Una visita a la Real Academia
Todos los jueves un selecto grupo de lingüistas y escritores se reúne para tomarle el pulso a un idioma en permanente cambio: el español; trastienda de una actividad que lleva ya trescientos años y en la que la descomunal tarea de documentar las palabras y los usos de la lengua enciende acalorados debates, pero también la camaradería
MADRID.- Algo le pasaba al castellano. Desde que el
Diccionario de la Real Academia Española
está
, el término más buscado por los usuarios resultaba, invariablemente, "cultura". Pero en agosto del año pasado el área de tecnología de la institución emitió un informe desconcertante. Ese mes la palabra que ganaba siempre había sido superada por otra de melodía caribeña: "majunche". Había un culpable:
, que en el fragor de su última campaña electoral se refería a su rival,
, con ese adjetivo despectivo y coloquial que significa "de calidad inferior, deslucido, mediocre".
"Fue gratificante descubrir que la palabra estaba en el diccionario; tenía una buena definición y estaba viva, como lo prueba que la usara Chávez", señala el académico Darío Villanueva, actual secretario de la Real Academia Española (REA). Una pequeña batalla ganada, tal vez, para el grupo selecto de lingüistas, escritores y científicos que lucha día tras días por registrar la evolución de un idioma en cambio permanente, sometido al vendaval de la comunicación digital, a los constantes inventos tecnológicos y a las presiones de la política. Es una carrera contrarreloj que transcurre en cámara lenta, con el método artesanal y las formas solemnes que idearon hace 300 años los ocho tertulianos que fundaron la Real Academia Española con la misión de detener el deterioro del castellano y acometer la descomunal tarea de documentar sus palabras.
Los 46 miembros de la academia pueden discutir hasta los gritos por precisar la definición de un término controvertido, pero nunca dejarán de tratarse de usted, llamarse "excelentísimo" o ponerse de pie al final de cada sesión para oír la oración en latín con la que el director da por concluido los debates. "Hay exposiciones acaloradas y mucha discrepancia. Pero nunca se pierde la camaradería formal y la altura argumentativa que convierten en un placer cada reunión", dice el novelista Arturo Pérez-Reverte, académico desde 2003.
La fuerza de la tradición impacta al correr los cortinados rojos de la Sala de Plenos, el corazón del palacio que aloja desde fines del siglo XIX a la Real Academia, justo detrás del Museo del Prado. Cuarenta y seis sillones rodean una mesa ovalada forrada con paño verde. Cada uno está coronado por una letra del abecedario tallada en la madera, en mayúscula o minúscula: el símbolo que acompañará de por vida a quien resulte admitido en el club de los académicos. Frente a los asientos se apilan carpetas y libros en distintos idiomas bajo la luz tenue que proyecta una lámpara de tamaño inverosímil que desciende desde el techo. Todo recuerda un templo; un lugar sagrado, de ésos donde se construye la historia.
Todos los jueves se repite allí el ritual centenario. Siempre secreto. A las 7 de la tarde, el tilín-tilín de una campanita marca el inicio del pleno. El director de la academia lee un breve rezo en latín y, después de algunas formalidades, pronuncia la palabra mágica: "papeletas". Entonces, cualquiera de los académicos podrá proponer un término que merezca una oportunidad de ingresar en el diccionario. O que deba ser eliminado. O una acepción que requiera ser adaptada. Los ficheros históricos de la Real Academia recogen millones de esas papeletas con propuestas que alguna vez entraron en el diccionario o se hundieron en el intento, pero funcionaron como disparador del debate entre los guardianes de la lengua.
"Hoy se intenta objetivar al máximo el trabajo de definición de las palabras. Los académicos contamos con un soporte científico para decidir la entrada de una palabra. Cada año incorporamos a las bases de datos 25 millones de formas del español, tomadas de fuentes de prensa, radio, televisión, canción, política, literatura, ciencia", explica Villanueva, dueño del sillón "D".
Aunque la decisión final sobre el destino de una palabra se toma con una votación en la Sala de Plenos, el cuerpo profesional de lingüistas que trabajan en la academia se encarga de nutrir las bases de datos que informan a los académicos cómo evoluciona el idioma "en la calle" y de elaborar análisis sobre sus usos en España y los distintos países de América.
