Una fiesta de tres páginas
El escritor Federico Jeanmaire habla en esta entrevista de su vida y de su última novela Países Bajos (Planeta), una extraña historia pasional que transcurre en La Haya entre un emigrado argentino y una misteriosa holandesa
Federico Jeanmaire (argentino, nacido en Baradero en 1957) empezó a escribir para esconderse.
Hijo de Inés, ama de casa, y de Luis Emilio, un egresado del Liceo militar dado de baja del ejército demasiado pronto, su vida cambió para siempre el domingo 30 de julio de 1966, cuando Onganía derrocó al presidente Arturo Illia y su padre se convirtió en intendente de su ciudad natal. "Desde ese momento -dice Jeanmaire, en el estudio del departamento antiguo donde vive, cerca del Congreso y todas sus manifestaciones-, yo ya no era un chico cualquiera, sino el hijo del intendente. Todo lo que hiciera, mal o bien, tenía que ver con eso, con ser el hijo de. El único lugar oculto de la mirada de los vecinos fue la escritura."
De modo que así, para esconderse, fue como empezó a escribir quien, ya adulto, sería autor de novelas como Desatando casi los nudos (1986), Miguel (1990, finalista del Premio Herralde), Montevideo (1997), Mitre (1998), Los zumitas (1999), Una virgen peronista (2001), Papá (2003), y ahora Países Bajos, novela que obtuvo una Mención Especial del Jurado del Premio Clarín de Novela 1998 y que acaba de publicar editorial Planeta.
Pero la primera obra de Federico Jeanmaire fue un periódico artesanal llamado El familiar, cuyo objetivo era hablar mal, pésimo y peor de su hermano, cinco años mayor que él. "El hacía lo que quería conmigo. Si decidía que su cama era la del lado derecho, yo tenía que usar la del lado izquierdo. Entonces yo, que tenía nueve años, utilizaba los editoriales del diario, que también tenía secciones políticas, deportivas, para hablar muy mal de mi hermano. Hacía copias y las distribuía en la familia."
Así como ese protodiario fue el principio de la escritura propia, la biblioteca de su padre fue el camino hacia la ajena. El tenía doce años y los estantes donde Luis Emilio guardaba los libros le habían parecido siempre vastos y tentadores, hasta que un día vio la cara real de esa biblioteca: novelitas policiales, folletines de cowboys, ensayos de estrategia miliar, libros sobre ovnis. "Descubrí que mi padre leía cosas horribles, cosas sobre ovnis, un montón de saberes bizarros. Yo me crié con eso que creí que era LA biblioteca, y un día me di cuenta de que no me gustaba, de que era una porquería. Así que fui a las bibliotecas del pueblo. En eso me guió mi tía Lía, mi madrina. Ella vivió en Buenos Aires, en Madrid. Me dio un cierto hilo de lecturas. Empecé a leer a Cortázar, a Borges, mucha filosofía."
Su padre empezaba a ser un hombre con pies de barro y él, un chico con hambres que el pueblo ya no podría calmar por demasiado tiempo. A los dieciocho se mudó a Buenos Aires para estudiar la carrera de su vida: economía. Casi se recibe. "El que tenía plata era mi abuelo. Entonces los estudios me los pagaba él y también decidía un poco dónde estudiaba yo. Así que estudié economía en la UCA (Universidad Católica Argentina), porque la UBA, según mi abuelo, estaba llena de zurdos. Yo quería estudiar filosofía. Pero era una época en que el varón tenía un mandato y yo, por mi contexto familiar, no podía irme a estudiar filosofía. Si estudiabas para ser médico, arquitecto, contador, abogado, te asegurabas. Pero en un momento me di cuenta de que iba a tener que hacer eso todos los días de mi vida. Ahí largué todo y me fui del país. Yo no militaba, me estaba formando como persona, eligiendo lo que quería hacer, y de pronto se me cortó esa posibilidad con la dictadura, hasta leer a Nietzsche era un problema."
Entonces, cuando cumplió 21, sacó pasaporte e hizo lo que, desde hacía años, le prohibía su padre por menor de edad: se fue a España. Ahí estaban Madrid, la tía Lía y un futuro inesperado de hombre rico. Durante su período europeo (1979-1983) tuvo una lechería, trabajó en la vendimia, fue vendedor ambulante y un día lo atravesó, como el rayo, la certeza de que quería ser escritor: "Fue en Madrid -recuerda-; me di cuenta de que no me importaba nada más, que quería ser escritor. Escribí una novela y se la llevé a mi tía Lía, que vivía en Madrid. La leyó y me dijo: ?No escribas, sos malísimo, mejor seguí leyendo´. Otra persona se habría ido llorando, pero yo me fui soñando con que en algún momento iba a escribir algo que le gustara".
