Una escritura de la intimidad
Varios escritores argentinos publicaron recientemente novelas donde se mezclan la ficción en primera persona y la autobiografía. Algunos atribuyen esa corriente a la influencia de blogs y talk shows; otros, al triunfo del relato individual sobre las grandes historias
Algunos las llaman "novelas del yo". Otros prefieren resumir la tendencia en una sola palabra, no muy eufónica, por cierto: "autoficción". Más allá de los rótulos, hace algunos años se vienen publicando en la Argentina una serie de novelas en las que los nombres de los protagonistas coinciden con los de los autores, o remiten a personas de existencia real. Además, narran sucesos de existencia comprobada y en los cuales los escritores han estado involucrados muchas veces de forma muy directa, de tal modo que diluyen el límite entre lo real y lo imaginado. El fenómeno se produce también en otras partes del mundo, pero en la Argentina pareciera tener una presencia importante, algo que, como sugiere el editor Alberto Díaz, puede asociarse, entre otras razones, a la fuerte presencia del psicoanálisis. ¿Se trata del fin de los grandes relatos y, en cierto modo, del triunfo de la individualidad? ¿De una vuelta a la intimidad ante el fin de las certezas y la crisis de la política?
Tal vez convenga decir lo que no son novelas como Derrumbe , de Daniel Guebel; María Domecq , de Juan Forn; La balada del asador , de Vicente Muleiro y Era el cielo , de Sergio Bizzio. No se trata de lo que se conoce como "novelas autobiográficas", es decir, un relato en el que alguien cuenta su vida con mayor o menor grado de veracidad (por ejemplo, los tres tomos en los que Elias Canetti recorre las peripecias de su existencia). Tampoco es la elaboración ficcional de un episodio de la propia vida, como ocurre en El malogrado , de Thomas Bernhard, novela en la que el autor austríaco cuenta sus años de aprendizaje de piano, durante los cuales se llenaba de admiración y resentimiento por el genio de su compañero Glenn Gould. Menos aún el uso de características de personajes reales para la construcción de figuras ficticias, y tampoco debe confundírselas con novelas en clave, en la que personas de existencia real aparecen transmutadas para convertirse en personajes de ficción. Varias de las novelas de Simone de Beauvoir (en particular, Los mandarines ) apelan a esta estrategia.
El hecho de no pertenecer a ningún género reconocible pero compartir con ellos más de una característica ha dado lugar a un buen arsenal de explicaciones y no pocas polémicas. Para Beatriz Sarlo, se trataría de una bienvenida impostura, pues las reglas que impone la literatura transforman la "experiencia real" y la vuelven inaccesible. Para Gonzalo Garcés, en cambio, representa un coletazo más de la presencia creciente de la dimensión de la intimidad en la vida actual, en una secuencia de la que participarían, además de estas novelas, los blogs (Marcelo Figueras acaba de publicar El año en que viví en peligro , un libro con textos que antes aparecieron en la Red), las confesiones y la pasión generalizada por lo biográfico y, sobre todo, por lo autobiográfico.
"La narrativa viene pegando virajes de este tipo desde hace tiempo", dice Forn, que en María Domecq apeló a la historia de su bisabuelo, el almirante Domecq García, e incluyó una descripción de su propio paso por una brutal pancreatitis para revisar el pasado familiar desde un relato donde se entremezclan ficción y realidad. "Siempre lo ha hecho, como forma de autopreservación: cada vez que se ha hablado del fin de la novela estábamos asistiendo a una de sus mutaciones. Desde la aparición del Ulises de James Joyce hasta la hegemonía del cine y las series de televisión como generadoras de relatos de ficción. Las narrativas del yo o autoficciones son simplemente la última de estas mutaciones. Por suerte, en el pool genético de la literatura hay tan variadas formas de storytelling que cada uno puede armarse su propio genoma, tal como somos el relato que nos hacemos de nosotros mismos."