"No somos la policía del lenguaje, sino los notarios", acota Arturo Pérez-Reverte, el académico "T". Y recuerda uno de sus recientes triunfos: el cambio en la definición de "grafiti" y la incorporación de "grafitero", que él promovió después de investigar el mundo del arte callejero para El francotirador paciente , su nueva novela. "Hubo mucha discrepancia. Para algunos académicos, se trata de una actividad poco menos que deleznable. En la discusión se llegó a proponer que se lo mencionara como un acto de vandalismo. A mí no me dejaron poner que el grafitero es un escritor, porque parecía un honor excesivo. Pero finalmente conseguí que se admitiera una definición cauta y que se eliminara la doble f." El diccionario registra ahora el grafiti como un "letrero o dibujo, de estética peculiar, realizado con aerosoles sobre una pared". Lo que se diría un empate.
Es inevitable. El diccionario invita siempre a la controversia. En la RAE se saben bajo fuego: cada decisión que toma despierta reacciones públicas. Se cuestiona que "no se acepten" determinadas palabras, que se cambie la ortografía, que se incluyan definiciones que pueden resultar ofensivas. "La academia no inventa el idioma. El diccionario no tiene que ser correcto políticamente, sino correctamente descriptivo", explica el filólogo José Manuel Blecua, director de la RAE, dueño del sillón "H" desde 2006. Villanueva añade:
"Hay dos asuntos especialmente delicados. Uno es el espacio. Es normal que la gente encuentre ausencias, porque el diccionario no pretende abarcar todo el idioma. El otro gran tema es el de la corrección política. Hoy la postura asumida de la Real Academia consiste en no censurar las palabras cuyo uso está extendido, más allá de que pueda recomendar no emplearlas." Cuando los académicos se reunieron por primera vez en el palacio del marqués de Villena, en 1713, establecieron en sus bases que no se incluirían en el diccionario los nombres propios ni los términos que designen acciones o realidades obscenas o indecorosas. "¿Hoy quién aceptaría tal cosa?", se pregunta Villanueva.
La nueva versión del diccionario de la RAE, que se presentará el año próximo, incluye varias decenas de variantes para nombrar los órganos sexuales y cientos de expresiones que se aplican únicamente para insultar. También palabras que están bajo presión. Cuentan en el palacio de la academia que meses atrás se reflotó una discreta campaña para eliminar del diccionario una acepción de "jesuítico" que refleja el uso que se da en España a ese término: "Dicho del comportamiento: hipócrita, disimulado". "Por nuestras bases de datos tenemos comprobado su uso -indica Villanueva-. No tenemos nada contra la Compañía de Jesús ni es que nos queramos meter con el papa Francisco."
Más explícita ha sido la queja de la Sociedad Española de Lucha contra el Cáncer, que exige a la academia retirar la cuarta acepción que recoge el diccionario de esa palabra ("proliferación de situaciones o hechos destructivos en un grupo social"). Sostiene que estigmatiza y perjudica la recuperación de los enfermos. "Pero la definición está ahí y tiene su lógica. Cuando se habla del cáncer de la droga, por ejemplo. El problema es que cuando la cosa es mala, la palabra que la denomina se contamina y entonces se apela al eufemismo. Que al principio es más suave, pero acaba contaminado también", sostiene Villanueva.
Los académicos admiten que quedan expuestos a menudo a debates incómodos, en los que hasta la posición de una coma en una definición puede desatar un vendaval de cuestionamientos. "Hay términos como dios, patria, nación o incluso cultura que están en permanente debate y modificación", relata Pérez-Reverte. Cuenta que en esas discusiones suele buscarse un equilibrio que prevenga reacciones airadas fuera del recinto sagrado donde se definen las palabras. "Existe un sector duro, en el que estamos Javier Marías, (José Manuel) Sánchez Ron y yo, que militamos contra lo políticamente correcto. Somos los más gamberros", se ríe el creador del Capitán Alatriste. Incluir en la definición de "matrimonio" la posibilidad de unión entre dos personas de un mismo sexo llevó años de análisis y varias sesiones de discusión subida de tono.
Los académicos se enorgullecen de su independencia y su tendencia a rechazar las presiones de los gobiernos por moldear la lengua en su beneficio. Ni Franco en el apogeo de su poder dictatorial consiguió que la conducción de la academia -por cierto, de afinidad franquista- aceptara cubrir los sillones que pertenecían a republicanos exiliados después de la Guerra Civil.
