Una extraña conspiración literaria
Las casualidades, cuando se acumulan, dejan de serlo y cambian de signo
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Diez años atrás, al nacer mis hijas, tomé la decisión de mudar mi biblioteca, que ocupaba una habitación entera, fuera de mi casa. Por el bien de las niñas, de mi capacidad de concentración y por qué no de los propios libros. Conseguí el lugar ideal (o el que a la luz de los hechos creí que lo era) a apenas cinco cuadras. Un ambiente pequeño en un edificio de oficinas gris, de los más desangelados de San Telmo, en la esquina de Perú y Chile. No me pareció un mal presagio que desde la ventana pudiera asomarme a la plazoleta Rodolfo Walsh, inaugurada en 1997.
Allí leí y trabajé durante años. Como John Cheever cuando bajaba, vestido de traje, hasta el subsuelo de su propio edificio para escribir sus mejores cuentos durante ocho horas diarias, adopté la costumbre de caminar esas cuadras como si fuera a trabajar a una oficina. Solo que con el correr del tiempo sucedió algo extraño: empecé a advertir signos de que la literatura se manifestaba, a lo largo de esos escasos cien metros (entre el 600 y el 700 de la calle Perú), de formas inquietantes.
Al principio fueron descubrimientos azarosos. Lo primero que supe fue que a mitad de cuadra, de la mano impar, vive y dicta sus talleres Liliana Heker. Cada tanto fui cruzándome, a veces en la Parrilla del Plata y otras en Punto Café, con Ernesto Montequin, bibliotecario de Villa Ocampo y destacado traductor, que al parecer tiene su domicilio en la misma cuadra. No nos saludamos, pero yo lo observo a la distancia, siempre inmerso en profundas lecturas, o conversando en voz muy baja con interlocutores ocasionales como César Aira. Tendría que haber sospechado: ¿qué tenía que hacer Aira en San Telmo, tan lejos de Flores?
Me pregunté si esos encuentros tendrían algo que ver con la proximidad de la Biblioteca Nacional, a pocos metros doblando por México, que Jorge Luis Borges dirigió entre 1955 y 1973. O con el fantasmal edificio de la Sociedad Argentina de Escritores, que está justo al lado. Es poco probable, pero las manifestaciones continuaron. Me aseguran que en la misma cuadra de Perú al 600, mano impar, supo vivir la escritora María Sonia Cristoff. Me confiaron que de la mano par tiene su casa el dramaturgo Diego Manso.
Las casualidades, cuando se acumulan, dejan de serlo y cambian de signo. Comencé a preocuparme. La última señal me llegó hace unos días, de forma inesperada. Federico, un amigo librero y coleccionista, me contó que entre los ejemplares de una biblioteca que había adquirido apareció la primera edición de Ficciones. Supongo que como consuelo ante la imposibilidad de comprarla me envió algunas fotos: entre ellas una del pie de imprenta, que dice que el libro fue publicado por el sello Sur el 4 de diciembre de 1944 en los talleres López, que funcionaron desde 1938 en la calle… Perú al 666.
Con eso fue suficiente. No me hizo falta comprender el mensaje: la mera confirmación de que existe uno me alcanza. Ahora antes de entrar a mi oficina doy una vuelta manzana, y al poner la llave en la cerradura miro por encima del hombro. Mantengo las persianas cerradas, pero aún así pude notar la transformación que ha sufrido el edificio de enfrente, que permaneció abandonado durante décadas. Meses de obras para mantener la fachada y reemplazar la estructura. Vidrios espejados que no dejan ver hacia adentro justo enfrente de mi ventana. Para peor, de un día para otro desapareció el mural de Walsh y ya no hay rastros de la plazoleta. Como si jamás hubiera existido. Solo queda una pared lisa, entre marrón y grisácea, y un portón con la leyenda “prohibido estacionar”.
Estas líneas son testimonio de una crónica que quedará incompleta. Ahora que esta zona de San Telmo atraviesa un acelerado proceso de gentrificación, es probable que aumente el alquiler y deba mudarme con mis libros. Algo me dice que tal vez sea para bien.
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