Varones que se miran al espejo
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Es sábado por la noche, acabo de salir del teatro El Crisol y me pregunto: “¿En serio es así? ¿En serio?” En la sala se presentó la obra 23.344 y lo que pasó allí fue realmente perturbador. La obra es intensa; tiene algo de aquel cross a la mandíbula que Roberto Arlt le reclamaba a la escritura.
El título 23.344 remite a la ley que obliga a publicar las consecuencias nocivas del tabaco en los atados de cigarrillos. Vuelvo a preguntarme: “¿No habrán exagerado?”
Me digo que acabo de asistir, como mirando por una cerradura, a escenas, lenguajes y gestos que no me pertenecen. Me digo, además, que probablemente la pregunta no tenga sentido; la obra, las palabras que se lanzan en ella, las actuaciones, rezuman verdad. Una verdad desmedida; la escena es la de un campo de batalla donde los protagonistas me resultan conocidos y terriblemente lejanos a la vez.
Antes de la primera escena de la obra, mientras el público se va acomodando en la sala, los tres actores –Julián Vilar, José María Barrios Hermosa, Juan Pablo Maicas– ya están en el escenario. Hay instrumentos musicales, un teclado, guitarras. Suena Viernes 3 AM, de Serú Girán. Guiño generacional, bajada de bandera a la memoria afectiva e inmersión –la sensación es inmediata– en un universo netamente masculino. Memoria afectiva: la melancolía feroz de una canción, pibes que estrenan una mirada sobre el mundo, y aquello de buscar “el sueño de un sol y de un mar y una vida peligrosa”.
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Así comienza la obra, y lo que sigue será demoledor. Hay tres personajes, tres amigos, que van recreando la historia de su amistad y, al hacerlo, recrean los modos en que se hicieron “hombres”. No son señores de la década del cincuenta; son varones que en su adolescencia cantaban temas de Serú Girán, Los Redondos, Deep Purple. Gente común, que estudia, trabaja, marcha por la vida como el resto de los mortales. Y –¿también como el resto de los mortales?– se construye a sí misma con una brutalidad que un poquito espanta.
Escrita por Lautaro Vilo y dirigida por Francisco Civit, 23.344 tiene una crudeza que no recuerdo haber visto en otras indagaciones sobre la masculinidad. Los tres actores se transforman en el escenario; nos hacen sentir que estamos allí, justo en el momento en que los tres –en estricta cofradía– violentan a una prostituta, cuando uno de ellos intimida a la recepcionista del consultorio ginecológico donde se está atendiendo su novia, cuando se ceban con el más frágil de la escuela.
Las mujeres, los débiles, no aparecen en escena; interpelados o apenas mencionados, son como fantasmas que rodean al núcleo duro que conforman los tres amigos.
Memoria afectiva: la arrasadora escena del abuso de un chico en Crónica de un niño solo, la película de Leonardo Favio. En aquel film la violencia la ejercían chicos sobre chicos, y el relato de lo atroz se traducía en una persecución vista a lo lejos, algún grito, corte y un niño llorando. En 23.344 el abuso es habilitado por un adulto, lo que lo convierte en algo aún más intolerable. “En cada función, confirmo que no hay forma de que el público permanezca indemne”, escribe Francisco Civit en una nota publicada en la revista blog Damiselas en apuros. Allí también cuenta algunos pormenores del intenso y difícil trabajo realizado consigo mismo, sus memorias, y las de los actores.
23.344 tiene el nombre de una ley que alerta que fumar es malo para la salud. A los tres amigos, desde ya, les encanta el tabaco; sobre todo aman la ronquera que delata al fumador empedernido. “Todo lo que me gusta de mi vida, todo lo que me ha salvado, lo debo a mi virilidad”, escribió la feminista Virginie Despentes en Teoría King Kong, pensando en una masculinidad muy diferente. Porque para Despentes, no se trata de que nadie renuncie ni al poder ni a la fuerza, sino de que dejen de ser algo mortífero.
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