Las diferencias de criterio no parecen asustar a los académicos. De hecho, parecen buscarlas. Fue pública la reprobación de algunos de los miembros más famosos -Marías, el propio Mario Vargas Llosa- a la última versión de la ortografía que publicó la institución, al igual que las habituales opiniones disidentes sobre algunas incorporaciones o exclusiones en el diccionario.
Una tensión recurrente es la que se da entre los escritores y los lingüistas que integran la academia. "Yo me siento un francotirador en la academia. Como escritor tengo una relación cotidiana con las palabras; diría una relación física. La creación a veces lleva a la transgresión, que a menudo choca con la posición de quienes tienen una relación científica con la lengua", resume José María Merino (el señor "M"), reciente ganador del Premio Nacional de Narrativa de España.
El filólogo Salvador Gutiérrez ("S") acota: "Todas las disciplinas pueden ser objeto de opinión pero la pasión se acentúa en la ortografía. Pertenece a lo más íntimo de nosotros. Que nos quiten una tilde a veces duele más que que nos corten un dedo". Él fue el encargado principal de la última reforma ortográfica, presentada poco después de aquel famoso congreso de la lengua en el que Gabriel García Márquez recomendó "jubilar" la ortografía.
De todos los cambios introducidos se recuerda en particular la polémica por la eliminación de la tilde en "sólo" (cuando reemplaza a solamente). "Los novelistas nos opusimos con fuerza y logramos que al final se aceptara la opción de mantener ese acento -recuerda Pérez-Reverte-. El que escribe sabe que la tilde se necesita. ¿Cómo evito la ambigüedad en frases como: ?camino solo por ciudades tristes' o ?estaré solo esta noche'?" Gutiérrez replica que la ambigüedad es inevitable en el castellano. "Siempre dependemos del contexto. ¿Cómo hacemos si no para aclarar el sentido de la expresión ?el futbolista jugó limpio'? Lo que busca la academia es dotar de lógica al idioma. En el siglo XIX, hubo discusiones dramáticas en los plenos cuando se dispuso sacar la "h" que se ponía en Christo."
La fábrica de palabras
Las pasiones más acaloradas se atenúan ante la elegancia de las habitaciones del palacio, de techos altos y paredes decoradas con cuadros de ilustres académicos con peluca blanca y trajes de gala. El aura de respetabilidad habita en los pequeños detalles, como los percheros dorados sobre madera noble en los que están grabados los nombres de cada uno de los miembros activos. Estos hombres y mujeres de buenos modales, puristas del lenguaje, se encuentran una vez por semana en las reuniones plenarias -de estricta hora y media de duración- y trabajan también en comisiones reducidas, de seis o siete integrantes, que elaboran propuestas sobre distintas materias.
A un pasito de las salas donde se reúnen tienen a disposición uno de los mayores tesoros de la lengua castellana: la deslumbrante biblioteca de 250.000 volúmenes. En sus anaqueles con vistas a la iglesia de San Jerónimo -donde se extravían a diario los académicos- descansan los seis tomos del primer diccionario (de 1739), la edición del Quijote compuesta por el impresor Joaquín Ibarra a fines del siglo XVIII, manuscritos de Neruda y cientos de incunables del Siglo de Oro.
Las reuniones más informales se llevan a cabo en la denominada "Sala de Pastas", llamada así porque los académicos suelen compartir té con masitas (pastas, como le dicen en España) antes de ingresar en el territorio solemne del pleno.
Detrás de escena -y apoyados más por la última tecnología que por los tesoros del pasado- opera un equipo de 50 personas que se encarga de tomar la temperatura del castellano en todo el mundo y desarrolla la base científica para que los académicos completen la faena con el antiguo ritual de los jueves. "No operamos por intuición -señala Gutiérrez-. Tenemos a disposición tres bases de datos de un valor incalculable, que nos permiten saber si un término se usa, en qué zonas, de qué modo. Nos aportan un identikit de la palabra para después trabajar de la forma más precisa posible en su definición."
Los lingüistas, filólogos e informáticos de planta trabajan en un edificio menos glamoroso, oficinesco, una suerte de taller de las palabras: el Centro de Estudios de la RAE. Muchas de las propuestas que llegan al diccionario parten de esos despachos ubicados en la calle Serrano, a cinco kilómetros del palacio. Los técnicos pueden elevar una propuesta formal a los académicos, a partir de las pistas que da el análisis de millones de artículos de prensa, grabaciones de programas de radio, canciones, películas, telenovelas, discursos políticos, hasta mensajes virales difundidos por las redes sociales? Son como alertas tempranas sobre la salud del idioma. Así, por ejemplo, se abrió lugar el ahora popular "majunche".
