Una niña callada, en una casa con extraños
Es tan poco lo que pide la infancia. Un techo y calor, el previsible cobijo de la rutina. Cuidado. Mirada. Es tan poco y a veces ni siquiera eso puede garantizarse.
Leo Tres luces, una nouvelle de la irlandesa Claire Keegan recientemente reeditada por Eterna Cadencia. Keegan logra un registro difícil: su prosa es elegante, precisa, delicada como un cristal levemente tallado; el punto de vista –la voz de la narradora–, el de una niña de unos nueve o diez años.
El director irlandés Colm Bairéad se basó en este libro al filmar The quiet girl, película hablada en buena medida en gaélico que, tras ganar el premio del jurado y la mención especial del jurado juvenil el año pasado en el Festival de Berlín, este año compitió por el Óscar a la mejor película internacional.
La película supo captar algo así como el alma de Tres luces: hay una niña profundamente sola, retraída, de pocas palabras, que observa el mundo de los adultos, entiende algunas cosas, percibe las zonas de secreto, no juzga nada. Se sabe a merced de fuerzas que la sobrepasan; sigue los pasos que le marcan los otros, no se rebela ni protesta. Es la infancia inerme.
"Y así arranca la historia: una nena todavía chica, apenas con lo puesto, en una casa desconocida, viendo alejarse a un padre que no le dijo cuándo la volvería a buscar y que como único saludo le dedicara un “trata de no meterte en problemas”"
La historia concebida por Keegan se ambienta en la Irlanda rural de los años ochenta. Hay una familia numerosa y desbordada, una madre con un embarazo avanzado, la decisión de que una de las hijas –la protagonista del relato– pase el verano con unos parientes lejanos, hasta que nazca su nuevo hermano. Mucho de esto lo iremos deduciendo de a poco. El libro arranca con la nena sentada en el asiento trasero de un auto, viendo cómo el padre la lleva a un lugar que no conoce, donde habita gente a la que no recuerda, sin que nadie le dé demasiada información, sin preguntar ella misma nada.
A poco de dejarla en casa del matrimonio Kinsella –los parientes en cuestión–, el padre se marcha atropelladamente, sin darse cuenta de que no bajó del auto la valija con la ropa de su hija.
Y así arranca la historia: una nena todavía chica, apenas con lo puesto, en una casa desconocida, viendo alejarse a un padre que no le dijo cuándo la volvería a buscar y que como único saludo le dedicara un “trata de no meterte en problemas”.
La historia de Tres luces es la de cómo el desamparo puede ser arrasador e invisible. Porque aquí no hay ni grandes tragedias, ni niños hambrientos, ni abusos o violencias. Solo indefensión, destrato, descuido.
El arte de la autora (y de Colm Bairéad al traducir la historia al cine) es el de la sutileza. Si nunca usa trazos gruesos al pintar la fragilidad emocional de la protagonista, tampoco los usa al trazar la progresiva red de contención que los Kinsella irán tejiendo en torno a ella.
Sus anfitriones, más allá de tener, como el resto del mundo adulto, territorios inexpugnables que la niña avizora pero no que no osa atravesar, le ofrecen una cercanía desconocida. Son metódicos y atentos. Sin alharaca, la introducen en una sensación nueva: ser reconocida.
La señora Kinsella se toma el tiempo para cepillarle el cabello cada noche, el señor Kinsella le deja un dulce sobre la mesa antes de irse a trabajar, ambos le enseñan a hacer pequeñas tareas en la casa, le compran libros, la ayudan a leer.
“Y así pasan los días –relata–. Me quedo esperando que pase algo, que la tranquilidad que siento termine –despertarme en una cama mojada, meter la pata, algún error garrafal, romper algo–, pero cada día se parece mucho al anterior”.
En ese engranarse de días similares –lo opuesto a vivir en medio de la hostilidad– la pequeña narradora encuentra otro modo de estar en el mundo. A su modo infantil, descubrirá que ser madre o padre poco depende de los lazos de sangre. También se topará con la crueldad de un mundo poco afecto a premiar, porque sí, la bondad.
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