Hace unos cuatro años, al desembarcar en Génova y tomar mi tren a París, iba yo leyéndome en un periódico una larga noticia sobre el comienzo de la predicación de Krishnamurti. A pesar de haberme desasido de la teosofía, me golpeó fuertemente la información. La teosofía primero, el budismo después, me regalaron el heroico-maravilloso de mi juventud; ellos fueron algo así como mi "Tannhauser" o mi "Parsifal" de los veinte años. Fui leyendo la información, con grandes pausas entre acápite y acápite, y completaba gustosamente lo que me faltaba allí; ensamblaba las piezas de esta biografía que me leí tantas veces, sólo que iba haciéndola, como debería hacérsela siempre, trenzada con la de mistress Annie Besant.
Ayer, en esta misma Génova, donde recibiera el anuncio solemne de la predicación, me encuentro una relación completa sobre la renuncia de Krishnamurti a su misión religiosa. Otra vez me acomodo para leer sin que me interrumpan, otra vez pongo el ojo mucho tiempo en esta fisonomía, queriendo indagar en ella lo que ha pasado.
Ordenemos los recuerdos desmadejados y procuremos entender lo sucedido que, dígase lo que se diga, es cosa importante para ordenar tres grecas curiosas del siglo: la formación de un profeta de oriente, el quebrantamiento del mismo hecho por el occidente y la retirada de una empresa mesiánica.
Mistress Annie Besant estaba en el apogeo de su prestigio de escritora orientalista y de iniciada oriental. La Sociedad Teosófica llegaba al millón de miembros; bajo aquella mirada dulce y severa de la pitonisa, trabajaban en el reportaje de lo Eterno, hombres de cabeza sólida como Rodolfo Steiner, el alemán, y como Leadbeater, el coiniciado, de poderes semejantes, y ambos servían, sin ninguna protesta, bajo el gobierno de una mujer.
A su amistad privilegiada con la Isis, que sólo ha soportado siervos, y que con ella aparecía aceptando confidente, mistress Besant añadía aún la de "leader" social de miles o de millones de hindúes, lo cual la hacía respetable a los ojos del Imperio Británico. Póngase todavía en este montón de ventajas una figura verdaderamente sacerdotal, un ademán de regir y convencer, dominante y suave a la vez, parecido al de esos Papas que detenían a los bárbaros en las puertas de Roma; unas facciones armoniosas y el sabido traje blanco que duplica la luz y la regala en torno.
Cualquiera ambiciosa vulgar habría estado contenta con este árbol lleno de ramas de "poderes"; mistress Besant no lo estaba, sin embargo. Diciendo y repitiendo que la teosofía no pretende crear una religión, sino limpiar el cristal empañado o sucio de todas las religiones y dejarlo lúcido de nuevo para nuestros ojos ella, en verdad, consciente o inconscientemente, quería fundar una religión.
Esta religión recorría el mundo de la forma moderna de espaciados libros fundamentales, de un diluvio de folletos de divulgación y de buenas revistas publicadas en todas las lenguas. Annie Besant se dio un día perfecta cuenta de estas dos cosas: primero, de que una religión, como un cuerpo cualquiera, necesita de una cabeza que capitanee el tercio y reciba la adoración, y segundo, de que necesita también de la predicación de pecho a pecho, que caldea mejor que el papelito impreso, de que, en suma, ella no puede prescindir del profeta, y que debe entregar a las fieras o a los seguidores carne convincente de Mesías.
Mistress Besant miró hacia su círculo grande de discipulado y no halló una frente digna en que poner el óleo que derramó Samuel en la de David, una personalidad sin ajadura, virgineamente fresca, y entonces pensó en la formación de un profeta bajo su vigilancia.
Entendió que había que trabajar en un niño y nada más que en un niño. Hasta aquí la sacerdotisa. Pero a un lado de ésta, menos tajada de ella de lo que se cree, estaba "la mujer". Annie Besant había sido madre y parece que madre no feliz, y no gozó de nietos ni en sus casas de Inglaterra, ni en su casa de Adyar, más templo que mansión.
Buscando en el cielo, a lo caldeo, signos de la época, ella había sabido de una "estrella nueva" abotonada en no sé qué rincón del cielo y que marcaba el comienzo de otro capítulo humano. Entonces, creyendo obedecer solamente a una voluntad sobrenatural, se puso a la búsqueda de un niño que adoptar. Por mí, yo creo que la empujó, sin que ella lo supiera, su deseo de mujer vieja de mirar niño próximo y de ver en su casa seca de sacerdotisa camita pequeña y sandalias de pulgadas debajo de la cama, y por soplar sobre una carnecita dócil su noble resuello de vieja hija de Apolo.
Aparece Krishnamurti
Encontró por allí una pareja de niños que se llaman Krishna por el costado paterno y Murti del materno, lo cual quiere decir, nada menos, que "forma de Cristo", y tomó uno de ellos.
No sé lo que daría yo por saber de boca de una criada o de otro allegado minucioso como una doméstica para retener y contar, por saberme, digo, paso a paso la historia de un niño hindú al lado de Annie Besant.
Ella ha debido enseñarle, desde los cinco años, los ejercicios respiratorios que acuerdan a la criatura con el ritmo regular de los mundos; ella le ha enseñado, desde los siete años, a fijar la mente en un objeto como si éste estuviera colgando en el vacío; ella le ha hecho jugar, aunque sea sugestionándolo, hasta que el niño los viese, con los genios de la vegetación, de las aguas y del aire; y el resto, todo el resto.