Guebel prefiere jugar con la idea de que el narrador de su novela, en la que cuenta el proceso de su propia separación, puede ser idéntico a su autor o no: "Cuando me senté a escribir Derrumbe , mi impulso inmediato fue escribir un diario sin distancia alguna respecto de los hechos o las emociones que me llevaron a escribirlo, instantaneidad pura. Sin embargo, cuando apenas llevaba una página, advertí que no hay posibilidad de contar las emociones puras si no hay algo que se parezca a la estructura de un relato. En algún sentido, el libro se organizó solo: el padecimiento es una estructura, los hechos del dolor resaltan con tal nitidez sobre la conciencia del que los percibe, que incluso en el caso de los aficionados o de las personas que nunca han escrito nada, eso que ha acontecido y que palpita como una llaga los lleva a contar. En mi caso, Derrumbe se presenta como el testimonio victorioso de la forma de organizar un suceso personal (mi lectura de Edipo en Colono , mi separación, el vínculo con mi hija) o como el testimonio de mi imposibilidad de escribir un verdadero diario".
El planteo de Luis Chitarroni, reputado editor de Sudamericana, va en otra dirección: "Generalizo y simplifico: hay, creo, un déficit de introspección en la vida cotidiana. Casi todos nos hemos vuelto ´externautas . Vivimos en este estado de alarma que no garantiza conocimiento alguno, enterándonos de secretos muy poco importantes. Eso, lamentablemente, homogeiniza los ´yos en cuestión. De la novela y de la vida familiar. Ahora bien, cuando se trata del yo que habita y hace temblar un libro como Derrumbe , uno está muy agradecido; en otros casos, no."
La pregunta por la causa de este fenómeno abre el juego en múltiples direcciones. Por un lado, Alberto Díaz, director editorial de Emecé, sostiene: "Las causas de la centralidad del sujeto en la actual narrativa nacional obedece a múltiples e interconectados factores, desde la aparición de los blogs literarios hasta la creciente psicologización en el campo de la cultura o la popularidad de los talk shows . Pero esta tendencia es síntoma de algo más general, entre otras cosas, el fin de los grandes relatos, la crisis de la política y el triunfo del individualismo más extremo. Ante el fin de las certezas, los criterios de verdad o verosimilitud se refugian en el relato subjetivo, que resulta un espacio más eficaz en el intento de unir arte y vida".
El ensayista Alberto Giordano, que ha escrito más de un trabajo sobre lo que denomina el "giro autobiográfico" en la literatura argentina, señala: "Esta tendencia literaria, que identificamos con el recurso a la primera persona y la rememoración o el registro de vivencias personales, no es más que un aspecto del masivo giro autobiográfico en el que están comprometidas actualmente, no solo en nuestro país sino a escala mundial, otras varias prácticas artísticas (teatro, plástica, fotografía, cine documental). No creo que esta tendencia sea la causa de la aparición de las novelas de Alan Pauls, Bizzio y Guebel, pero no hay dudas de que favorece su recepción y, a despecho de la voluntad de los autores, las legitima culturalmente".
Confesarse en público
Entre las experiencias no estrictamente literarias que menciona Giordano, pueden nombrarse el trabajo con la experiencia real (el proyecto Biodrama) que coordina la directora teatral Vivi Tellas, o las convocatorias a confesiones públicas como las que recopila Cecilia Szperling en Confesionario. Historia de mi vida privada . El volumen, editado por el Centro Cultural Ricardo Rojas, donde se produjeron las "revelaciones", reunió a creadores tan disímiles como los cantantes Rosario Bléfari y Sergio Pángaro, los dramaturgos Javier Daulte y Mauricio Kartun y una abrumadora mayoría de escritores, entre ellos Marcelo Birmajer, Marcelo Cohen, Edgardo Cozarinsky, Daniel Link, Alan Pauls y Patricia Suárez. Es particularmente interesante el caso de Link, quien tiempo antes de publicar su novela Montserrat -que cuenta la vida de un profesor universitario que mucho se parece a su autor- expuso en la Fotogalería del Rojas una muestra de imagen y texto sobre sus vacaciones.