También son ellos los que procesan las palabras candidatas a entrar en el diccionario que se aprueban en los plenos de la sala de la gran mesa ovalada. Buscan relaciones, documentan su uso en distintas regiones, analizan su lógica y con toda esa información devuelven un informe técnico que será fundamental a la hora de aprobar o rechazar la propuesta. "La actual versión del diccionario tiene 88.000 entradas. La que presentaremos el año próximo va a acercarse a las 100.000. Pero no quiere decir que ahí esté todo el español. Entonces debemos garantizar que ingrese lo que sea de uso más extendido", indica Villanueva.
La 23º edición del DRAE incluirá palabras de aparición reciente como tuit, tuitero, chat, sushi, sudoku, bloguero, euroescéptico, cuentacuentos, espanglish y también otras que hubieran alarmado a un viejo profesor de lengua, como "almóndiga" o "vagamundo". Por no hablar de curiosidades arrabaleras como "culamen" y "canalillo" ("comienzo de la concavidad que separa los pechos de la mujer tal como se muestra desde el escote", una definición por la que Pérez-Reverte suele expresar cierto orgullo).
"La lógica que se sigue es que la lengua está en la calle", sostiene el escritor Luis Mateo Díez ("I")". ¿Y si la calle habla mal? "Ahí entra el criterio de los académicos de no recoger cualquier cosa. Antes la academia era más normativa; hoy se pone el énfasis en la extensión del uso de una palabra. Se busca no dar por buenos términos que tienen un uso efímero."
Es el dilema constante con las palabras tecnológicas. La inclusión de "tuitear" ameritó un largo debate, que se zanjó después de que la academia se rindiera a que no tenía otra palabra mejor para describir una actividad que ella misma ejecuta a diario para difundir sus novedades institucionales y conectarse con la comunidad hispanohablante. "Tal vez un día Twitter no exista más. Pero no es problema. Una palabra siempre puede ser eliminada del diccionario", dice Villanueva.
La academia procura no dejarle la cancha libre al inglés, la influencia más "peligrosa" para el castellano, tal como era el francés para los tertulianos que fundaron la institución en Madrid en los inicios de la era borbónica. Por eso la revolución informática plantea desafíos constantes: el que inventa la tecnología es el que la bautiza. Pasó con el tren y todos sus derivados en el siglo XIX, aunque ahora parezca que esa palabra existió toda la vida en el idioma castellano.
Steve Jobs hizo trabajar a los académicos con el exitoso lanzamiento del iPad. ¿Cómo llamar al artilugio que deslumbró al mundo?, ¿rendirse al inglés y aceptar " tablet" ? "Estuvimos dándole vueltas y vueltas a la cuestión. Había una posibilidad interesante en ?tablilla', que ya existe y refiere a un soporte de escritura, y podría haber encajado bien. Pero vimos que iba a ser difícil su difusión. Si hay que luchar contra el inglés tablet , es mejor incluir una nueva acepción para ?tableta', que significaba cosas muy distintas, que imponer ?tablilla', aun cuando desde un punto de vista científico pareciera más lógico", relata el secretario de la RAE.
En otros casos, si no se encuentra una adaptación semántica con un término español, se busca la asimilación fonética, con una castellanización (como funcionó con "tren" y fracasó con "güiski"). Una tercera posibilidad es el anglicismo puro, que se usa en cursiva: así se optó, por ejemplo, en el caso del inadaptable y a la vez perfecto " jet lag ".
La conquista americana
En la digestión de las nuevas palabras, los académicos aseguran que no pierden de vista nunca lo que pasa en América, donde vive casi el 80 por ciento de los hablantes del castellano. Luchan contra la percepción de centralista que carga la RAE. Antes de incorporar una palabra o cambiar sus acepciones, se informa a las academias de todos los países latinoamericanos, de Estados Unidos (ya uno de los países con más hablantes del castellano) y de Filipinas. A partir de ese momento, llegarán a Madrid informes detallados con nuevos usos, percepciones de significados no previstos, matices.
"El lenguaje nos pertenece a todos. Me gusta que me lo digan en muchas melodías. Hoy la relación con América Latina es constante, esencial", enfatiza Merino. Pérez-Reverte añade: "Hay un esfuerzo diplomático inconmensurable de los directores de la academia para manejar esas relaciones y aceitar el intercambio".
