Una noticia que nos deja el corazón helado
La última vez que la vi caminaba ensimismada por la Gran Vía, arrastrada por una muchedumbre de paseantes distraídos que no alcanzaban a reconocerla. Y que a mí me empujaban en sentido contrario, durante aquel populoso atardecer otoñal de Madrid. Estuve a punto de gritarle para que se detuviera, pero eso habría significado que decenas de fans giraran su cabeza, la detectaran y la sacaran de sus meditaciones: su nombre, Almudena, es inequívoco. Entonces respiré hondo, me resigné y apuré mi camino hacia la Plaza Mayor. Pensé: “Otro día voy a llamarla para quedar con ella y hablar un rato de política y de libros”. Pero los días pasaron volando y regresé a Buenos Aires sin haber marcado su número. La conocí hace diez o quince años, y desde entonces mantuve con ella diálogos públicos y privados, siempre signados por su inteligencia polémica, irónica, tierna y torrencial. Conversamos una vez mano a mano sobre nuestras vidas y nuestras carreras en la Feria del Libro, y el público gozó con su pasión por la historia (su segunda vocación) y se conmovió cuando conté que su marido -Luis García Montero, uno de los poetas más importantes de España- le había dedicado un libro increíble: todas y cada una de esas piezas literarias eran poemas de amor a Almudena Grandes. La gente lo aplaudió: Luis, hoy director del Instituto Cervantes, ocupaba tímidamente una silla en el fondo del salón y se vio obligado a ponerse de pie y saludar.
La autora de Las edades de Lulú y El corazón helado era una novelista rotunda, y estaba escribiendo, en distintos volúmenes y diferentes géneros, una obra ambiciosa y monumental: “Episodios de una guerra interminable”. Muchas de esas novelas las hemos presentado en mi programa de radio, donde ella era habitué y donde pasamos grandes ratos. Discípula de Pérez Galdós, íntima amiga de Joaquín Sabina y devota de Manuel Vázquez Montalbán, fue además una extraordinaria columnista de El País de Madrid. Escribía en la contratapa cada lunes sus breves notas punzantes, y en la revista dominical sorprendió alguna vez con unos “articuentos” (la nominación de esa mixtura pertenece a nuestro mutuo amigo Juan José Millás) realmente maravillosos y originales, donde ella avanzaba sobre el terreno de la ficción para narrar mejor la realidad.
Ambos fuimos jurados de honor del Premio Novela de Clarín, y nos impactó agradablemente coincidir en las fortalezas y debilidades de cada original que nos tocó leer, y en el trabajo más acabado que habíamos encontrado entre tantos valiosos finalistas. Nos costó pocos minutos ponernos de acuerdo y llegar a un veredicto. Luego brindamos con champagne en la fiesta y nos despedimos, sin saber que lo hacíamos para siempre. Leí hace unas semanas un valiente texto suyo en el que comunicaba su enfermedad y le escribí rápidamente un correo, pero recibí una respuesta automática: “Esta cuenta ha sido desactivada por problemas de salud por un tiempo indefinido. Lamentamos las molestias”. Me vuelve ahora aquella imagen: ella caminando sola por la Gran Vía, tal vez imaginando una escena o escribiendo mentalmente un párrafo, mientras el río de la vida se la llevaba.
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