Una fórmula para seguir siendo humanos
El mundo era otro a fines del siglo XVI, durante el XVII. Los seres humanos, evidentemente, no. Pensé en esto unas semanas atrás, entre el estruendo de aplausos que cerró la última presentación de La vida es sueño en el teatro Regio.
Acento castizo en el escenario –el elenco pertenecía a la Compañía de Teatro Clásico de España–, nervio contemporáneo en la puesta –dirigida por el británico Declan Donnellan, la obra desbordaba brillo, delirio, desparpajo, intensidad–, palabras puras y duras de Calderón de la Barca. Las mismas palabras que escucharon aquellos que asistieron al estreno en 1635, pronunciadas frente a un auditorio con estilo e inquietudes muy distintas a las de entonces. La voz de Pedro Calderón de la Barca hablando a través de un Segismundo por momentos atemporal, por momentos increíblemente cercano.
Como indicó en este diario el crítico Carlos Pacheco, en su adaptación Donnellan dejó de lado ciertas preocupaciones filosóficas del autor de la obra; en todo caso, la magia aconteció, la vigencia del clásico quedó verificada. Y a lo largo de la puesta, más que la pregunta por la esencia de lo real y del sueño, lo que asomaba era la danza inevitable, desquiciada y desquiciante, del poder. Lo humano en carne viva, tan desnudo, vulnerable y letal como el mismísimo hijo del rey Basilio.
Tal vez sea una herejía –pienso que no– salir de ver una obra de teatro y, entre las miles de resonancias que esa experiencia suscita, recordar una serie. De hecho, algo de eso me sucedió.
La belleza del teatro plasmada en carromatos, vestuarios y música que prescinden de la energía eléctrica porque, como la verdad, la historia de la humanidad se lleva en los puños
La vida es sueño me había inundado de sentidos, voces, música, risa –sí, también risa– estremecimiento, preguntas. Más allá de todos los libros abocados a descifrar qué es un clásico, la vivencia es tan decisiva como cualquier teoría. ¿Un clásico? Eso escrito por alguien que jamás soñó con el mundo tal cual lo habitamos hoy, y que no obstante nos interpela como si la distancia temporal no existiera. ¿Un clásico? Algo que va directo, como un dardo feroz, al corazón de lo que nos hace ser seres humanos.
Entonces, la serie. A fines de 2021 se estrenó Estación Once, una historia ubicada en un futuro post-apocalíptico que parece haber tenido menos suceso que otras de temática similar ( por caso, la exitosa The last of us).
Basada en una novela de Emily St. John Mandel y dirigida por Patrick Somerville, la serie ubica el germen del fin del mundo en una pandemia de gripe y se concentra en las vidas de un grupo de habitantes de Chicago. Pero, lejos de ser una historia de supervivencia más, Estación Once es una pequeña maravilla. Y la razón está en los clásicos.
Porque el puñado de protagonistas intenta, efectivamente, resistir en un mundo devastado, y la vía que encuentra es la cultura. En eco con el padre que, en la novela distópica de Cormac McCarthy (también llevada a la pantalla) La carretera protegía la vida de su hijo con un arma y a la noche preservaba su humanidad leyéndole un cuento, los personajes de Estación Once protegen su humanidad interpretando a Shakespeare.
“Civilización” clama uno de ellos cuando, al darse cuenta de que a internet le queda poco tiempo de vida, decide bajar todos los textos posibles antes de que se haga la noche.
“Todo lo que vive debe morir, pasando por la naturaleza a la eternidad”, dice otro, la voz de Shakespeare en la suya, la puja por la supervivencia en cada centímetro del cuerpo, y la belleza del teatro plasmada en carromatos, vestuarios y música que prescinden de la energía eléctrica porque, como la verdad, la historia de la humanidad se lleva en los puños. Los personajes de Estación Once le arrebatan a la barbarie la pulsión de vida; construyen cultura, crean sentido, alegría, tragedia, continuidad, legado.
¿La cultura nos hace mejores personas? No, apenas nos recuerda qué significa ser esto que somos.
Temas
Otras noticias de Manuscrito
Más leídas de Cultura
“Me comeré la banana”. Quién es Justin Sun, el coleccionista y "primer ministro" que compró la obra de Maurizio Cattelan
“Un clásico desobediente”. Gabriela Cabezón Cámara gana el Premio Fundación Medifé Filba de Novela, su cuarto reconocimiento del año
Perdido y encontrado. Después de siglos, revelan por primera vez al público un "capolavoro" de Caravaggio
Martín Caparrós. "Intenté ser todo lo impúdico que podía ser"