Una vida dedicada al oficio más humilde
El destino, por decirlo de alguna manera, se abatió en los últimos tiempos con inusitada crueldad sobre la literatura argentina. En muy pocos años murieron Alberto Laiseca, Ricardo Piglia, Abelardo Castillo, Josefina Ludmer, Angélica Gorodischer, Vlady Kociancich, Horacio González y Tamara Kamenszain. El último en irse, la noche del 17 de diciembre, en vísperas de la final del Mundial de fútbol, fue Marcelo Cohen. “Marce, no sabés lo que te perdiste”, lo despidió el escritor Guillermo Piro con humor y tristeza. “Nos estamos quedando sin escritores”, me dijo Gonzalo Garcés mientras tratábamos de salir de la conmoción por la noticia. La hipérbole no es del todo injusta: con la partida de todos ellos, a los que admirábamos a distancia, se clausura un capítulo protagonizado por una constelación de nombres que moldeó lo que dimos en llamar literatura argentina del siglo XX. Nos van quedando solo los contemporáneos.
Un mundo con menos autores y más traductores sería, sin lugar a dudas, un mundo mejor
El consuelo que ofrece la literatura a quienes la abrazan como destino es que la desaparición física es apenas una circunstancia: la vida es sucedida por la obra, que para los lectores es lo que verdaderamente importa. Mientras haya un lector recorriendo las páginas de un libro ese autor seguirá vivo. Es la manera que encuentran los escritores de eternizarse. En el caso de Marcelo Cohen (1951-2022) ese legado será doble, ya que a su propia obra, compuesta por novelas, libros de cuentos y ensayos, se le agrega su trabajo de traductor, que a la vez mantiene vivos y en circulación, desde hace décadas, a tantos otros escritores fundamentales.
A fines de 1975 Cohen, que había estudiado Letras e idiomas en la Argentina, viajó a España y cuando en marzo de 1976 la dictadura militar tomó el poder decidió radicarse en Barcelona. Fueron dos largas décadas de trabajo en periodismo cultural y allí publicó también sus primeros libros de ficción. Pero fue, sobre todo, la estancia donde desarrolló una abnegada tarea de traductor. Cohen, que con el tiempo se convirtió en uno de los escritores más versados en literatura fantástica y ciencia ficción, tradujo a todo tipo de autores (Henry James, Jane Austen, Raymond Roussel, Clarice Lispector) pero su aporte a la difusión del fantástico en nuestra lengua no tiene precedentes. Gracias a él, por ejemplo, podemos leer en castellano a un escritor como Steven Millhauser, uno de los secretos mejor guardados de la literatura estadounidense.
A mediados de los años 90 Cohen regresó a la Argentina y a principios de los 2000 fundó junto a su esposa, la crítica Graciela Speranza, la revista de literatura Otra Parte. Cultivó una imagen tan alejada de los medios que resulta sorprendente encontrar por ahí el testimonio de su amistad con Adrián Dárgelos, el cantante de Babasónicos, mientras ambos hablan de su manera de componer. Por pura casualidad, cuando me enteré de la noticia de su muerte yo estaba justamente traduciendo. Cualquiera que lo haya hecho sabe que traducir es, esencialmente, un acto de amor: a un autor, a una obra, a una lengua. No hay expresión más idiota que aquella que proclama “traduttore, traditore”. Un mal traductor, en todo caso, podrá ser infiel al texto original y arruinar su belleza o sentido. Pero eso no es nada en comparación con su contraparte.
Solo un traductor responsable sabe de la preparación, la concentración, el esfuerzo físico que demanda ocupar el lugar de otro durante días y meses, poner en modo avión la propia personalidad y prestarle voz a un autor a quien muchas veces no se conoce para hacerlo vivir en otro idioma, otra geografía, otra cultura. Por si hicieran falta mayores pruebas de amor, se trata del trabajo peor pago de la industria editorial. No hay probablemente oficio más humilde y más necesario. Un mundo con menos autores y más traductores sería, sin lugar a dudas, un mundo mejor.
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