Una tarde con Paul Auster a la vuelta de su casa
En El guardián entre el centeno, la novela de J.D. Salinger, el adolescente Holden Caulfield decía que los únicos libros que le gustaban eran aquellos que, apenas se los termina, dan ganas de llamar al autor por teléfono para conversar. Salinger siempre se arrepintió de haber escrito esa frase: cansado de tantos timbrazos a deshoras, dejó Nueva York, se refugió en un pueblo perdido donde no recibía a nadie y a la larga dejó de publicar.
Probablemente Paul Auster haya sido, entre los escritores contemporáneos, uno de los que más haya tenido que lidiar con lectores que tenían la impresión de conocerlo como a un íntimo. Se las arregló sin embargo para que la solitaria y estoica tarea de escribir no fuera interferida por ese malentendido que producían sus libros. La estrategia de reservarle tiempo a sus seguidores en lecturas públicas y ferias le permitió seguir afincado en el barrio de Brooklyn, donde residió desde que se instaló en él en los años ochenta, sin mayores inconvenientes.
Aquella calurosa tarde de verano llegó a la cafetería a la vuelta de su casa, en la que me había citado para la entrevista pactada, con la informalidad de un neoyorquino cualquiera. Sweet Melissa era un bar ínfimo, desbordante de donuts, más dedicado al takeaway que a la tranquila consumición in situ. Auster insistió en instalarse al aire libre en el patiecito de atrás, donde había una única mesa solitaria, al lado de un aparato de aire condicionado que rugía como un león exhausto.
"Auster era locuaz, pero sus respuestas venían cortadas por la franqueza y brusquedad neoyorquinas"
La imagen de Auster era la de un creador lúdico y meditativo, entregado a la lenta artesanía de escribir a mano para después pasar en limpio sus manuscritos en su histórica máquina Olympia. De alguien tan entrenado en su oficio solo se podía esperar amabilidad profesional y respuestas repetidas a preguntas –era mi sospecha- hechas ya mil veces.
Deshagamos ese mito: Auster era locuaz, pero sus respuestas venían cortadas por la franqueza y brusquedad neoyorquinas. De tanto en tanto, encendía uno de esos cigarritos holandeses a los que estaba aficionado, los mismos que inspiraron Smoke, aquella película basada en un guión suyo que tiene como epicentro una tabaquería. En ningún momento del par de horas siguientes se sacó los anteojos de sol para proteger sus ojos claros del sol. Era temprano, pero para ponerse a tono prefirió acompañar la charla con algunas copas de vino blanco.
¿Desilusión para el Holden Caulfield que estaba siendo en ese momento? Todo lo contrario. Cuando le pregunté por sus textos autobiográficos me dijo que la única justificación que se dio para escribirlos era ser honesto y centrarse más en sus derrotas que en los éxitos. Era auténtico, sin filtros. No buscaba caer bien –todo periodista debería agradecer esa disposición-, pero ni por un instante habló desde el pedestal del que repasa su carrera con la distancia vanidosa de la tarea cumplida. Más que una entrevista, parecía la continuación de una vieja conversación informal, que a veces incluía fuera de programa preguntas de su parte. “¿Sus padres todavía viven? No sabe la suerte que tiene”, me comentó después de hablar de La invención de la soledad, la memoria donde contaba de su propio padre, que -paradójicamente- veía con una ceja alzada que se dedicara a algo tan irregular como la literatura.
"Cada vez que leía algo de su juventud, dijo, lo leía como si fuera de otro"
Por aquel entonces se acababa de publicar su Poesía completa en castellano, y ese detalle nos retrotrajo a sus comienzos. Hasta los 30 años, mientras intentaba escribir novelas que no podía redondear, Auster solo publicó libros de versos. Muchos de sus futuros argumentos –el de El país de las últimas cosas, el de La música del azar- ya estaban en germen en aquellos escritos. Cuando se pasó a la novela dejó, sin que se pudiera explicar por qué, la poesía. Lo tomaba como una de los tantos desvíos del destino, de esos que le dan un ritmo tan azaroso a sus novelas. Auster no era nostálgico, pero como suele pasar con los creadores parecía envidiar un poco al que había sido en los comienzos, esa época en que todavía un aspirante a escritor está buscando su camino sin la obligación de tener que hablar de sí mismo. Cada vez que leía algo de su juventud, dijo, lo leía como si fuera de otro. Era, según él, lo más misterioso de dedicarse a la literatura.
Un par de años después volví a Brooklyn. Quería que mis hijos conocieran Prospect Park, ese inmenso espacio verde hasta el que aquella tarde me acompañó Auster con el único fin de que lo conociera. Antes de hacerlo, en la nueva visita, pasamos por casualidad por delante del Sweet Melisa. Solo quedaba colgando el cartel con el nombre del local. Adentro apenas había unos pocos rastros ruinosos de lo que había sido la cafetería. También en Nueva York los locales quiebran, pero por un instante ese pase de magia me hizo pensar que todo el encuentro, como en una novela del mismo Auster, bien podía haber sido una ilusión. La realidad, como anotó Oscar Wilde, a veces imita el arte.
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