Una deuda con Borges
Un lector. Un lector ciego. Un lector, no: el lector. El lector más agudo que haya tenido la literatura argentina. Probablemente, como lo definió Carlos Gamerro, “el más intenso e interesante del siglo XX”. Un escritor que se asumía, ante todo, como lector; y que escribió aquellos versos famosos cuando tuvo que dejar de leer, porque había quedado definitivamente ciego: “Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche”. Por ese lector, Jorge Luis Borges, es que todos los 24 de agosto se celebra en la Argentina el Día del Lector. Y es por una extraña afición a las efemérides que, en una misma semana, se acumularon los homenajes y las celebraciones y, por primera vez después de la muerte de María Kodama, sus sobrinos y herederos ofrecieron una entrevista en la que anunciaron la creación de “un consejo consultivo” integrado por especialistas para velar por la obra de Borges en el futuro.
¿Acaso se puede decir algo nuevo sobre él? “Parece imposible seguir escribiendo sobre Borges. No ‘parece’, lo es. Pero la certeza de la imposibilidad contrasta con la evidencia de que la escritura sigue. Ambas -imposibilidad de la escritura y certeza de su continuación- son una sola cosa: no se puede escribir más sobre Borges precisamente porque se sigue escribiendo”, enfatiza Pablo Gianera en el prólogo del ensayo Borges en la biblioteca, de Patricio Zunini. Evidentemente, se sigue escribiendo sobre Borges (y esta contratapa lo confirma).
Zunini investiga los años en que Borges trabajó en dos bibliotecas: la Miguel Cané del barrio de Boedo (1938-1946) y la Nacional de la calle México, entre 1955 y 1973. Fueron instancias fundamentales en su vida, que corresponden a dos etapas bien distintas: la primera, cuando debía apoyar económicamente a su familia, desde una biblioteca de suburbios, experiencia a la que describió como “infernal” pero a lo largo de la cual escribió muchos de sus relatos más importantes: entre ellos los de Ficciones y El Aleph. La segunda, ya derrocado el segundo gobierno de Juan Domingo Perón, fue más extensa (unos dieciocho años) y corresponde al período de la ceguera y su consagración internacional.
El libro de Zunini contiene algunos apuntes interesantes que contribuyen a engordar la inagotable mitología borgeana. Por ejemplo: un hiato de cinco meses en 1941, en el que Borges habría trabajado “en comisión” en el Registro Civil. Comisión es un término que se utiliza en la administración pública para mencionar el traslado temporario de un empleado de una dependencia a otra. Lo que sugiere Zunini es que durante ese tiempo Borges habría preparado en secreto su debut literario como narrador: “Yo creo que Borges se quedó en la casa y que esa línea en el legajo enmascara unas vacaciones pagas de seis meses. Y lo sostengo por dos motivos. Primero, por el olvido de él y sus biógrafos. Y particularmente porque es en ese tiempo cuando prepara El jardín de senderos que se bifurcan”. Que no se entere Javier Milei.
Al margen de las nuevas publicaciones y los múltiples homenajes, la Argentina mantiene una deuda, una deuda inexplicable, con Borges: la ausencia de un museo de nivel internacional donde se pueda acceder a una exposición permanente sobre su vida y su obra, donde se exhiban primeras ediciones, manuscritos, fotografías, documentos. El fundamental Centro de Estudios y Documentación Jorge Luis Borges, que llevan adelante Laura Rosato y Germán Álvarez en la ex sede de la Biblioteca Nacional, cumple a medias esa función. Se necesitaría más: un proyecto de mayor envergadura y presupuesto. ¿No sería deseable que esto suceda antes de que se cumplan 40 años de su muerte, en 2026? Quizás por una vez podríamos justificar semejante apego por las fechas exactas.
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