Entre editores y escritores la evaluación es positiva, más allá de algún comentario off the record acerca de excesos narcisistas. Pero por encima de estas valoraciones, tanto las declaraciones de los interesados como los propios textos abren una serie de cuestiones.
En un momento de Derrumbe , el narrador describe así su situación, luego de repasar el estado de desastre de su placard: "Tampoco tengo ya jabón, salvo esos pequeñitos de hotel, que dejo para que juegue mi hija. Doy asco, he perdido las esperanzas, y por lo tanto, la ilusión, veo todo más claro y me he vuelto un hombre mejor". Pese a que Guebel declaró en una primera entrevista que no había leído Trópico de Cáncer, de Henry Miller, aunque luego recordó una lectura rápida e incompleta, el fragmento remite a la forma en que ese autor abre la larga serie de novelas que retratan sus amores, sus logros y sus caídas: "No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo". En cierto sentido, son dos declaraciones existenciales que funcionan como punto de partida para la construcción de una imagen de escritor. En el caso de Miller, se trata de una imagen plena, que convierte cada experiencia en tema literario. Por el contrario, el escritor de Guebel duda de su talento, sufre por la falta de reconocimiento y no conoce de antemano su destino; su vida no ha sido aún vivida, simplemente transcurre.
Lo cierto es que los autores locales no son precisamente héroes a la hora de transmutarse en personajes. El Forn literario, para indagar en los secretos más oscuros de su familia, precisa del empuje de una moribunda, la María Domecq del título. Leo, el álter ego de Muleiro en su novela, que narra la difícil relación que mantiene con su hijo adolescente mientras se está separando de su segunda esposa, parece un esforzado militante del error. Este aspecto agrega una dimensión interesante al fenómeno. La desnudez es total. Hay algo de autoincriminatorio en esta literatura, que desmentiría la idea de ejercicio de delectación con la propia imagen.
"Se trata de destinos individuales en una época en que el destino colectivo pesaba, con variantes, sobre todos. Lo que de ninguna manera me propongo es crear personajes que funcionen como símbolos. Compartir ciertas cosas del ´destino sudamericano es tan inevitable como vivir para contarlo", dice Muleiro a propósito de que la caída de su personaje coincide con el deterioro terminal del gobierno de Fernando de la Rúa. Hay en estos libros una interrelación casi nunca feliz entre la sociedad y el personaje, a quien arrastran las circunstancias, sin que pueda participar de una lucha victoriosa o al menos heroica contra el mundo que lo rodea. A la vez, son representantes de un sector -la clase media "progresista" en el caso de Muleiro, la alta burguesía en la novela de Forn- que guardan en su historia algo difícil de ser perdonado.
No dejan de ser apuestas fuertes que Forn se nombre a sí mismo, que Guebel use los nombres verdaderos de su ex mujer y de su hija, que Pauls hable de Tellas, su mujer, en su novela Wasabi . Muleiro plantea su desconfianza al respecto: "Lo más obvio es el cambio de nombres, cosa que, he leído últimamente, algunos ni siquiera hacen, dándole a esta era de confesionalismo un toque, me parece, aún más feroz".
Es probable que detrás de este uso de los nombres propios haya más de una cuestión. Baste recordar algunos ejemplos célebres. Sin duda, el Marcel de En busca del tiempo perdido se refiere a Proust, pero están cambiados el resto de los nombres (entre ellos, el del conde de Montesquiou, amigo de nuestro Lucio V. Mansilla), como si lo único cuya existencia debe ser afirmada fuera la mente que recuerda. Al final de "Hombre de la esquina rosada", aparece nombrado Borges como destinatario del relato del aprendiz de orillero. Se podría decir que con esta presencia y con la inclusión de nombres de personas reales, como Bioy Casares en "Tlön, Uqbar, Orbius Tertius", lo que se busca es lograr que la realidad adquiera el mismo estatuto improbable de la ficción.
