Una catástrofe en sordina
Los viajes prolongados, sostiene el narrador de este relato inédito de Jorge Consiglio, erosionan con lentitud, como lo demuestra el caso del marino Zheng He, que, caído en desgracia, no pudo adaptarse a la velocidad de la Tierra
Tengo una teoría: los viajes de largo aliento conspiran contra mi equilibrio emocional. Tomar un avión hacia el exterior supone un conflicto. No tiene que ver con el miedo a volar, sino con cierta alteración íntima. Pierdo el equilibrio, me desordeno. Si se comparan las cortas distancias con las grandes, resulta claro que la calidad de la ausencia es distinta, aunque se trate del mismo tiempo. La lejanía modifica el ser del sujeto. Los paisajes nuevos, con su encrespado exotismo, producen un quiebre. No se trata de tragedias inmediatas. Son estragos módicos, catástrofes en sordina. Uno vuelve siendo otro que discute con el que era. Sería equivocado hablar de evolución o involución. Es, claramente, una fractura en el piso ontológico.
Las travesías prolongadas tienen una toxicidad de liberación lenta. Erosionan de a poco. Cuentan con la complicidad del cerebro, que disimula los signos de la ausencia. Cuando suena la alarma, ya es tarde: el viaje, laborioso, se ha instalado en las ideas como un espacio negativo. En ese momento, es imposible poner proa hacia otro lugar que no sea el vacío. No hay vueltas.
Conozco un caso contundente. En el volumen 24 de Las redes humanas de William H. McNeill se cuenta que en 1414 Yung Lo, el último emperador de la dinastía Ming, decidió que China abriera los ojos al mundo. La Tierra era el lugar del asombro y del mito. Aprehender la vastedad del planeta implicaba desentrañar la naturaleza individual. Yung Lo, fervoroso lector de Confucio, consideraba el universo un espejo del alma. Forzar el estupor era la única forma de autoconocimiento.
A principios de septiembre, convocó a Zheng He, un almirante eunuco. Era un hombre sin gestos, mudo, de mandíbula chica. No había persona en el mundo que supiera del mar más que él. Juntos imaginaron la expedición. Estuvieron seis meses considerando el recorrido. Los mapas y sus caras terminaron siendo lo mismo. Acordaron que el destino sería el Golfo Pérsico y la costa africana. La flota se llamó "La balsa de las estrellas". Contaba con sesenta y dos galeones de un porte siete veces mayor que las carabelas de Colón y con cien navíos de abastecimiento. La tripulación superaba los 30.000 hombres. Según McNeill, Zheng He daba órdenes con golpes de vista. Los marinos estaban adiestrados para leerle los ojos.
El almirante eunuco hizo siete expediciones en total. En cada lugar, recogía animales exóticos, entregaba regalos en visitas oficiales y establecía vínculos de comercio. Sus viajes no tuvieron objetivos coloniales.
McNeill narra un episodio en el que el Yung Lo sufre un desmayo al ver una jirafa que su fiel oficial le había traído de obsequio. Según la historia, el emperador, no bien se restableció, cubrió de oro a Zheng He. Sin embargo, no todas fueron buenas para este marino. Cuando el emperador muere, la dinastía Ming modifica su mirada. Dejan de importar los viajes ultramarinos y los ojos se clavan en el ombligo del imperio. En consecuencia, el oficio que justificaba a Zheng He se extingue. Hay tres versiones de su final, la más verosímil asegura que el oficial perdió el juicio. Se convirtió en un mendigo que caminaba desorientado por el puerto y como única actividad miraba la forma en que se pudrían sus sesenta y dos galeones. Quizás este haya sido el precio que tuvo que pagar por someterse a tanta ruta. Quizá su inteligencia, sensata en el mar, no consiguió acomodarse, después de semejante travesía, a la velocidad de la Tierra.