Una maraña de intrigas palaciegas
La historia detrás de la historia del robo al Museo Nacional de Arte Decorativo
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En el bochorno del final del verano una noticia sacudió los pasillos de un palacio. El robo de veinte piezas del Museo Nacional de Arte Decorativo desencadenó un tembladeral de acusaciones y sospechas. No es un botín millonario. Suma algunos miles de dólares. Y revela una certeza: no están a salvo las obras de arte del patrimonio nacional.
Acostumbrada al periodismo sobre arte, este mes como “inspectora Zacharías” me llevó de vuelta a mis comienzos en la Redacción de LA NACION, cuando en 2001 era pasante en Información General, criada bajo el ala de expertos en policiales como Fernando Rodríguez y Gustavo Carabajal. De ellos aprendí a afilar las palabras y una jerga específica, como taquero, que ya casi no volví a usar hasta estos días en los que el robo de obras de arte en un museo me zambulló en páginas de Interpol y promesas de off the record con fuentes reticentes. Todos saben más de lo que dicen.
En el arte, en general, no hay tantos secretos ni tensiones. Los entrevistados suelen ser creadores deseosos de expresión, que desnudan su alma sin demasiadas reservas. Las notas devienen, entonces, diálogos de mutuo entendimiento, interpretaciones respetuosas, a veces con algunos halagos. Pero en el caso del robo al Decorativo todo es una maraña de intrigas palaciegas. De eso se trata: en el Palacio Errázuriz alguien sustrajo a paso de hormiga veinte pequeños objetos preciosos: cuadros de pequeño formato, jarrones, esculturas, artículos de tocador con mango de marfil... un pequeño botín que salió por la puerta grande de la Avenida del Libertador en las narices de todos, dentro de una mochila.
"Los más tranquilos de todos parecen ser los electricistas: llevan semanas ocupándose de instalar un tendido que por fin permita colocar las cámaras que ya fueron licitadas y compradas."
¿Y las cámaras de seguridad? ¿Los rayos láser? ¿Los vidrios blindados? ¿Las alarmas ensordecedoras? ¿El comando de vigilancia? Nada de eso existe en este ni en la mayoría de los museos argentinos. Apenas un policía y un bombero pasan la noche en los salones: cuatro ojos para 4300 metros cuadrados. A pocas cuadras de ahí, en el Museo Nacional de Bellas Artes, por suerte, tienen un sistema más sofisticado. Pocas instituciones públicas pueden darse el lujo de destinar el 34% de su presupuesto a la seguridad para mantener las cámaras funcionando y a veinte personas en vela cada madrugada.
Hace un mes que escribo sobre un museo al que ahora se entra en puntas de pie, para visitar solamente algunos sectores, de 13 a 19. Si se pregunta por teléfono dirán, muy amables, que aunque cierran a las 19, y mejor vaya antes de las 18.15 porque si a esa hora ven que no hay nadie, ya cierran las puertas. Una y otra vez repasamos con mi editora, la “comisaria mayor”, la secuencia de llaves falseadas, cuadros reemplazados por fotocopias y jarrones reordenados para disimular los faltantes. Fantaseo con un ladrón de inteligencia suprema que se comunique de forma anónima y nos cuente de una buena vez por qué robó, qué hizo con las piezas. Pero esas tramas son para las series de Netflix.
Aquí todos son sospechosos. A falta de mayordomo, se enumeran las personas que circulan a diario (empleados, personal de limpieza, productores, artistas y curadores temporales, personal de seguridad, asistentes a cursos y público de exposiciones). Las mochilas ahora se revisan al salir y la interventora, Marisa Baldasarre, repite que controla uno por uno los objetos del inventario, esperando que ya no falten más. Los más tranquilos de todos parecen ser los electricistas: llevan semanas ocupándose de instalar un tendido que por fin permita colocar las cámaras que ya fueron licitadas y compradas.
Hay versiones conspirativas. ¿Y si alguien le tendió una trampa al director Martín Marcos? Está suspendido –esta semana se supo que por sesenta días más– e inició una demanda para volver a su puesto y encontrar al ladrón, del que se siente la principal víctima. Por las redes, varios mensajes alertan de enemigos silenciosos. ¿Y si no hizo bien su trabajo y descuidó aspectos de la vigilancia? Eso le contestan desde la otra campana.
La pesquisa se sigue por mensajes de WhatsApp lacónicos: “sin novedades”, “por favor, no me cites”, “consultá a mi superior”. De vez en cuando, sorprenden en la pantalla unas cuantas líneas de corrido. Cuando el caso comenzaba a calentarse, una fuente avisaba que el ministro de Cultura, Tristán Bauer, había dado a los directores de los museos de todo el país un mensaje breve y conciso, que a simple vista puede sonar obvio, pero a la luz de los hechos es más una advertencia que un reto: “Lo único a lo que se tienen que abocar los museos en este momento es a cuidar el patrimonio”, decía. Refresco todos los días la página de Interpol para ver si aparecen nuevos objetos robados o si, al contrario, desaparece alguna ficha de la búsqueda, lo que querría decir que encontraron un jarrón, un cuadro. Y espero pacientemente respuestas a preguntas incómodas.
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