Los años más felices de la experiencia han debido ser los de la "preparación"; el discipulado se parece a la adolescencia en que él promete todo y en que no se le exige probar nada. El niño creció en el parque que contornea el Cuartel General de la Sociedad Teosófica, afirmando un cuerpo flacucho de hambres indostánicas con juego libre y gimnasias pedagógicas; así se fue volviendo hermoso.
La señora Besant lo lleva a educarse a Oxford, nada menos que a Oxford, seso y riñón de la Gran Bretaña. Allá va el mozo llevando todavía su turbante blanco, sus meditaciones en los siete centros místicos y su dieta vegetariana.
Entraba Krishnamurti en un triple clima: el universitario, el moral y el cristiano; aceptaba y rechazaba, resistía y cedía; hasta que acabó un día por darse cuenta, como en todas las aclimataciones, de que ya no sufría demasiado y de que hasta tenía complacencia dentro de su smoking, de las fiestas y en la redacción de sus tesis de examen. Ese día, mistress Besant ha estado feliz, pero ese día debió llorar.
Acabados los estudios de Oxford, graduado el niño-profeta en no sé qué letras y qué ciencias, mistress Besant le reveló su formidable destino.
Hubo varios congresos, en los cuales el joven de Oxford y de Madras a la vez recibió las inclinaciones reverenciales y las sumisiones absolutas que sólo conocen aquella luz y aquel aire; pero las recibió con cierta expresión de estupor mezclado de tristeza.
A la genial tutora no le bastaron estos congresos como contacto de aliento con aliento del Mesías y sus fieles, y, conocedora como nadie de su tiempo, se echó por el mundo transatlántico y vagones de lujo hacia París, Londres y Nueva York.
Me acuerdo de una de las conferencias de París. La Sala Pleyel rebosaba de un público en su mayor parte religioso. La espera se sentía bastante ansiosa; muchos habían aguardado quince años este día. Apareció un joven vestido con una elegancia inglesa que no se compadecía con el genuino cuerpo asiático, y se puso a hablar de las nuevas Tablas de la Ley que necesita este mundo con una ordenación, un gobierno del asunto y con el tono menos mesiánico que pueda darse.
Una masa de ojos enjutos, defraudada en su buena voluntad para conmoverse, le oyó tres horas, y salió de la sala con los pulsos más normales de los que llevaba al entrar. Este público occidentalísimo había ido a recuperar, por lo menos, a su Isaías o a su San Pablo, olvidando que el budismo es por excelencia la religión lunar, la más divorciada de la emotividad caliente de las otras.
En los Estados Unidos, que es la Meca de las nuevas religiones, Krishnamurti contó sus mayores éxitos con gente blanca, y en la California de cielo absoluto y de aire cargado de jardines, él se demoró más tiempo, cogido, como buen oriental, por la linda sensualidad del clima.
Después regresó a la India, siempre de la mano de su tutora, que a la vez lo eleva y lo deprime, a hacer el balance de su viaje a través de dos mundos.
Renuncia de la misión
Desgraciadamente, no sabemos nada de lo que este examen de conciencia clarificó, cernió y definió. Por primera vez en su vida, él, Krishnamurti, ha pensado y decidido solo.
Y el resultado es el que a estas horas sabemos todos: Krishnamurti ha "licenciado" sus huestes magníficas de la Estrella del Oriente, declarando que él no quiere echar sobre el género humano una servidumbre más.
¿No habrá en esta decisión extraordinaria un éxito enorme de la educación occidental sobre el temperamento indostánico? Este Occidente antiheroico, antimístico, desgranador democrático de la personalidad, nocivo para la formación de un jefe absoluto; este Occidente de lomo arisco cumplió desahogadamente su operación iconoclasta en un joven hindú que le llevaron a su propia casa imprudentemente.
Ha pasado un año desde la renuncia solemne de Krishnamurti a su misión y ha corrido mucha tinta en el comentario que el sucedido se merece. Pero nadie ha pensado en la tristeza profunda de Annie Besant. Nadie va a convencernos de que en este trance del desplome de la mitad de su obra, ella no ha tenido en los ojos las lágrimas humilladas y escocedoras de las simples mujeres, de la lamentable y eterna hija de Eva. Nosotros nos conocemos esas lágrimas de madre santa y de mala profetisa, que canta a su niño canciones de cuna imperiales, le mira el rayo de Dios en el abra de las cejas y que veinte años más tarde le ve acomodarse contento y aceptar con una resignación sin pizca de amargura, a la enjuta medida de los demás hombres, al celemín de siempre, que él había venido a quebrar para reemplazarlo con otro en que cupiera toda la tierra y un poco de rebosadura de lo eterno encima.
Extracto del texto publicado originalmente en LA NACION el 31 de agosto de 1930.
¿Por qué la elegimos?
La poetisa chilena (1889-1957), premio Nobel de Literatura, autora de Desolación, Tala y Sonetos de la Muerte, entre otros títulos, fue corresponsal desde Europa de El Mercurio y también colaboró para varios diarios, entre ellos LA NACION. En esta nota hace un profundo análisis de la decisión del joven indio Krishnamurti de renunciar a su rol mesiánico, asignado por su protegida Annie Besant, tema que siguió de cerca durante años, cuando tuvo vínculos con la Sociedad Teosófica.