En su viaje por el interior de la Argentina, el cronista llega después de tres días a caballo a Amblayo, un pueblo de cuatro docenas de casas de adobe, entre montañas de colores
Nunca había oído tantas frases empezadas por "mi abuelo me contaba que" –como en mi abuelo me contaba que antes había mucha más gente en el pueblo, mi abuelo me contaba que antes sabían irse a llevar ganado para el lado de Chile, mi abuelo me contaba que– como ahora en Amblayo. La tradición debe ser eso.
Por Amblayo no pasan los caminos. Hay uno que llega hasta ahí, pero después no sigue. Por eso Amblayo ahora es más chico que antes, cuando hicieron la capilla de techo de mosaico azul, hacia 1700. Amblayo tiene doscientos habitantes y sus cuatro docenas de casas de adobe, muchos sauces, montañas de colores, sus famosos quesos y dos horas de luz cada sábado y domingo. La luz viene de un generador y hay un señor que lo maneja. Cuando alguien quiere un poco más de luz porque su hija cumple quince –un suponer– puede pagar los seis litros de gasoil que consume por hora. Entonces, esas noches, todo el pueblo tiene luz: todo el pueblo participa, de alguna forma, de la fiesta.
–Es un poco raro cuando viene la corriente, ha visto. Viene esa luz que está por todas partes.
Me dice una vieja. La luz de las lámparas es grosera, no hace distingos; una vela, en cambio, crea su propio espacio: ilumina solo a su alrededor, a quienes tiene cerca.
En un rancho en medio de montañas en medio de la nada como un cabrito extraordinario. José me dice que es porque ha podido mejorar la raza de su rebaño con un chivo anglo:
–Acá los políticos cuando quieren que los votés vienen y te regalan chivos. Ta bien: por lo menos sirven para algo.
En Amblayo, es obvio, no hay televisión. Para escuchar la radio Nacional y una radio de Córdoba pueden poner unas antenas y orientarlas: así se enteran, de vez en cuando, de las noticias.
En Amblayo, es obvio, no hay televisión. Para escuchar la radio Nacional y una radio de Córdoba pueden poner unas antenas y orientarlas: así se enteran, de vez en cuando, de las noticias que se les ofrecen: un aumento de precios del petróleo, un crimen en Martínez, un tsunami en el océano Índico, la pelea de un presidente con un gobernador. Yo llegué a caballo, desde el sur del valle de Lerma. Fueron tres días de quebradas tropicales, helechos como casas, olores sedicentes, ese río, y después caminos de montaña donde las patas de los caballos trastabillaban sobre piedras a diez centímetros del vacío más perfecto. Cruzábamos a 3200 metros, envueltos en la nube que escondía el precipicio que se abría tan al lado. Cada tanto había que parar para ajustar las cinchas de los animales y hacerlos descansar y preguntarnos si estábamos vivos todavía. Fueron dos días sin ver otras personas, y todo el tiempo recordaba aquella frase de que la patria se hizo a caballo, y me preguntaba qué idea de la patria se hizo a caballo.
No me imagino a Sarmiento a caballo pero sí a Facundo, no a Echeverría pero sí a don Juan Manuel, no a Moreno pero sí a San Martín, no a Miguel Cané pero sí a Roca. Aunque, de todas formas, en estos viajes, en esa travesía lenta, al paso, con las mulas cargadas, pensaba que lo que sí se hizo a caballo fue la población de todas estas tierras y los transportes y comercios que la hicieron vivir durante siglos, hasta hace muy, muy poco. La patria, durante muchos años, fue un hervidero de trabajadores de a caballo, de pobrerío de a caballo. A caballo el tiempo cambia –son horas y más horas al paso por caminos que no se acaban nunca, el silencio tan largo. A caballo uno no pasa por los lugares: está en movimiento en los lugares. A caballo uno depende de casi todo lo que lo rodea: forma parte. A caballo un viaje se hace tan aleatorio. Fueron tres días extraños, en un borde. Después de esa jornada, Amblayo me resultó tan hospitalario y, sobre todo, tan civilizado.
Jacinto el carnicero anda puteando porque acaba de descubrir que la vaca que está carneando está preñada.
–Yo qué iba a saber, me la trajeron así del campo. Yo no me fijé, pensé que si ellos la habían traído por algo era. Jacinto, el carnicero de Amblayo, tiene poco trabajo. Una vez por año, para las fiestas de la Candelaria, dentro de dos días, mata y carnea dos vacas. Después, en mayo, cuando se viene el frío, mata unas pocas más para hacer charqui que dure lo que el frío. El resto del tiempo cada cual carnea sus corderos, y Jacinto el carnicero cuida su finquita o se va a buscar trabajo a Salta.
Alcanza con mirar cardones y algarrobos para entender algunas cosas de estas vidas; después, cerrar los ojos y entender que no entendiste nada, o casi nada.
Fragmento de El interior. La primera Argentina, publicado por Editorial Planeta