Una casa llena de libros
Si hay algo que tengo que agradecerles a mis padres es que, a pesar de las muchas mudanzas de mi infancia, en cada una de ellas hayan sostenido la voluntad de trasladar una y otra vez la biblioteca. Todos sabemos lo que pesan los libros, lo agotador que es meterlos en cajas y cargarlos para luego tener que realizar, ya en destino, la tarea inversa. Y sin embargo lo hicieron: las viejas fotos familiares dan cuenta de que aquella biblioteca de tablones amurados que iba de pared a pared funcionaba como centro de gravedad de la casa, a pesar de que nosotros, sus hijos, fuéramos todavía demasiado chicos para interesarnos en Ionesco, Bradbury, García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa o Borges (por mencionar alguno de los autores que estaban y siguen estando allí). Ya llegaría el tiempo, si éramos curiosos, de que esos volúmenes nos hablaran.
Tal vez eso explique la sensación de extrañeza que sentía, ya de grande, cada vez que entraba a una casa sin biblioteca. En esas ocasiones por lo general los ambientes gravitaban hacia un mueble donde había un aparato de música, o la mayoría de las veces un televisor. La escena se fue volviendo cada vez más habitual con los años y hoy lo infrecuente es, precisamente, encontrarse con una casa en donde haya libros y, al mismo tiempo, se decida exhibirlos.
¿Pero qué es lo verdaderamente importante, tener libros o leerlos? Hay coleccionistas a los que jamás se les ocurriría leer algunos de sus valiosos ejemplares, hay quienes dejan dormir a sus libros siestas eternas en la mesa de luz, y hay quienes incluso (aunque cada vez menos, porque leer ya no es indicador de estatus social ni intelectual) sacan a pasear libros por la calle, como animales domésticos, sin el tiempo necesario para dejarse atrapar por sus páginas.
Ser lector es otra cosa. ¿Pero qué? ¿Las personas que leen son más generosas, más sensibles, más inteligentes que las que no? ¿Y si así fuera, de qué lecturas estamos hablando? ¿De ficción, ensayo, best sellers? Debo reconocer que soy una persona con prejuicios y siento una empatía natural hacia la gente que lee (aunque no tenga aversión por aquella que no lo hace). Tiendo a confiar más en la gente que lee literatura (cuentos, novelas, poesía) que en la que no lo hace, aunque no exista razón que lo justifique.
Por ese prejuicio, y porque vivo y trabajo rodeado de gente que lee, es que no dejan de sorprenderme algunos datos difundidos días atrás en la Encuesta Nacional de Consumos Culturales (2013-2023) organizada por el Ministerio de Cultura de la Nación.
Allí se afirma que la lectura de libros subió respecto de los datos obtenidos en 2017 (del 44 al 51 por ciento), y se destaca que la mitad de la población leyó al menos un libro durante el último año. Lo que no se menciona es el carácter alarmante del reverso de esa misma estadística: que la otra mitad de la Argentina no leyó siquiera un libro. A pesar de esto, del estudio se desprenden algunos datos alentadores. Se lee mucha más narrativa (cuentos y novelas, con un 27 por ciento) que libros de autoayuda (8 por ciento) o sobre vida sana (7 por ciento). Los más lectores son los jóvenes: aquellos que tienen entre 13 y 17 años (77 por ciento) y entre 17 y 29 (58 por ciento). Finalmente, se demostró que el hábito de la lectura se incrementa en los hogares que tienen mayor cantidad de libros.
Aquel esfuerzo de mis padres, llevando cajas de una casa a la otra para que sus hijos crezcan rodeados de libros, sigue siendo al parecer la estrategia más efectiva para fomentar la lectura. Ni siquiera hace falta que sean tantos, ni mucho menos que sean nuevos: basta que estén ahí, disponibles, al alcance de la mano. ¿Eso nos hará mejores personas? No tengo la menor idea. Pero seremos lectores. Estoy seguro que es un buen comienzo.
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