Lo interesante es preguntarse si el yo tiene, en la palabra, en la ficción, un último refugio. En esto no se parece en nada a las múltiples exhibiciones públicas que comercializan Internet o la televisión. Hoy, la literatura parece condenada a ser la más imposible, incómoda y acogedora de las moradas.Algunos las llaman "novelas del yo". Otros prefieren resumir la tendencia en una sola palabra, no muy sonora, por cierto: "autoficción". Más allá de los rótulos, hace algunos años se vienen publicando en la Argentina una serie de novelas en las que el nombre del protagonista coincide con el del autor, o remiten a personas de existencia real. Además, narran sucesos de existencia comprobada y en los cuales los escritores han estado involucrados muchas veces de forma muy directa, de tal modo que diluyen el límite entre lo real y lo imaginado. El fenómeno se da también en otras partes del mundo, pero en nuestro país pareciera tener una presencia importante, algo que, como sugiere el editor Alberto Díaz, puede asociarse, entre otras razones, a la fuerte presencia del psicoanálisis.
¿Se trata del fin de los grandes relatos y, en cierto modo, del triunfo de la individualidad? ¿De una vuelta a las intimidad ante el fin de las grandes certezas y la crisis de la política?
Tal vez convenga decir lo que no son novelas como Derrumbe, de Daniel Guebel; María Domecq, de Juan Forn; La balada del asador, de Vicente Muleiro y Era el cielo, de Sergio Bizzio. No se trata de lo que se conoce como "novelas autobiográficas", es decir un relato en el que alguien cuenta su vida con mayor o menor grado de veracidad. Por ejemplo, los tres tomos en los que Elias Canetti recorre las peripecias de su existencia. Tampoco es la elaboración ficcional de un episodio de la propia vida, como ocurre, por ejemplo, en El Malogrado, de Thomas Bernhard, novela en la que el autor austríaco cuenta sus años de aprendizaje de piano, durante los cuales se llenaba de admiración y resentimiento por el genio de su compañero Glenn Gould. Menos aún se trata del uso de características de personajes reales para la construcción de figuras ficticias, y tampoco debe confundírselas con novelas en clave, en la que personas de existencia real aparecen transmutadas para convertirse en objeto de escarnio o indiscreción, o para evitar acciones legales. Varias de las novelas de Simone de Beauvoir (en particular, Los mandarines) apelan a esta estrategia.
Seres íntimos
El hecho de no pertenecer a ningún género reconocible pero compartir con ellos más de una característica ha dado lugar a un buen arsenal de explicaciones y no pocas polémicas. Para Beatriz Sarlo, se trataría de una bienvenida impostura, pues las reglas que impone la literatura transforman la "experiencia real" y la vuelven inaccesible. Para Gonzalo Garcés, en cambio, se trata de un coletazo más de la presencia creciente de la dimensión de la intimidad en la vida actual, en una secuencia de la que participarían, además de estas novelas, los blogs (Marcelo Figueras acaba de publicar El año en que viví en peligro, un libro con textos que antes aparecieron en su blog), las confesiones y la pasión generalizada por lo biográfico y, sobre todo, por lo autobiográfico.
"La narrativa viene pegando virajes de este tipo hace tiempo", dice Forn, que en María Domecq apeló a la historia de su bisabuelo, el almirante Domecq García, e incluyó una descripción de su propio paso por una brutal pancreatitis para revisar el pasado familiar desde un relato donde se entremezclan ficción y realidad. "Siempre lo ha hecho, como forma de autopreservación: cada vez que se ha hablado del fin de la novela estábamos asistiendo a una de sus mutaciones. Desde la aparición del Ulises de Joyce a la hegemonía del cine y las series de televisión como generadoras de relatos de ficción. Las narrativas del yo o autoficciones son simplemente la última de estas mutaciones. Por suerte, en el pool genético de la literatura hay tan variadas formas de storytelling que cada uno puede armarse su propio genoma, tal como somos el relato que nos hacemos de nosotros mismos."
