Van Gogh espectacular: todas las razones para entender por qué el pintor holandés se convirtió hoy en una superstar
Con una exposición que lo pone en las ligas de una estrella de rock, la canonización del pintor holandés en el mundo del espectáculo, donde ya tuvo varios ingresos al cine, llega ahora a través de una muestra inmersiva
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En el libro Los Años Psicodélicos (Mansalva, 2015), Marta Minujín trae un vago recuerdo de la contemplación del arte clásico en los días del LSD, rememorando un episodio, cuando entró en la obra del visionario romántico William Blake (1757-1827). “Fue en Londres en una muestra que se llamaba Sounds of Innocence y con un amigo nos metimos adentro de los cuadros. Era una locura todo, caminábamos adentro de sus obras. En el momento no le di relevancia pero con los años empecé a recordarlo”. Quién otra que una de las creadoras de La Menesunda (1965), la primera obra de arte calificada “inmersiva” por la crítica de arte estadounidense Lucy Lippard, pudo haber tenido a través de la experiencia lisérgica un anticipo de lo que hoy es furor en el mundo. Van Gogh, el suicidado por la sociedad según Antonin Artaud, está viviendo su canonización 3.0. No ya la de los museos -desde el Salón de los Independientes de 1891 a las megamuestras a partir de los años 80- y el mercado -los 82,5 millones de dólares pagados en 1990 por el Retrato del Doctor Gachet- sino la del espectáculo.
El entusiasmo internacional por sus muestras inmersivas basadas en la digitalización y expansión de sus pinturas es tal que Imagine Van Gogh, que abre el 16 de febrero en La Rural, agotó 50 mil entradas la semana que salieron a la venta. Al cierre de esta edición ya eran 61.300 quienes se había hecho de un ticket y los organizadores creen que podrían llegar a agotar 153.000. La magnitud de este evento no puede medirse en 2022 sino con shows de estadio como los de Coldplay o festivales como el Lollapalooza o el Quilmes Rock; es decir, fuera del circuito del arte, de las muestras en museos por más mega que sean. No es casual, entonces, que detrás de Imagine Van Gogh en Buenos Aires esté el productor Daniel Grinbank, el mismo que consiguió traer por primera vez a Buenos Aires a los Rolling Stones en 1996. Este Van Gogh siglo XXI hay que medirlo en esa liga entonces.
La historia trágica de Van Gogh encontró su desvío al espectáculo primero a través del cine: de Lust for Life (1956) con Kirk Douglas a Vincent & Theo (1990) de Robert Altman y En la puerta de la eternidad (2018) donde Willem Dafoe encarna sus días en Arles-sur-Oise, en Francia. Su condición de artista blockbuster (junto con Picasso, Frida, Dalí, Klimt o Warhol), capaz de convocar multitudes a lugares de contemplación silenciosa como se supone que son los museos, lo ha convertido además en uno de los motores del merchandising.
Su Noche estrellada (1889) no solo ha contribuido a que el MoMA de Nueva York sea uno de los más visitados del planeta sino que ese firmamento en estado de magma parece haberse multiplicado ad infinitum en imanes, posavasos, remeras estampadas y todo tipo de objetos. Como Mona Lisa, los autorretratos de Van Gogh son explotados en la cultura popular digital como insumo para todo tipo de memes y piezas virales. De ahí que la experiencia aurática de estar frente a su obra se haya modificado (o corrompido) al punto de que es el genio holandés el que viene a nosotros de todas las maneras posibles.
La consecuencia de este traslado de Van Gogh desde el templo de las Bellas Artes (una suerte de desacralización) al del espectáculo tiene en estas experiencias inmersivas una consecuencia lógica. El ojo que va a Imagine Van Gogh no es aquel que lo veía en la Pinacoteca de los Genios (mítica publicación en fascículos de divulgación artística) sino el que lo ha visto en el cine, la laptop y el smartphone, ya fuera en la reproducción de sus originales o intervenido en las artesanías digitales que se multiplican fuera de control.
Es curioso pero en esta representación expandida y virtual de Van Gogh, el posimpresionista está después de La Menesunda y de los infinitos con los que Yayoi Kusama hechizó al público del Malba. Es más que probable que la multitud que desfile en un día (en diferentes “funciones”) por el pabellón Frers de La Rural consagrado a este espectáculo supere en muchas veces a quienes vayan a la sala 14 de Bellas Artes a ver Le Moulin de la Galette (1887), la única obra de Van Gogh que se puede ver en Buenos Aires en una colección pública. “Hace unos años asistí a una muestra de este tipo en el Museo del Prado sobre la obra de El Bosco. Me resultó interesante y novedosa, aunque de ninguna manera sustituye la experiencia de estar frente a las obras originales. Acaso esta suscite en parte del público la inquietud de conocer la magnífica pintura de Van Gogh que pertenece a la colección y está en la exhibición permanente”, sostiene Andrés Duprat, director del Museo Nacional de Bellas Artes.
Estrella del arte pos mortem el pintor aparece ahora, a casi 170 años de su nacimiento, con los atributos de una popstar. No porque su arte haya prefigurado el pop sino por esta nueva forma en que se lo presenta y cómo se crean nuevos espacios y públicos para apreciarlo. Sucede al mismo tiempo que las estrellas de la cultura pop hicieron el camino inverso: del show business a lo museístico. Cuando el Victoria and Albert planificó la muestra itinerante de David Bowie (vendió dos millones de tickets, en 11 ciudades), Kraftwerk y Björk fueron celebrados en el MoMA y la galería Saatchi montó en Londres la primera gran muestra sobre los Stones parecía una cuestión de equilibrio que los grandes maestros se corrieran de las paredes del museo a las pantallas espectaculares del mundo nuevo. La cromestesia de Van Gogh, una afección que le permitía percibir sonidos en los colores, parece hacerlo el artista emblema para este tipo de muestra que convoca la alucinación psicodélica reemplazando las sustancias lisérgicas (y su daño colateral) por la tecnología.
Así es como aquello que Marta Minujín sintió en Londres con William Blake puede ser experimentado ahora por millones de personas con Van Gogh. Para un productor como Daniel Grinbank, acostumbrado a las demandas y caprichos de las rock stars, quizás sea menos estresante. El show viene cerrado desde Francia y no tendrá nada que reclamarle al fantasma del pintor tal como le pasó con Prince cuando abandonó el escenario tras apenas media hora (apabullante) de concierto.
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