Manuscrito. Una vieja película de Kaurismäki y el amigo que ya no está
Soy lento para escribir sobre los amigos que un buen día ya no están. Las despedidas sumarias me resultan un contrasentido. Mejor darle tiempo al tiempo. Roland Barthes decía que toda pérdida es también la pérdida de una neurosis: quería significar que muchas cosas que hacemos dependen de nuestros vínculos. Su ejemplo era simple: cuando murió su madre (vivían en el mismo edificio; ella, en un piso más alto) durante mucho tiempo persistió en el hábito de seguir escaleras arriba hasta su puerta al volver del trabajo. Desaprender esa neurosis fue una segunda pérdida.
La primera vez que nos vimos con Christian Kupchik –amigo de décadas, que se fue hace poco menos de un año– hablamos sobre todo de películas. Christian venía de vivir mucho tiempo en Suecia y había visto muchos de esos films independientes que tardaban en llegar a estas riberas, si es que alguna vez llegaban. Una de esas películas era I Hired a Contract Killer (Contraté un asesino a sueldo), de un director del que no tenía la menor noticia, el finlandés Aki Kaurismäki. La sinopsis de Christian fue entusiasta: me prometí verla. Pasaron los años, vi mucho de Kaurismäki, pero aquel título me hacía toda clase de fintas para no cruzárseme nunca.
Di con él finalmente en estos días en una plataforma. Los espectadores que hayan visto Juha (una joya muda, en blanco y negro) o las más recientes El otro lado de la esperanza y Hojas de otoño ya saben de los protagonistas de Kaurismäki, seres al margen, extraviados en una soledad proletaria que intentan sortear con las pocas armas que tienen a mano. “La clase obrera no tiene patria”, dice un personaje de I Hired a Contract Killer, como guiño a lo que la distingue. La película (es de 1990) no transcurre en Helsinki, como es habitual en el cineasta, sino en una Londres inhóspita que se muestra de lejos (tan de lejos que se parece a la desolada capital finlandesa). Su figura central es, por lo demás, un francés. Henri (encarnado por el gran Jean-Pierre Léaud, aquel chico de Los 400 golpes) es despedido de la oficina de aspecto kafkiano (llena de papeles y máquinas de escribir) en que trabaja desde hace quince años. ¿Qué hace Henri en Londres? No lo sabemos, excepto que volver a su país natal no es una opción. Decide matarse, pero ante el fracaso con toques de comedia (la soga para colgarse se rompe, se corta el gas cuando pone la cabeza en el horno de la cocina) baja hasta un suburbio turbio en busca de un sicario para que tramite lo que él, por cobardía, no se atreve a hacer.
Es apenas el comienzo: dejemos en suspenso el resto del argumento. Vayamos a un detalle del final. La música nacional de los finlandeses es el tango. Tienen su propio desarrollo del género, pero también escuchan como propios los clásicos rioplatenses. A lo largo de I Hired a Contract Killer suena Olavi Varta (el cantante local por antonomasia), pero al cierre se escuchan “Mi Buenos Querido” y “Cuesta Abajo”, en la voz de Carlos Gardel. La última versión, cuando Henri, en su huida, recala en cierta hamburguesería de mala muerte regenteada por un individuo idéntico a Lalo Schiffrin (tan parecido que lo tuve por un cameo, aunque resultó ser otro actor francés, Serge Reggiani).
En aquel primer intercambio de nuestras vidas, que serían legión, Christian me había anoticiado de aquella entusiasta y lejana apropiación del tango, y me había dicho que, si alguna vez veía la película, me encontraría con una sorpresa. No falló. Mi primer gesto fue pensar en enviarle a pesar de la hora un whatsapp para decirle lo bien que se había guardado el secreto de la melancolía argentina de Kaurismäki. Hubo, claro, un instante de zozobra al darme cuenta de que era imposible, pero también una revelación. Treinta años después sentí que cumplía una deuda, pero sobre todo venía de descubrir con alegría que la neurosis sigue ahí, que a pesar de todo la conversación continúa.