El filólogo Gutiérrez coincide en la importancia de incluir a América en todas las decisiones, lo que ha atenuado la percepción de que el diccionario de la RAE refleja sólo el idioma que se habla en Madrid y alrededores. "El gran desafío que tenemos es velar por la unidad del idioma; casi diría que ése debería ser el lema que prime sobre el histórico ?limpia, fija y da esplendor' que impusieron los fundadores." Uno de los gestos de la academia para acercarse a América fue incluir en las definiciones del diccionario la marca regional "España" para palabras que sólo se usan en la península, tal como hizo siempre con los términos habituales de un determinado país del otro lado del Atlántico.
Los latinoamericanos son también los que más usan el diccionario a través de Internet y quienes más interactúan en los canales de participación que abrió la academia. "Ingresan miles de mensajes, que nos encargamos siempre de responder. Suelen ser dudas o sugerencias, pero a veces se llega a promover un cambio por la opinión de un usuario", explica Villanueva. Da un ejemplo: una mujer colombiana que vive en Australia envió una queja porque al término champú se lo definía como una loción y en realidad es un jabón. La nueva versión del diccionario adaptará la descripción. En cambio, a un mexicano afincado en California le rechazaron su propuesta para combatir el extendido uso de " brunch " por el neologismo "desmuerzo". "La academia no inventa palabras. Si algún día desmuerzo arraiga se analizará", le respondieron.
Un club masculino
Además del de centralista, la RAE carga con el estigma de machista. En 300 años apenas siete mujeres entraron en el colegio de académicos, la primera de ellas -Carmen Conde-, en 1979. En la actualidad son cinco de cuarenta miembros en funciones (mientras otras dos ya fueron elegidas para ocupar vacantes recientes). "Es algo que va a cambiar de manera natural. No puede decirse que existe una actitud hostil hacia las mujeres en la academia", sentencia Blecua.
La escritora Soledad Puértolas ("G"), la última mujer en incorporarse al club, destaca la importancia de la poca influencia femenina en el laboratorio de las palabras. "La falta de mujeres se deberá remediar de forma natural, con la sensibilidad que tenga cada uno para incorporarlas. Yo tengo esa sensibilidad y las echo en falta", opina. Pérez-Reverte se muestra terminante si se le pregunta por el "machismo" de la academia: "Me pongo beligerante con la tontería del desdoblamiento entre hombres y mujeres. Esto no se puede cambiar por decreto; la academia cambia como lo hace la sociedad. Habrá una adaptación paulatina, basada en los méritos . Y de hecho, a medida que se producen vacantes, crece el número de mujeres".
Los filólogos que trabajan en la academia enfatizan que el trabajo científico apunta a reducir el sesgo que podría introducir en el diccionario el predominio de la mirada masculina en el colegio de académicos. Insisten en que las bases de datos con millones de entradas de términos y contextos en que se usan significan un aporte objetivo que refleja en detalle la influencia de la sensibilidad femenina en el habla cotidiana. Ese cúmulo inagotable de documentación oral y escrita en formato digital está disponible a través de Internet para cualquier estudioso de la lengua. Constituye la herramienta de trabajo esencial para fundamentar cualquier nueva inclusión en el diccionario, al igual que para las reformas ortográficas y de gramática o las revisiones a obras como el Diccionario panhispánico de dudas .
El operativo lleva tiempo, un insumo que a veces escasea en el señorial palacio de la academia. En estos días se nota algo de vértigo en su escenografía majestuosa y reposada: quedan pocos meses para la presentación de la nueva edición del diccionario y hay que completar la inclusión de cientos de términos y acepciones. "Trabajamos a marcha forzada, aprobando muchas palabras directamente en los plenos", cuenta Díez. La agenda es inagotable: tecnicismos, extranjerismos, localismos propuestos desde más de 30 países, léxico científico? "En el diccionario no entra todo", se ataja Villanueva, en previsión de las quejas que seguro despertarán muchas omisiones.
Pérez-Reverte les resta importancia a esas polémicas. Dice que en sus 300 años de historia, la Real Academia contribuyó a un pequeño milagro: que 500 millones de personas separadas por un océano y extendidas por medio mundo puedan entenderse como si en realidad hubieran nacido en el mismo barrio.
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