Vagabundeo arrebatado
En su tercera novela, Paraísos, el argentino Iosi Havilio recupera el clima de sordidez de sus libros anteriores
En Opendoor , su primera novela, Iosi Havilio urdía la historia de una mujer innominada -erigida en la voz narrativa-, quien, aun en el sopor frío que le había deparado la desaparición de su novia, se veía impelida a trasladarse, como empleada de una veterinaria, a una chacra del pueblo bonaerense de Open Door para asistir a un caballo enfermo. Allí, casi de manera silvestre, se organizaba un triángulo amoroso formado por Jaime, dueño del caballo y mandamás de la chacra, "un amante bruto, sin recursos"; por Eloísa, una adolescente "bruta, hermosa, elemental", que ponía a prueba sus dotes para el ejercicio de la seducción, y por la protagonista. No obstante, más allá de la trama y los personajes, lo que sorprendía de aquella novela era la prosa de Havilio que, sin renunciar a un laconismo esencial, conseguía poner de relieve una opacidad sugerente, fraguada en la práctica del escamoteo y en el desvío hacia la abstracción.
La referencia a Opendoor no es gratuita, por cierto, ya que esa novela tiene una continuación en Paraísos . Así, la línea argumental de la nueva novela de Havilio comienza a trazarse cuando, poco después del velorio de Jaime -cuya muerte ocurrió en un ridículo accidente vial-, la protagonista, que aquí también oficia de narradora, es desalojada de la chacra de Open Door. De modo que regresa a la ciudad, a Buenos Aires, con su pequeño hijo Simón, fruto de su vínculo con Jaime. Primero recala en una pensión del barrio de Pacífico; allí conoce a Iris -lo más parecido a una amiga, si cabe, que tendrá a lo largo de la novela-, inmigrante rumana de "una sensibilidad extraña, insondable" que trabaja en el zoológico, lugar en el que también empezará a trabajar la protagonista. Y es en el zoológico, justamente, donde Canetti, jefe de ordenanzas del establecimiento, un hombre menguado por las secuelas que le produjo el intento de "hacerse pasar por loco" ante los psicólogos del banco en el que se desempeñaba como tesorero, a fin de conseguir una jubilación anticipada por invalidez psíquica, le propone un trabajo con el cual ganarse un dinero extra. El trabajo consiste en aplicarle dos inyecciones por día a la encargada del edificio donde él vive. No ve por qué negarse, así que una noche Canetti la acompaña a lo de la encargada. Al llegar, la protagonista se entera de que el edificio, cercano al zoológico, está tomado. Y se entera, asimismo, de a que a la encargada debe aplicarle morfina, sustancia que le mitiga o le hace olvidar los dolores que le causa un tumor. Tosca, tal es el nombre de la encargada, que vive con su hijo Benito, quien padece un retraso mental, le dice a la protagonista que, siempre y cuando siga aplicándole las inyecciones, puede ocupar un departamento libre que hay en el edificio. Allí se muda, casi sin pensarlo, con Simón. Poco o poco, irá relacionándose con los otros ocupantes, sobre todo con la familia de un dealer taimado que responde al nombre de Mercedes.
Un tarde, en la calle, la protagonista se reencuentra con Eloísa, a quien no veía desde hacía dos años. El reencuentro es fugaz, se limita a un abrazo y a un diálogo titubeante, pero a la protagonista le basta para atesorar la nueva cara de Eloísa, "más consumida, la boca chica, ese flequillo que le tapa la frente, las ojeras bien marcadas, entre el reviente y la madurez, la mirada como siempre, de inocencia a pesar de todo". De ahí en más, y merced a las estrategias de desplazamiento pautadas por Eloísa, la acción del relato, jalonada por una fiesta de disfraces, un viaje relámpago a Open Door y vagabundeos nocturnos, se arrebata hasta alcanzar su clímax.
Por un lado, es destacable la pericia de Havilio para mantener a raya, a fuerza de limarle las rebarbas, la sordidez intrínseca de ciertas escenas, y para aventurarse a tematizar el vínculo mardre-hijo sin incurrir en consideraciones melifluas. Por el otro, sin embargo, la novela tiene un problema irreductible, y es que, a diferencia de lo que ocurría en los mejores pasajes de Opendoor , la prosa del autor, al no establecer siquiera una discusión balbuceante consigo misma, no sólo queda constreñida en una horma apocada, sino que termina por conducir su potencial hacia la autoindulgencia. Lo cual se manifiesta en las elecciones léxicas que -sobre todo en lo concerniente a los adjetivos- no dejan a la zaga la inanidad, y en la sintaxis que, raleada por la proliferación de estructuras cristalizadas, tiende a ser lacia. Quizá por eso, concluida la lectura de Paraísos , no pueda disimularse un rictus de nostalgia.
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