Una cuestión de inteligencia
Winston Churchill mantuvo estrechas relaciones con el Servicio Secreto de Gran Bretaña. Consideraba esencial para la seguridad de un país el espionaje, que, por otra parte, lo fascinaba. No puede estudiarse su vida sin tener en cuenta este aspecto fundamental y poco conocido de su personalidad.
FUE una vieja y larga historia de amor. David Stafford, historiador y ex diplomático, la registra en un libro atrapante: Churchill and Secret Service (Woodstock, NewYork, The Overlook Press). La fascinación de Winston Churchill por el espionaje y las operaciones militares no ortodoxas nació con las experiencias vividas cuando era un joven oficial y periodista en busca de fama y excitación. En la guerra entre cubanos y españoles (1895) y en las guerras imperiales libradas por Gran Bretaña en Afganistán, Sudán y Sudáfrica, el joven Churchill aprendió a apreciar la importancia de un buen servicio de inteligencia y el valor de la guerra de guerrillas. Fueron dos lecciones que nunca olvidó.
Cuando Michael Collins, líder de los guerrilleros del Ejército Republicano Irlandés (IRA) y futuro primer ministro del provisorio Estado Libre de Irlanda, se entrevistó con Churchill, a la sazón ministro de Guerra, para discutir las estipulaciones de la nueva condición jurídica de Irlanda, le recordó que lo había perseguido constantemente y había puesto precio a su cabeza. "Usted no es el único", replicó, descolgando de la pared una copia enmarcada del aviso en que los bóers ofrecían una recompensa por la captura del fugitivo Winston Churchill. "De todos modos -acotó- 5.000 libras esterlinas era un buen precio. Míreme a mí: 25 libras, vivo o muerto." Sus negociaciones con Collins reforzaron las lecciones aprendidas en Cuba y Sudáfrica. Detrás de la creación, en 1940, del Special Operations Executive (SOE) para que enardeciera a la Europa ocupada por los nazis, estaba la imagen de la resistencia bóer.
Según Stafford, Churchill participó en los comienzos mismos del Secret Service Bureau, cuyas divisiones "interior" y "exterior" devinieron en el MI5 (Servicio de Seguridad) y MI6 (Servicio Secreto de Inteligencia), que aún existen. Como Primer Lord del Almirantazgo, en 1914-1915 abogó fervientemente por un servicio de inteligencia de señales y redactó el primer estatuto de la "Sala 40", donde se interceptaron los mensajes radioeléctricos de la Marina alemana. Por rutina, sólo se informaba al primer ministro... por cortesía de Churchill. En el gabinete de posguerra presidido por Lloyd George, Churchill libró una larga batalla contra la reducción del MI5 y el MI6 pero, al mismo tiempo, contribuyó a fundar la Government Code & Cipher School. Las comunicaciones secretas de Moscú interceptadas por este organismo alimentarían su posterior campaña antibolchevique. Durante su ausencia del Gobierno, en los años ´30, contactos oficiales y privados le proporcionaron la información que necesitaba para su campaña por la aceleración del rearme.
Esta pasión por el espionaje, este interés por las operaciones clandestinas, alcanzaron su punto máximo cuando fue primer ministro, durante la guerra. Su patrocinio de Bletchley Park (finca donde funcionaba la Government Code & Cipher School) echó las bases de uno de los mayores triunfos británicos en la Segunda Guerra Mundial. Las interceptaciones Ultra de los mensajes cifrados nazis -los "huevos de oro" de Churchill- abrieron el acceso directo a la mente del enemigo. Ultra era el nombre clave del material de inteligencia obtenido al penetrar el mecanismo de Enigma, la máquina cifradora alemana. Hasta mediados de 1942, cuando los éxitos de Bletchley Park convirtieron en marginal el papel de Churchill, Ultra también le dio una carta de triunfo para sus relaciones con sus propios jefes de Estado Mayor y sus regateos con los Estados Unidos.
Stafford traza con particular agudeza el desarrollo de las relaciones británico-norteamericanas, cuando Churchill echó mano a sus recursos en inteligencia para compensar la debilidad militar de su país. Ultra y el reconocimiento fotográfico aéreo le habían revelado que Hitler no invadiría Gran Bretaña en 1940; no obstante, siguió alertando a Roosevelt sobre tal posibilidad hasta bien entrado el invierno de 1940-1941. Repelió las incursiones secretas norteamericanas en los Balcanes utilizando las redes locales del SOE para mantener la influencia británica en Yugoslavia y Grecia. Pese a su anticomunismo, inició el envío de información Ultra a la Unión Soviética y aprobó el despacho de un pequeño contingente de agentes comunistas a la Europa ocupada.
Su actitud hacia los servicios secretos tuvo facetas contradictorias e irónicas. En ambas guerras mundiales, no pudo resistir la tentación de inmiscuirse en sus operaciones y cuestionar sus criterios, a veces acertadamente. Empleaba como contrapeso a sus propios agentes y asesores, y aprobaba operaciones clandestinas alternativas no siempre complementarias. No vacilaba en apropiarse de información secreta para apoyar sus objetivos políticos personales. Valoró los servicios de inteligencia más que cualquier otro líder de la Segunda Guerra Mundial, pero su fascinación por el espionaje, el engaño, las operaciones clandestinas, las incursiones de comandos y las guerrillas era infantil.