En esos años, Federico se transformó en dos cosas: escritor cabeza dura y acaudalado vendedor de sándwiches. "Fui rico, sí. Un día volvimos con un amigo de Ibiza, y fuimos a tomar una cerveza porque nos quedaban 150 pesetas, y queríamos festejar que éramos pobres. Estábamos en el bar y vimos una pareja que vendía sándwiches. Vendieron dos o tres pero empezamos a hablar y nos dijeron: ?Vengan mañana, pongan otro puesto, que si la gente ve dos puestos van a empezar a venir´. A la semana éramos cinco vendedores y la gente nos compraba todo. A los veinte días nos habíamos comprado una furgoneta y a los tres meses trabajábamos tres semanas y una semana nos íbamos de viaje por Europa. Para el cumpleaños de mi amigo alquilamos y cerramos la mejor discoteca de Madrid."
¿Y por qué abandonó esa vida de hombre rico? Simple. Porque se enamoró. Ella era holandesa y él marchó a Holanda sin hablar ni pío de holandés pero con el alma henchida de fuego enamorado. Ahí, cerca de Amsterdam, tuvo uno de los mejores trabajos de su vida: "Allá hay ciudades-hogares, destinadas a discapacitados mentales. Mi trabajo era manejar el colectivo interno de esas ciudades y llevar a esa gente a sus trabajos, a sus casas. Me encantaba, eran todos tan cariñosos."
Aunque sus años europeos le habían servido para empezar a escribir, un día se dio cuenta, con susto, de que estaba perdiendo la lengua cotidiana. "Decidí volver cuando asumió Alfonsín. Necesitaba el lenguaje. Tenía que volver." No era un motivo menor para un escritor en cuya obra no se reconocen otros ecos que no sean los de escritores de habla hispana: Sarmiento, Bryce Echenique, Cortázar. "Yo le debo a la literatura en lengua castellana, no les debo a franceses, americanos, escritores que me parecen muy buenos, pero de los que no he tomado nada. Me veo, sí, trabajando con estos tipos a mi lado: con Cervantes, con Sarmiento."
De regreso en la Argentina, empezó a publicar sus primeros libros, jura que con esfuerzo grande. Hoy, se dice que Jeanmaire es algo así como un escritor de culto. "Pero en la Argentina todos somos escritores de culto -señala-, nadie es best seller. Según sé, vendo algo más que otros escritores de mi generación, pero eso sigue siendo mucho menos de lo que vende un escritor de mi edad en otros países. Tuve muchos problemas para publicar mis primeros libros. Aparentemente, la gente pensaba que no valía la pena publicarlos y ahora esa misma gente piensa que son algo interesante."
Así, publicó Un profundo vacío en el pie izquierdo (1984), Desatando casi los nudos (1986), Miguel (1990), Prólogo anotado (1993). Y entonces, de un amor en argentino, nació su hijo, Juanito, y Federico dejó de escribir: "Cuando nació mi hijo, el amor fue tan enorme que me cambió todo -explica- y una de las cosas que me cambió fue que durante un año entero no escribí nada. No tenía ganas. Pero empecé a preguntarme con preocupación si volvería a escribir. Y me di cuenta de que tenía ganas de escribir una historia de amor."
Esa historia de amor e inmigraciones es Países Bajos. "El amor es complicado de vivir y de escribir -dice Jeanmaire-. ¿Por qué se enamora uno de una persona y no de otra? Uno no puede tomar decisiones por conveniencia, ni objetivas. En ese punto, el amor es inexplicable. No sé cómo se enamora cada uno. En mi caso, yo siempre me enamoro así. Primero me enamoro y después me entero de quién es."
Países Bajos cuenta el periplo de Juan, un argentino que emigra a Holanda después de la muerte de su abuela Ellen, que lo ha criado. Una noche de bar en La Haya se enamora perdidamente de Ruska, la roja, que se acerca con vaso de cerveza y premeditada seducción a decirle que su nombre, Juan, está escrito en cada uno de los "infinitos y larguísimos vasos de cerveza que poblaban el nocturno aburrimiento de La Haya y zonas aledañas. Entonces.", escribe Jeanmaire, quebrando la sintaxis donde se le antoja.
