USA for Africa: éramos mucho más que pelos batidos y lentejuelas
Todos los que llegaron esa noche del 28 de enero de 1985 a los A&M Studios de Los Ángeles se encontraron con una nota escrita sobre una hoja de cuaderno, de puño y letra del productor Quincy Jones: “Deje su ego en la entrada”.
Un mes antes, Lionel Richie, que estaba en la cúspide con “All Night Long”, había recibido el llamado de su manager, Ken Kragen, un nombre tan conocido en la industria de la música como las figuras a las que representaba, quien le pasó un mensaje de Harry Belafonte: cómo era posible que, en Reino Unido, Bob Geldof hubiera juntado a un supergrupo de músicos para grabar una canción navideña a beneficio de Etiopía (“Do They Know It’s Christmas?”) y nadie “del otro lado” hubiera hecho el más mínimo esfuerzo. La pregunta translucía una verdad incómoda: hay tipos blancos juntando plata para paliar la hambruna en África pero no hay artistas negros en una causa para su propia gente.
Esa llamada fue el germen de USA for Africa y el grandioso himno “We Are the World”, que compusieron Richie con Michael Jackson en pocos días y cuya grabación, a la que se sumaron 46 de las estrellas más fuertes de ese momento, fue un milagro. Un sueño de esos que solo se le pueden atribuir a los efervescentes años 80, esa época en la que los artistas jóvenes pensaban que podían cambiar el mundo y nosotros, los niños -le hablo a la Generación X- de muchas latitudes, que pasábamos horas escuchando discos y casetes, y viendo en TV el carnaval de pelos revueltos de Cindy Lauper, las charreteras doradas de Michael -¡que hasta tenía el poder de caminar y encender las baldosas a su paso, en el clip de “Billie Jean”!-, la fuerza de Tina Turner, esa otra Mujer Maravilla, sin capa pero con vestidos rojos y dos piernas que eran armas letales, estábamos seguros de que también, todo iba a ser posible porque esos eran nuestros artistas. Y además estaban Stevie Wonder, que era pura sonrisa y solo llamaba para decirnos que nos amaba, y Bruce… Bruce (Springsteen, claro), el defensor de causas nobles con voz sucia, que miraba fijo a la cámara, vestía siempre jeans gastados como si acabara de salir de una obra en construcción y sacaba a bailar a las chicas de las primeras filas en sus propios conciertos. ¿Cómo no íbamos a poder ayudar? ¿Cómo no íbamos a luchar contra las injusticias? ¿Cómo no íbamos a ser aún más felices?
El cuento completo de cómo esa noche de 1985, gracias a una logística que fue una oda a lo analógico (sin email, celulares ni MP3), se grabó un hit que vendió 20 millones de copias y recaudó 63 millones de dólares (178 millones ajustados a 2024) lo registra el documental La gran noche del pop, que estrenó días atrás Netflix.
El revival me conectó con una punzante ironía: hoy, aun con tanta tecnología a la mano, repetir una gesta similar con los artistas que dominan los rankings sería, llanamente, una quimera. Sí, el colorido de los 80 se opacó hace rato, como una tela malograda por el tiempo. La fiesta, bien lo sabemos, se terminó. Pero adentro de ese salón trasnochado donde tanto nos divertimos y en el que ahora hay vasos vacíos y guirnaldas raídas quedaron también atrapadas las ganas, el altruismo, las voces de denuncia de una generación de músicos que hizo algo más que batirse el pelo y usar chaquetas de lentejuelas. Hoy, muchos de los artistas que agotan shows en minutos y rompen récords se quedan mudos cuando se les pregunta por temas sociales. Y en los recientes Grammy, la cantante pop del momento agradeció su trofeo diciendo que iba a revelarnos “un gran secreto”: la salida de su próximo álbum (Deje su ego en la entrada).
Tal vez está bien. El mundo quizás sea un lugar mejor ahora que viene un nuevo disco de Taylor Swift. De todas maneras, la canción más escuchada la semana pasada en los EE.UU. fue una de 1988, “Fast Car”, de Tracy Chapman, que reapareció en el escenario de esos mismos premios, sencilla como siempre fue, y no anunció nada. Con su voz de río revuelto hizo algo mucho más hermoso: cantó.
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