Vacaciones en el planeta Tierra
De a poco, vamos volviendo de las vacaciones. De eso que llamamos vacaciones, pero que es una experiencia por completo diferente para cada cual. Algunos, los que se fueron en los primeros días de enero, sienten que el efecto reparador casi se diluyó por completo. Los que acabamos de regresar todavía nos sentimos lentos, rezagados, como bajo los efectos de un somnífero que en lugar de dar sueño causara pereza o indolencia.
Es lo de menos. Todos hemos sobrevivido al regreso de la licencia antes, y este año no será diferente; hay cosas peores, además.
Durante estos días de receso, sin embargo, ha ocurrido, en la mayoría de los casos, algo extraordinario. ¿Qué es lo que más hacemos durante las vacaciones? Salvo excepciones, retornamos a nuestro planeta.
Esperen, no he vuelto insolado. Me refiero a que, aunque sería de lo más lícito, y tal vez hasta saludable, casi nadie asocia las vacaciones con el encerrarse con aire acondicionado y dormir todo el día. Vamos, eso sí que sería descansar. Pero no. Con más o menos lujos, con más o menos adorno simbólico, nos tomamos estas dos o tres semanas para salir del circuito pavimentado de siempre y volver a tomar contacto con la Tierra. Regresamos a nuestro planeta.
Alguna vez un ser humano trepó torpemente una duna y de pronto se encontró boquiabierto frente al océano. Pasarían más de 300.000 años antes de que llegaran las sombrillas, el protector solar y los trajes de baño. Pero si lo pensamos un poco no hay ninguna razón para trasladarnos hasta las playas marítimas para veranear. Excepto que el cuerpo sabe que, por fin, volvemos a estar en contacto con este mundo que nos ha originado, luego de tejer minuciosamente durante eones.
Nos armamos de valor y marchamos hacia las altas cumbres. O deambulamos por sierras menos exigentes, pero que de todos modos nos muestran las entrañas de la Tierra. Comulgamos con desiertos y cataratas, con bosques nuevos o añosos, con selvas sombrías o con salinas que parecen no tener límite. Viajamos a los confines para asistir al espectáculo de las auroras boreales o nos quedamos perplejos ante la Vía Láctea; tal vez porque sospechamos que allí hay otros que también miran la noche desnuda. Miran y se preguntan.
Un arroyo jovial; las pampas hipnóticas; los mudos glaciares (que son para mí una forma de la felicidad); un jardín exótico; los lagos, casi negros en su profundidad incomprensible; los volcanes semidormidos; los esteros, las cuencas, los ríos y, otra vez, la sonrisa innumerable de las olas marinas. ¡Tálasa!
En tales circunstancias, algo en esto que somos se conecta con el mundo, y esa re-ligazón está entre las dos o tres experiencias que le dan sentido a la vida. En un punto, estos breves viajes de regreso al planeta son también una forma de admitir que no solo pertenecemos aquí, sino que dependemos enteramente de la Tierra. Luego nos revolcamos en la rompiente y correteamos como chicos en el hielo, pero en el fondo estamos volviendo a experimentar una unión antigua como la vida, y no menos trascendental.
Por eso, tal vez, para muchos es indistinto si cada año, todos los años, van a la misma playa en la misma ciudad balnearia de la costa atlántica. En contraste, claro, con los que buscan una experiencia nueva en este planeta y visitan cada vez destinos de naturaleza muy variada. Son dos estilos de la misma plegaria, de la misma comunión primigenia. Y la palabra naturaleza por supuesto que no fue ingenua.
Vistas así, las vacaciones pueden dejarnos una lección. Porque también nos conectamos con el planeta al observar un atardecer desde el balcón, al respirar el aire eléctrico de las tormentas, al husmear el olor a tierra mojada o al extraviarnos en un cielo espléndido que cobija, magnánimo, una avenida bulliciosa. Somos hijos de este mundo, y lo somos todo el tiempo.
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