De ese encuentro brota un amor como no hay dos, que tendrá un paréntesis difícil cuando Juan tenga que cumplir con el empleo que le ha ofrecido Ruska: ser cobayo para un experimento en la Facultad de Medicina, donde pasará 45 días encerrado, atendido por silentes enfermeras que le inyectarán líquidos desconocidos y le entregarán, cada tanto, una carta de Ruska, idéntica hasta la locura, que desatará entre ambos una guerra epistolar. "El amor es una guerra y ésta es una historia de amor exagerada, trabajada con procedimientos como cadenas de adjetivos y cosas que hacen que todo parezca enorme y exagerado."
Juan el bueno parece estar a merced de Ruska, un ser misterioso que pone punto final a las discusiones con un "ah" desolador. Encerrado y con las venas repletas de líquidos en otro idioma, Juan no puede dejar de adorarla, mientras enhebra su historia de emigrante moderno, expulsado de su país por la falta de mejores horizontes, con la de sus abuelos y bisabuelos, que huyeron de las miserias de Europa a las fértiles pampas de esperanza argentina. "Yo soy de una generación que emigró durante la dictadura, y cuando vos veías las caras de los que se iban con la crisis, había una cosa festiva, como si no vieran que el cambio de cultura no se arregla con tener un trabajo y un buen sueldo. Uno no puede dejar su cultura."
Aunque Países Bajos se publica ahora, la novela fue escrita por primera vez en 1995 y reescrito en 1999 y 2003. Después, Jeanmaire se atrevió con temas disímiles de ficción pura y a veces no tanto: inventó un Sarmiento de 34 años, fauno por Montevideo en Montevideo; ganó el Premio Municipal de Literatura por una historia de amor que se desarrollaba en el Ferrocarril Mitre en Mitre; describió los usos y costumbres de toda una civilización en Los zumitas; lanzó a Armando en busca de su hermana monja encerrada en un convento en La virgen peronista. "Escribo sobre cosas diferentes, si no, me aburro. Para mí escribir es una fiesta. Yo paso diez, doce horas por día escribiendo, pero nunca más de tres páginas. Si escribo más de tres páginas, desconfío. Me molesta mucho cuando veo a escritores, que me han gustado mucho, poner el piloto automático y empezar a escribir como quien fabrica chorizos. Repiten el truco una y otra vez."
En 2003 publicó Papá, una novela autobiográfica que se parece muy poco a sus otros libros y en la que cuenta la agonía y muerte de su padre por cáncer de hígado. "Empecé a escribirla seis meses antes de la muerte de mi papá y terminé de escribirla seis meses después de su muerte. Tuve que aprender a escribir de nuevo, porque tenía el prejuicio de que no se puede hacer literatura con los sentimientos. Yo trabajo mucho el corte arbitrario de sintaxis y venía escribiendo Papá como si fuera cualquiera de mis libros, pero empecé a notar que eso no funcionaba, que lo que hacía con eso era alejar al lector de lo que estaba pasando. Entonces empecé a trabajar el corte pero dejando a un lado lo arbitrario, llenándolo de significación. Fue raro, porque en todas las novelas siempre tengo que pensar con qué sigo, y en esta terminaba una cosa y ya venía la siguiente. No había ninguna decisión que tomar. Me encantó escribirla. Fue complicado por el dolor, pero no me lo quise perder. Yo lo quería mucho a mi viejo. El amor es raro. Es imposible, muy difícil de escribir."
En el capítulo final de Papá, Jeanmaire cuenta que, arrinconada en el galpón del patio, encontró una gorra militar de su padre y quiso conservarla: "Quiero la gorra, le digo a mi madre y ella no lo puede creer, entonces tengo que explicarle que quiero conservar conmigo algo que mi padre haya querido mucho, que me permita recordarlo con la cara feliz: cuando era chico a él le gustaba ponérsela para dar cualquier orden, para pedir que la ayudara a ella, por ejemplo, a secar los platos que habíamos usado para comer, y enseguida, después de dar la orden, se reía".
Sobre el estante más alto de su biblioteca, en el estudio donde escribe diez horas al día, tres páginas por vez, Jeanmaire conserva aquella gorra.