Unamuno, una voz que invita a pensar
La historia no se repite, y probablemente estemos atravesando unas mutaciones sociales, económicas, culturales y geopolíticas de dimensiones imposibles de ponderar. Sin embargo, nos empeñamos en buscar algún que otro paralelismo con otros momentos históricos. Para muchos, lo que hoy vivimos sería una suerte de segunda Guerra Fría. Por mi parte, me inclino a ver espejos –incluso alguna primera oleada de este maremoto– en el período de entreguerras: los años 20, los años 30.
Absorta en estos pensamientos, llega a mis manos un libro escrito en 1924, que no se aboca a una temática explícitamente ligada con su presente político y que, por su tono y su modo, poco tiene que ver con la frenética carrera de hámsters en la rueda a las que nos somete nuestra época. Y sin embargo.
El libro se llama La agonía del cristianismo, lo escribió el filósofo y escritor Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864-Salamanca, 1936) durante su exilio en Francia, y lo publicó recientemente Luz Fernández Ediciones.
"Por mi parte, me inclino a ver espejos –incluso alguna primera oleada de este maremoto– en el período de entreguerras: los años 20, los años 30"
Antes de abordar el texto, algo sobre su autor, un personaje que –lo admito– siempre me generó cierta intriga y sobre el que me debo unas cuantas búsquedas. Difícil pensar que ese señor de porte austero, vasco forjado a fuerza de polémicas (entre las primeras, la discusión con los nacionalistas que lo acusaban de renegar del euskera y lo tildaban de “españolista”), tal vez porfiado, quizás solemne, incluso conservador, haya sido uno de los primeros pensadores –si no el primero– en indagar en el concepto de “sororidad”.
En el prólogo a su novela La tía Tula (y sin adjudicarse feminismo alguno) escribió: “(…) es extraño que junto a fraternal y fraternidad, de frater, hermano, no tengamos sororal y sororidad, de soror, hermana”. También difícil imaginar al hombre sobrio –polemista aguerrido, pero sobrio al fin– que, partidario de los círculos que pugnaban por democratizar y modernizar a la España de comienzos del siglo XX, confrontó con la dictadura de Primo de Rivera (de allí su exilio), luego cuestionó las políticas de la República promulgada en 1931 (por caso, su anticlericalismo), saludó al levantamiento de julio de 1936 (lo entendió como un necesario llamado al orden) pero, apenas tres meses después, arrepentido de haberle prestado apoyo, le asestó una célebre y fulminante condena. “Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis” le habría dicho, en medio de un acto en la Universidad de Salamanca, al temido general franquista José Millán Astray. El desplante no fue gratuito: Unamuno, condenado a prisión domiciliaria, murió en diciembre de ese mismo año. Solo, amargado, execrado por “los hunos y los hotros”, como llegó a escribir.
Pero aquí tengo, en mis manos, un libro concebido antes de la Guerra Civil, donde se interroga sobre el cristianismo de un modo que interpela tanto a creyentes como a quienes no lo son. ¿Qué es ser cristiano?, se pregunta. Y el primer hilo del que tira es el de la etimología. Porque ser cristiano –en términos de Unamuno– tiene que ver con lo agónico. Y agón es lucha. “Afirmo, creo, como poeta, como creador, mirando al pasado, al recuerdo; niego, descreo como razonador, como ciudadano, mirando al presente; y dudo, lucho, agonizo como hombre, como cristiano, mirando al porvenir irrealizable, a la eternidad.”
Si la gracia es algo que acontece (o no), más allá y más acá de la voluntad, la fe es agonía: tensión, contradicción, sed imposible de saciar, lucha irresoluble entre deseo y tradición. Místico y racional a la vez –otra tensión agónica–, Unamuno defiende al pensamiento y su don de la fluidez por sobre las ideas (¿religiosas y políticas?) que se anquilosan y tornan inamovibles. Unamuno piensa al cristianismo y se piensa a sí mismo. No lo sabía, pero también estaba pensando el tiempo por venir.