Amaba los grandes riesgos y las acciones no ortodoxas. Le atraían los rebeldes y los aventureros, los personajes extravagantes y los guerrilleros que rompían todos los moldes convencionales. Esto lo acercó no sólo a T.E. Lawrence, Michael Collins o a su oficial de enlace con Tito, Fitzroy Maclean, sino también al terrorista Boris Savinkov y a Sidney Reilly, aquel bravucón descomunal que -según creía el alucinado Winston- derrocaría al gobierno leninista.
En ocasiones, su obsesión por los espías y el espionaje lo impelía a asumir compromisos desastrosos y tomar decisiones dudosas. Ayudó a fomentar el ridículo terror a los espías alemanes en vísperas de la Primera Guerra Mundial. En los años Ô20, colaboró en la dirección de la caza de brujas antibolchevique. En 1940, su convicción de que en Gran Bretaña había una extensa Quinta Columna lo indujo a sancionar la internación indiscriminada de los extranjeros oriundos de países enemigos, incluidos los refugiados y antinazis conocidos. Tan sólo en las postrimerías del conflicto empezó a cuestionar los excesos internos del MI5, y a inquietarse por la expansión de sus facultades. Stafford sostiene -no siempre en forma convincente- que su preocupación por la subversión interna nunca sobrepasó su antipatía intrínseca por el espionaje interior.
Stafford, que ya había incursionado en el campo de la historia del espionaje, pinta un cuadro muy colorido y matizado del largo affaire de Churchill con los servicios secretos. Ocupara o no cargos públicos, siempre disfrutó de la sensación de poder que proporcionan los servicios secretos. Los mensajes Ultra eran su "inyección" diaria. Sin embargo, nunca fue lacayo de sus servicios de inteligencia, ni confió demasiado en el criterio de sus asesores profesionales. El deleite infantil que le producían las actividades encubiertas persistió mucho más allá de la guerra. En 1953, tras escuchar el relato de Kermit Roosevelt del exitoso operativo conjunto CIA-SIS (Special Intelligence Services británicos) para derrocar al primer ministro iraní, Mohammed Mossadegh, el achacoso primer ministro de 78 años exclamó: "¡Joven, si yo hubiese tenido algunos años menos, nada me habría gustado más que participar a sus órdenes en esta gran aventura!" Este entusiasmo sostenido por las operaciones especiales, así como su frecuente apoyo quijotesco de las guerrillas, iban acompañados de un fuerte sentido de la Realpolitik. Abandonó al líder monárquico yugoslavo Draza Mihailovic por el comunista Tito porque éste era más eficaz en la lucha contra los alemanes. Defendió las guerrillas comunistas en Yugoslavia y las combatió en Grecia, llevado por sus cálculos sagaces sobre sus respectivos méritos políticos y los intereses británicos. Es cierto que al fundar el SOE, en 1940, sus expectativas respecto a la resistencia europea eran desmesuradas, pero tenía pocos medios alternativos para mantener el ánimo y llevar adelante la guerra. Su respaldo impulsivo y a veces obstinado al SOE era, a menudo, un modo de habérselas con aliados abrumadoramente poderosos, en especial los Estados Unidos.
El libro de Stafford no contiene revelaciones importantes; en gran parte, se basa en fuentes ya publicadas. Empero, es la primera exploración de las relaciones entre Churchill y los diferentes sectores de los servicios de inteligencia, en la guerra y en la paz. Será interesante ver qué documentos de inteligencia de la Segunda Guerra Mundial, recientemente abiertos al público, enriquecerán su historia. Stafford investiga y desecha, acertadamente, viejos embustes. Algunos han sido enterrados tiempo ha, por ejemplo, su conocimiento anticipado del bombardeo de Coventry. Otros, como la acusación totalmente infundada de no haber comunicado a Roosevelt cierta información sobre el bombardeo de Pearl Harbor, seguirán resurgiendo hasta que se abran los archivos británicos pertinentes. Stafford tiene poco que decir acerca de la relativa inacción de Churchill tras haber leído, en 1941, los mensajes descifrados que hablaban del exterminio de los judíos. La ausencia de sorpresas en nada desmerece el interés excepcional del libro o su estilo ameno. Al presentar este retrato equilibrado, pero nunca opaco, Stafford añade una nueva dimensión a nuestra comprensión de ese titán siempre fascinante que es Winston Churchill, y arroja una luz esclarecedora sobre la evolución de los servicios de inteligencia británicos durante su larga y trascendental vida.
Por Zara Steiner
Para La Nacion - Nueva York, 1998
(Traducción de Zoraida J. Valcárcel)
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La autora es titular de la beca de las Américas en New Hall "Cambridge" (Inglaterra); autora de The Reconstructions of Europe , 1919-1941.