotismo: la literatura es un medio por el cual un brasileño se hace brasileño o un argentino, argentino. "Es lo que busco cuando viajo y me pongo a escribir: que el mundo se transforme en mundo", dice la autora.
Rimsky registra sus apuntes de viaje de manera azarosa; a su regreso busca construir nuevas relaciones y producir nuevos sentidos. Uno de esos relatos, "Poste restante", comienza en un mercado de pulgas chileno donde compra un antiguo álbum de fotos de una familia de Europa del Este; al hojearlo, descubre en una imagen un apellido escrito a mano que, salvo por una letra, es idéntico al suyo. Éste es el inicio de una búsqueda que la lleva a hacer el mismo viaje que hicieron sus abuelos antes de llegar a Chile.
"Viajo en un estado interior que me hace permanecer alerta", dice Carolina Reymúndez, que lleva en su bolso el casete donde aún guarda la entrevista que le hizo a Paul Bowles en Tánger, hace casi dos décadas. Desde entonces ha recorrido casi setenta países. Ha publicado las crónicas de esa extensa travesía en distintos medios del mundo, y por eso se animó a titular su último libro con la frase que suele escuchar con una sonrisa cuando le cuenta a un desconocido cuál es su oficio: El mejor trabajo del mundo.
La mirada puede volverse a veces algo más sombría, como sucede en Alguien camina sobre tu tumba. Mis viajes a cementerios, de Mariana Enríquez, donde el lector siente que camina entre tumbas y mausoleos mientras una amiga le cuenta al oído la historia del lugar. Enriquez viajó mucho y en cada destino programó una visita a una necrópolis. Con la misma naturalidad y despreocupación con que los chicos juegan en los cementerios a las escondidas o transforman a fuerza de imaginación una bóveda en un barco pirata, la autora cuenta la historia de los muertos sin solemnidad ni dramatismos y, de paso, habla de temas como el sexo y el amor, cuando no se mete con tópicos más oscuros como la búsqueda de los restos de desaparecidos que realiza el Equipo Argentino de Antropología Forense.
Sucede a veces, también, que los cronistas de viajes dialogan con el pasado, exhuman rutas por las que transitaron siglos atrás otros viajeros. Hernán Iglesias Illa recorrió el mismo itinerario que siguió Sarmiento en 1847, cuando viajó de Francia a Estados Unidos. Más de un siglo y medio después, en American Sarmiento, el autor se aventura a realizar esa travesía e intenta descifrar qué fascinó al prócer argentino, quien al regreso de ese periplo reunió sus impresiones en Viajes.
Iglesias Illa recorre los pueblos de Nueva Inglaterra y los valles y montañas de Pensilvania, y va recuperando a un Sarmiento poco conocido: un hombre de 36 años, ni calvo ni adusto, tan distinto del que se ve en los billetes de cincuenta pesos y en los manuales de historia, más bien con pinta de mochilero: el pelo revuelto, la barba espesa y la curiosidad y la incertidumbre en los ojos, tan propias de los viajeros.
Bruce Chatwin, escritor inglés y autor de En la Patagonia, decía que contar es una costumbre heredada según la cual los hombres se definen no por lo que tienen sino por lo que buscan. Él mismo llegó a ese paraje remoto proveniente de Londres, en 1974, dispuesto a recorrerlo durante algunas semanas. Terminó renunciando a su trabajo en un diario londinense para quedarse allí seis meses.
Las crónicas de viaje rebosan una vitalidad que les ha permitido, inclusive, llegar a formatos poco frecuentes. La Editorial Común publicó Jerusalén. Crónicas desde Tierra Santa, del canadiense Guy Delisle, quien, mientras acompañaba a su mujer cuando ella trabajaba en Médicos sin Fronteras, dibujó escenas en las que retrataba las vicisitudes de la integración de su familia con los habitantes de la ciudad. El resultado es un fresco sobre las diferencias culturales, la tolerancia y la necesidad de comprender al otro. En viajes anteriores, Delisle había hecho lo mismo durante sus largas estadías en Birmania y Pyongyang.
Ryszard Kapuscinski, maestro de la crónica periodística y la literatura de viajes, autor de Ébano y Viajes con Heródoto, dijo alguna vez que los cronistas no son apenas hombres y mujeres con intereses literarios, sino misioneros que se interrogan acerca del mundo mientras atraviesan fronteras.
"Nunca ha sido sencillo cruzar una frontera", le dijo alguna vez a El País. "A menudo cruzarla resulta peligroso, es algo que puede costar la vida; es la barrera entre la vida y la muerte. En Berlín hay un cementerio con la gente que no lo logró. Las fronteras se guardan con armas y en ellas se exigen documentos para pasar al otro lado. En la Guerra Fría, a las nuestras las llamaban telón de acero y más que países separaban mundos opuestos. El Mediterráneo es ahora una gran frontera en la que muchos mueren ahogados al intentar pasar de África a Europa. También sucede con los latinoamericanos entre México y los Estados Unidos. Personas que están dispuestas a morir en el mar o en el desierto porque buscan algo... Mi vida ha sido un cruzar constante de fronteras, tanto físicas como metafísicas. Ése es para mí el verdadero sentido de la vida."
Mariana Liceaga