Una joya perdida en medio de la Ulisesmanía
Uno de los pocos encantos que tuvo el confinamiento por la pandemia fue ese tiempo extra que poco a poco sentí que había ganado al no existir la vida social. Horas preciosas que pude dedicarle a esa gran asignatura pendiente que tenía con la literatura: el Ulises, de James Joyce. Los infructuosos intentos previos fueron unos cuantos: traté de leerlo en inglés; en inglés y en español simultáneamente; y solo en español. Imposible para mí avanzar más allá del primero o segundo capítulos, una enorme frustración que, sin embargo, no me disuadía. Tenía el suficiente empeño, perseverancia y testarudez como para jurarme que algún día lo lograría.
Y así fue. Gracias a la eximia traducción de Marcelo Zabaloy, con la colaboración de Edgardo Russo, sumada a Ulises, claves de lectura, de Carlos Gamerro, una guía imprescindible, de a poco fui internándome en ese mundo que dura solo un día que transcurre en Dublín, el 16 de junio de 1904, en la vida de Leopoldo Bloom y otros personajes. Por supuesto que fue enorme la satisfacción de haber ganado semejante batalla que por suerte no se limitó a lo épico de la aventura, sino que además, a medida que me adentraba en el texto, cada vez era mayor el placer de su lectura y la fascinación con la hazaña literaria de Joyce.
Sin embargo, el Ulises no concluyó en mí con su lectura. Al contrario, fue una puerta que se abrió, un comienzo de una exploración de la obra, una necesidad de continuar adentrándome en ella. A medida que obtenía más conocimiento sobre la novela, más ganas me daban de seguir desentrañando sus misterios, de penetrar en sus intersticios, de comprender sus códigos culturales. Desarrollé una suerte de Ulisesmanía que se plasmaba en lecturas de capítulos en inglés que ahora sí podía entender, de textos sobre el gran texto y en talleres sobre el Ulises.
En 2022, me enteré, ya no recuerdo cómo, de que Marcelo Zabaloy había publicado un libro titulado El Ulises de Joyce en 24′ 30′', una versión abreviada e ilustrada para aquel Lector Perezoso, como él mismo lo llama, que no pudiera o no quisiera leer la novela completa. Comencé a buscar esa especie de resumen Lerú en librerías y ni noticias tenían de su existencia. Y de a poco fue quedando en el olvido, en el infinito arcón de los pendientes. Hasta que este 16 de junio una nota de Daniel Gigena en este diario me decidió a investigar sobre cómo conseguirlo y terminé encontrándolo en Mercado Libre. Había un único vendedor en Bahía Blanca que, ¡oh, sorpresa!, se llamaba Marcelo Zabaloy. Obvio que lo compré y pacientemente lo esperé diez días hasta que llegó por correo.
Sobre en mano, no pude resistir la tentación de abrirlo mientras caminaba por la calle. Me encontré con una joya pequeña, exquisita, con ilustraciones entre un capítulo y otro. Todo esto iba descubriendo a vuelo de pájaro mientras lo hojeaba y ojeaba. De repente, antes de deshacerme del sobre, noté que en su interior había un papel blanco doblado. Pensé que era la factura. Pero igual lo abrí. Serendipia… una carta de puño y letra que decía: “Estimada María José, muchas gracias por elegir este librito. Marcelo Zabaloy”. Me conmovieron su generosidad y su enorme respeto al lector. Pero por sobre todo me impactó que precisamente él me agradeciera a mí cuando en realidad soy yo la eterna agradecida hacia él. Pude conseguir su mail para hacérselo saber, para retribuirle el gesto. Pero me quedó la triste sensación de la terrible injusticia de que el gran traductor del Ulises tenga que ocuparse él mismo de vender su obra, de que no reciba su tarea el suficiente interés como para distribuirla. Bronca me dio que este pequeño gran libro no sea un best seller como se lo merece y que haya tanto best seller que no debería tener la fortuna de vender ni un solo ejemplar. Siempre fue así y lamentablemente lo sigue siendo. Mucha ingratitud con muchos a quienes se debería honrar con ¡infinitas gracias!
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