Una época del periodismo, la política, el fútbol y el turf en la vida de un editor singular
Angel “Lito” Vega fue periodista de LA NACION durante 40 años; falleció a los 77 años
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Angel Rodolfo Vega, “Lito”, terminó de morir este martes 2 de enero, por la tarde, después del calvario de diez meses de sucesivas internaciones. La oscuridad había empezado a hacerse sentir con los primeros síntomas de un cáncer de colon.
Tenía 77 años. Hasta el último destello de lucidez preservó el talante que le habíamos conocido. Iconoclasta contumaz, y singular, pues disponía de acendrado sentido del orden y de respeto por el funcionamiento regular de las instituciones.
Polemista nato en un país sin suficientes polemistas de alma. Controversista cabal. Desde la calva rotunda, bajo la que latía el agudo ingenio, a los pies. Habría asistido, de haber sido más diestro para el fútbol, al Racing de Avellaneda del que se declaraba, en argot del estadio, “hincha veneno”. Arquetipo del porteño gruñón. Ocurrente, de humor ácido y, sí, un poco brutal para hendir el disenso en asuntos convenidos por mayorías sustanciales, o por la casi unanimidad de una rueda de amigos.
Cuando el presidente Alfonsín volvió al balcón de la Casa Rosada después de negociar en la Pascua de abril de 1987 en Campo de Mayo con militares carapintadas en rebeldía, y dijo que “La casa está en orden”, nadie, en LA NACION, se asombró de que “Lito” dijera lo contrario: “No es una casa ni tampoco está en orden”. Pronto sería el editor consagrado a temas políticos del diario.
No por obstinado caía en la perpetuidad del error. Si la perseverancia en el pensamiento crítico llevara fatalmente a la sinrazón de las minorías en controversias sobre la vida, la política, o lo que fuere, el tipo de actitud que definía la personalidad de “Lito” habría sido demolido por un simple cálculo aritmético. ¿Determinan de verdad los números de qué lado está la razón en los debates? No. Bienvenidos, entonces, al periodismo los escépticos como el viejo compañero de tareas que ahora despedimos. Son los que impulsan a repensar lo que se afirma. Son los que disponen de la gracia de dudar sobre lo que parece inconmovible por fuerza de la reiteración y el respaldo mayoritario. Son los que disponen de esa virtud revalorada en tiempos de las fake news.
“Lito” fue periodista de LA NACION durante cuarenta años. Encarnó el espíritu de camaradería consustanciado con la Redacción de este diario, y tuvo la integridad que preserva a los periodistas de liarse en enjuagues con servicios de inteligencia, no importa si estatales, privados, mixtos, o de tentarse con la manzana de los compradores de conciencias. Conservó hasta el final rasgos que denotaban el paladar negro de sus orígenes como periodista de La Prensa.
Se había iniciado en la sección Deportes del diario de los Paz. El padre, don Angel Vega, fue intendente de ese diario. Se alejó de La Prensa cuando en febrero de 1951 la dictadura de Juan Perón lo tomó por asalto. Lo puso en manos de la CGT, y esta lo gobernó, llamativamente, con más sobriedad de la que se inculcaba a los restantes diarios de la anchurosa cadena de medios propagandísticos del primer peronismo.
La Prensa volvió a los legítimos propietarios cinco años más tarde, tras la caída de Perón. Con los Paz volvieron el padre, don Angel Vega, y parte considerable del personal que la había abandonado a raíz de la usurpación que había dejado muerto, en una calle céntrica, al obrero gráfico Roberto Nuñez, inmolado en la defensa del diario.
Los Paz impedirían la continuidad de quienes habían permanecido en La Prensa, o colaborado desde afuera con la ocupación ilegítima. Poco importó en esa decisión que entre ellos figurara Gabriela Mistral, laureada con el Premio Nobel de Literatura en 1945, o personalidades de las letras argentinas de la enorme dimensión de Leopoldo Marechal, o de la clase de César Tiempo (seudónimo de Israel Zeitlin), u otras del tono menor de Arturo Jauretche.
Para profesionales como “Lito” eso no había sido más discutible que la conformación de algunas de las listas negras que han circulado en el siglo XXI por librerías, medios, ferias, aulas. Listas promovidas por batallones de la indignación subsidiada para aplastar la influencia de intelectuales dispuestos a frotar por donde-tu-sabes-dónde la ilusoria supremacía moral del kirchnerismo y otras camarillas en las que se aunaban lo peor de dos mundos: el autoritarismo de la izquierda fascista y la desaprensión del populismo.
En la escuela del periodismo ascético, sin florituras en el escalonamiento prosódico de artículo, verbo y predicado de La Prensa, “Lito” había aprendido bastante más que los rudimentos del oficio. Había aprendido la ley de que en la reconstrucción de los hechos el cronista debe prescindir de cargas subjetivas propias. Así funcionaban las cosas en su crisálida de “La Farola”, como decíamos con alguna ironía en LA NACION, aludiendo a la figura artística que aún corona lo alto del edificio perteneciente desde hace tiempo al gobierno de la Ciudad. Esa escuela, tan creativa y exigente en otros órdenes, fue la última, sin embargo, en responder en el periodismo vernáculo a la necesidad de que entre la opinión editorial de un diario clásico y las crónicas desprovistas de todo juicio personal de quienes las escriben, hay espacio para una tercera vía de interés e importancia: la del comentario interpretativo de las noticias.