Guebel prefiere jugar con la idea de que el narrador de su novela, en la que relata el proceso de su propia separación, puede o no ser idéntico a su autor: "Cuando me senté a escribir Derrumbe, mi impulso inmediato fue escribir un diario sin distancia alguna respecto de los hechos o las emociones que me llevaron a escribirlo, instantaneidad pura. Sin embargo, cuando apenas llevaba una página, advertí que no hay posibilidad de contar las emociones puras si no hay algo que se parezca a la estructura de un relato. En algún sentido, el libro se organizó sólo: el padecimiento es una estructura, los hechos del dolor resaltan con tal nitidez sobre la conciencia del que los percibe, que incluso en el caso de los aficionados, o de las personas que nunca han escrito nada, eso que ha acontecido y que palpita como una llaga los lleva a contar. En mi caso, Derrumbe se presenta como el testimonio victorioso de la forma de organizar un suceso personal (mi lectura de Edipo en Colono, mi separación, el vínculo con mi hija) o como el testimonio de mi imposibilidad de escribir un verdadero diario."
El planteo de Luis Chitarroni, editor de Sudamericana, va en otra dirección: "Generalizo y simplifico: hay, creo, un déficit de introspección en la vida cotidiana. Casi todos nos hemos vuelto ´externautas . Vivimos en este estado de alarma que no garantiza conocimiento alguno, enterándonos de secretos muy poco importantes. Eso, lamentablemente, homogeniza los ´yos en cuestión. De la novela y de la vida familiar. Ahora bien, cuando se trata del yo que habita y hace temblar un libro como Derrumbe, uno está muy agradecido; en otros casos, no."
La pregunta por la causa de este fenómeno abre el juego en múltiples direcciones. Por un lado, Alberto Díaz, editor de Planeta, sostiene: "Las causas de la centralidad del sujeto en la actual narrativa nacional obedece a múltiples e interconectados factores, desde la aparición de los blogs literarios a la creciente psicologización en el campo de la cultura o la popularidad de los talk shows. Pero esta tendencia es síntoma de algo más general, entre otras cosas el fin de los grandes relatos, la crisis de la política y el triunfo del individualismo más extremo. Ante el fin de las certezas, los criterios de verdad o verosimilitud se refugian en el relato subjetivo, que resulta un espacio más eficaz en el intento de unir arte y vida."
El ensayista Alberto Giordano, que ha escrito más de un trabajo sobre lo que denomina el "giro autobiográfico" en la literatura argentina, señala: "Esta tendencia literaria, que identificamos con el recurso a la primera persona y la rememoración o el registro de vivencias personales, no es más que un aspecto del masivo giro autobiográfico en el que están comprometidas actualmente, no sólo en nuestro país sino a escala mundial, otras varias prácticas artísticas (teatro, plástica, fotografía, cine documental). No creo que esta tendencia sea la causa de la aparición de las novelas de Pauls, Bizzio y Guebel, pero no hay dudas de que favorece su recepción y, a despecho de la voluntad de los autores, las legitima culturalmente."
Confesarse en público
Entre las experiencias no estrictamente literarias a que remite Giordano, pueden nombrarse el trabajo con la experiencia real (el proyecto biodrama) que viene desarrollando la directora teatral Vivi Tellas, o las convocatorias a confesiones públicas como las que recopila Cecilia Szperling en Confesionario. Historia de mi vida privada. El volumen, editado por el Centro Cultural Ricardo Rojas, donde se produjeron las "revelaciones", reunió a personas tan disímiles como los cantantes Rosario Bléfari y Sergio Pángaro, los dramaturgos Javier Daulte y Mauricio Kartún y una abrumadora mayoría de escritores, entre ellos Marcelo Birmajer, Marcelo Cohen, Edgardo Cozarinsky, Daniel Link, Alan Pauls y Patricia Suárez. Es particularmente interesante el caso de Link, quien tiempo antes de publicar su novela Montserrat -que cuenta la vida de un profesor universitario que mucho se parece en oficio y contexto a su autor- armó en el ciclo del Rojas una muestra de fotos que narraban sus vacaciones.
Entre editores y escritores la evaluación es positiva, más allá de algún comentario off the record acerca de excesos narcisistas. Pero más allá de estas valoraciones, tanto las declaraciones de los interesados como los propios textos abren una serie de cuestiones.