No fue de extrañar, así, que cuando “Lito” llegó a LA NACION en 1973 se hiciera notar tanto por las opiniones tajantes en las tertulias de cofrades como por el escrúpulo de no teñir con la perspicacia de la argumentación personal la objetividad de las crónicas a su cargo. Los diarios de calidad se hacen con profesionales de esa madera: entregados con fervor al oficio, confiables en todo sentido, generosos con los colegas, con prosa digna y no necesariamente brillante, focalizados en lo que sucede dentro del radio de las competencias específicas. Cómo no iba a estallar un periodista de tal manera dotado la mañana de noviembre de 1993 en que Ámbito Financiero develó, por el logro de Carlos Pagni, un columnista prometedor con 32 años y calvicie anticipada, el pacto acordado secretamente entre el presidente Menem y Raúl Alfonsín para forzar, de forma inminente, una reforma constitucional.
“Nos comimos un dinosaurio”, bramó “Lito” esa tarde en LA NACION. Alguien quiso atenuar las responsabilidades por la pérdida de la colosal primicia de lo sucedido en el encuentro entre Menem y el líder radical en Olivos, en el domicilio del entonces canciller, Dante Caputo. Alguien alegó que todos se habían distraído, comenzando por el vicepresidente, Eduardo Duhalde, el pato indudable de la boda, que se había entrenado para ascender en poco tiempo más al altar presidencial. Tampoco Mario Lozada, presidente del comité nacional de la UCR, sabía nada de lo que se tramaba.
Hasta hace un año, “Lito” frecuentaba los lunes el hipódromo de Palermo, el barrio en que transcurrió buena parte de su vida. “Vos que sos burrero…”, atinó a endilgarle un comedido, mientras estudiaban las performances de los pingos, y “Lito” lo atajó: “Yo soy turfman”.
Lo había sido, en realidad, al fundar con Jorge Migliora y Eduardo Alperín, entre otros periodistas de LA NACION, el stud “El Bachiller”, bautizado con ese nombre en homenaje al ganador del Pellegrini de 1980 con Regidor, en final electrizante con Mountdrago: Alberto Plá, el más letrado de los jockeys que hayan pasado por Palermo, y que acabó muerto en riña con un peón. Tal vez por el fogueo en el ámbito lúdico de las carreras y las mangas que allí arrecian, “Lito” había acuñado una sentencia memorable: “Ante el defecto de pedir, se impone la virtud de no dar”.
Evitemos decir que fue el último porteño. El cliché se ha usado en demasía, pero había en él algo de eso: haber representado en Buenos Aires a la última generación del periodismo bohemio, con mística antigua y noches interminables de tertulias gastronómicas. Afinaba en esas conversaciones la idiosincrasia de un estilo, en tanto otros se sumaban a la crítica comparativa de lo que habían publicado los diarios del día y se hablaba, como era fatal, de la producción, afortunada o catastrófica, de quienes los escribían y editaban. Los muchachos y chicas que cursaron la maestría en periodismo de LA NACION-Universidad Di Tella pueden atestiguar sobre el profesionalismo de quien fue por igual maestro concienzudo en la enseñanza del oficio.
“Lito” había sido cronista parlamentario. Estuvo también destacado en la Casa Rosada y, como editor por muchos años de los temas políticos en LA NACION, cumplió la misión con intachable don de mando, dejando soterrada una comunión cierta con el ideario radical de Ricardo Balbín y sus herederos inmediatos. Los domingos eran para Racing, y fue tal la pasión futbolística que había contagiado entre los hijos -Daniel, Rodolfo y Víctor-, que una de las nietas se llama Celeste Blanca.
La calle, el paddock, la eterna tribuna racinguista lo habían preparado para descargar de un golpe de vista la frescura espontánea del humor popular. Una tarde, al empujar la puerta vaivén por la que se entraba en la Redacción en los tiempos del diario en la sede de Bouchard, se recortó la figura espléndida de una espigada colega. Estaba vestida con ropa tejida en colores -blanco, beige, rosa, reténgalos el lector-, dispuestos en anchas franjas horizontales. Bastó asomarse, para que “Lito” descerrajara el pistoletazo certero: “¿Hoy viniste de cassata?”
Quien no recuerde el chispazo recordará la infinidad de veces que ahuyentó de su sección visitas impensadas en el fragor de labores que mal podían dilatarse: “Si no tenés nada que hacer, no vengas a hacerlo aquí”. Fue, hasta su retiro, en 2013, el secretario de cuerpo magro que se tensaba como un piolín a la hora de cerrar las ediciones y luchar a brazo partido con las nuevas tecnologías. Había sido un pionero en ese menester desde que LA NACION instaló en los ochenta una primera y solitaria computadora en la Redacción -una Cerci, francesa- con la estrategia hiperrealista de que los periodistas comprobaran, al palparla, que el revolucionario instrumento, en reemplazo de las eternas máquinas de escribir, se abstenía de morder.
En aquella lucha perseveró noche a noche hasta el final de su largo desempeño en el diario. Después, podía partir a Villa Crespo, a comer pizza con cerveza en “Angelin”.
Angel Rodolfo Vega, “Lito”, había nacido en Buenos Aires, el 17 de mayo de 1946.
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