Imagen de escritor
En un momento de Derrumbe, el narrador describe así su situación, luego de repasar el estado de desastre de su placard: "Tampoco tengo ya jabón, salvo esos pequeñitos de hotel, que dejo para que juegue mi hija. Doy asco, he perdido las esperanzas, y por lo tanto, la ilusión, veo todo más claro y me he vuelto un hombre mejor". Pese a que Guebel dijo en una primera entrevista desconocer Trópico de Cáncer de Henry Miller para luego recordar una lectura rápida e incompleta hace mucho tiempo, el párrafo remite a la forma en que el norteamericano abre la larga serie de novelas que retratan sus amores, sus logros y sus caídas: "No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo." En cierto sentido, son dos declaraciones existenciales que funcionan como punto de partida para la construcción de una imagen de escritor. En el caso del norteamericano se trata de una imagen plena, que bebe la vida y convierte a cada experiencia -sobre todo aquellas más polémicas desde lo moral, como su defensa del proxenetismo- en tema literario. Por el contrario, el escritor que cuenta Guebel duda de su talento, resiente la falta de reconocimiento y no conoce de antemano su destino; su vida no ha sido aún vivida, simplemente transcurre.
Lo cierto es que los autores locales no son precisamente héroes a la hora de transmutar en personajes. El Forn literario, para indagar en los secretos más oscuros de su familia precisa del empuje de una moribunda, la María Domecq del título. Leo, el alter ego de Muleiro en su novela, que narra la difícil relación que mantiene con su hijo adolescente mientras se está separando de su segunda esposa, parece un esforzado militante del error, tanto en lo personal como en su trabajo. Este aspecto agrega una dimensión interesante al fenómeno. La desnudez es total. Hay algo de autoincriminatorio en esta literatura, que desmentiría la idea de ejercicio de delectación con la propia imagen.
"Se trata de destinos individuales en una época donde el destino colectivo pesaba, con variantes, sobre todos. Lo que de ninguna manera me propongo es crear personajes que funcionen como símbolos. Compartir ciertas cosas del ´destino sudamericano es tan inevitable como vivir para contarlo", dice Muleiro a propósito de que la caída de su personaje coincide con el deterioro terminal del gobierno de De la Rúa. Hay en estos libros una interrelación casi nunca feliz entre la sociedad y el personaje, que es arrastrado por las circunstancias y no participa de una lucha victoriosa o al menos heroica contra el mundo que lo rodea. A la vez, son representantes de un sector, la clase media "progresista" en el caso de Muleiro, la alta burguesía en la novela de Forn, que guardan en su historia algo difícil de ser perdonado.
En torno a los nombres propios
No deja de ser una apuesta fuerte que Forn se nombre a sí mismo, que Guebel use el nombre verdadero de su ex mujer y de su hija, que Pauls hable de Tellas, su mujer. Muleiro plantea su desconfianza al respecto: "Lo más obvio es el cambio de nombres, cosa que, he leído últimamente, algunos ni siquiera hacen, dándole a esta era de confesionalismo un toque, me parece, aún más feroz".
Es probable que detrás de este uso de los nombres propios haya más de una cuestión. Baste recordar algunos ejemplos célebres. Seguramente el Marcel de En busca del tiempo perdido remita a Proust, pero están cambiados el resto de los nombres, entre ellos el del conde de Montesquieu, amigo de nuestro Lucio V. Mansilla. Como si lo único cuya existencia debe ser afirmada fuera la mente que recuerda. Al final de "Hombre de la esquina rosada" aparece el nombre Borges como destinatario del relato del aprendiz de orillero. Se podría decir que con esta presencia y con la inclusión de nombres de personas reales, como Bioy Casares en "Tlön, Uqbar, Orbius Tertius", lo que se busca es hacer que la realidad tenga el mismo estatuto improbable que la ficción.
Lo interesante es preguntarse si el yo tiene, en la palabra, en la ficción, un último refugio. En esto no se parece en nada a las múltiples exhibiciones públicas que comercializan Internet o la tele. La literatura parece hoy condenada a ser la más imposible, incómoda y acogedora de las moradas.
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